Opinión

Los no lugares de Augé y el palacio perdido

"Muchos hemos estado alguna vez en centros comerciales, esas moles que incitan al consumo y nos transforman en zombies incapaces de establecer lazos más allá de la mercancía. O en aeropuertos, o en hoteles… Todo ello, una suerte de caja hermética que provoca soledad", reflexiona Azahara Palomeque

A veces, la muerte de alguien sirve para resucitarlo. Se le insufla un recóndito oxígeno mediático, su obra atraviesa los sepulcros –del autor, de las bibliotecas polvorientas– y acude a inocularnos nuevos aprendizajes. Es lo que está ocurriendo con el antropólogo y filósofo francés Marc Augé, fallecido hace unos días, mientras su teoría de “los no lugares” renace de las cenizas. 

Muchos hemos estado alguna vez en centros comerciales, esas moles alienantes de cristaleras infinitas y microclima propio –un aire acondicionado enfermizo– que incitan al consumo en cuanto nos transforman en zombies incapaces de establecer lazos más allá de la mercancía. O en aeropuertos sellados a cal y canto, donde el viajero parece envasado al vacío. O en hoteles decorados según las últimas tendencias pero manteniendo una neutralidad que puede adaptarse fácilmente a cualquier visitante: las sábanas, las toallas, siempre blancas. Estos serían, según Augé, ejemplos de no lugar, “un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico”, marcado por el tránsito, el predominio de la tarjeta de crédito y/o el DNI –todo ello, una suerte de caja hermética que provoca soledad–. 

Pensemos por un momento en dos situaciones opuestas que comparten objetivo: llenar la nevera. En la primera, compramos fruta en una gran superficie. La pesamos nosotros; el protocolo obliga a introducir las piezas en varias bolsas de plástico; los melocotones, las peras no desprenden olor; al final, pasamos por caja sin apenas mirar a la empleada o incluso pagamos en una máquina automatizada. Self-service. En la segunda, los aromas de una frutería nos invitan a la conversación vecinal, el frutero cuenta un par de chistes o se queja de las malas cosechas, quizá le deseemos suerte en el parto a una embarazada que sigue encargándose de la compra, como hizo mi marido esta mañana. La llamada “sobremodernidad”, otro concepto de Augé, cuya “modalidad esencial” es el exceso, se empeña en distanciar a las personas. Los no lugares, lejos de haber sido vencidos desde que el autor acuñase el concepto a principios de los años noventa del siglo XX, se han multiplicado: macroautovías, coches, y hasta el teléfono móvil, como aseguró en una entrevista reciente: ahora “llevamos el no lugar encima”, y esto pervierte asimismo los rincones más íntimos.

Leí a Augé por primera vez hace unos diez años, cuando vivía en la vorágine capitalista que es Estados Unidos, y recurro a él a menudo. Su libro estrella –como casi todos los del pensador, publicado en español por Gedisa– me abrió los ojos ante las fracturas sociales que moldeaban estos sitios deshumanizados. En un país sin apenas librerías, donde el mall es prácticamente visita obligada y sacarse el carné de conducir, para después adquirir un vehículo propio, conforma un ritual de iniciación en tantos adolescentes, las enseñanzas del autor galo me permitieron explicar el mundo que me rodeaba y quedarme atónita, durante los regresos puntuales a casa, ante la copia de un modelo consumista que, inevitablemente, construye subjetividades.

En la ciudad que me vio crecer, Badajoz, primero desmantelaron un teatro para convertirlo en un Zara, y luego debilitaron el bullicio urbano que imprimían boutiques y cafeterías al levantar un centro comercial en las afueras. Este patrón, que sonará a las lectoras, se reprodujo en bucle por distintos enclaves de nuestra geografía y, al calor de las reflexiones de Augé, rimaría con la fiesta de los andamios costeros, la corrupción y la prostitución que talentosamente narró Chirbes en CrematorioSu novela, podría decirse permitiéndonos ciertas licencias, es una especie de manual augesiano de la (intra)historia española contemporánea.

Pero sigamos caminando. Mientras Augé entretejía las ideas que luego lo alzaron al pequeño umbral de la fama académica, en la misma época que era director de L’École des Hautes Études en Sciences Sociales (1985-1995), a este lado de los Pirineos se iniciaban los fastos de las Olimpiadas de Barcelona, de la Expo de Sevilla bajo la promesa falaz de catapultarnos hacia la “modernidad”. Del delirio andaluz nos quedaría pronto un remanente vergonzoso, los cadáveres arquitectónicos de pabellones condenados desde el principio “a lo provisional y a lo efímero”, pero también se aniquiló una página inconmensurable del pasado a base de excavadoras y una gestión política nefasta.

La inauguración del AVE, orgullo patrio hecho infraestructura ferroviaria, dio pie a la destrucción del que probablemente fuese el mayor complejo palatino del imperio romano, hasta entonces ubicado en el yacimiento de Cercadilla (Córdoba). Cuenta la leyenda que las obras comenzaron de noche, con mucha mala leche y prisas, enormes prisas por acomodar al inminente aluvión de turistas. Cuentan los testimonios recogidos por El País que allí había “lápidas, mosaicos, un teatro romano, un templo, un circo, un anfiteatro, un palacio” y que el conjunto era “mayor que el Foro de Trajano en Roma”.

Se arrojó a las alcantarillas del olvido un patrimonio valiosísimo, pero a cambio ganamos alta velocidad, el no lugar de una parada del tren que desembocaba en el progreso. Si es el exceso lo que caracteriza esta era, alumbrada en torno a 1992, se puede argumentar que hemos llevado a rajatabla la teoría: exceso de CO2 en la atmósfera, de temperatura, de incendios catastróficos, de espacios que anulan no sólo los vínculos afectivos sino también el lenguaje. Entre los aspectos menos comentados pero más relevantes de la obra de Augé se halla su teorización de los idiomas hueros que promueven estos espacios sin alma: gire a la izquierda o la derecha, Exit, Welcome, retire su tarjeta… lo que denominó “diálogo silencioso”. A saber, a ningún cartel luminoso, etiqueta o pantalla le preocupa si estás a las puertas de romper aguas, como la señora de la frutería. El exceso acaba por vomitar una carencia; al final, querido Augé resucitado, no hemos perdido solamente un palacio. 

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Comentarios
  1. Así es el neoliberalismo, uniformizante, destruye la personalidad y la identidad del ser humano y nos ha convertido en seres aislados los unos de los otros que nos vemos como competidores. A este paso acabaremos convertidos en robots.
    Tengo entendido que en Madrid dónde antes había una librería que tuvo que cerrar hoy hay prósperos negocios de belleza, de uñas, de masajes, vamos, de culto al cuerpo, de seres superficiales y sin valores.
    Así votan en Madrid.

  2. Me ha encantado tu artículo y también me ha emocionado . Yo era estudiante de doctorado de sociología urbana en EHESS cuando Augé era director. Su libro Les non lieux, era la novedad y la referencia. Desde su lectura, nunca más he podido pisar un aeropuerto ni un centro comercial sin que se me encogiera el corazón y la barriga. Tú en Badajoz, yo en Mallorca, asistiendo a la proliferación de esta multitud variada de “non lieux” con los que el turismo está saqueando la memoria y el alma de los lugares. Gracias de corazón por tu artículo.

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