Opinión

Gracias, señores, por ahorrarnos su validación y reconocimiento

"El feminismo también ha hecho que, en los últimos años, a la mayoría de las periodistas no nos interese la ostentosa validación de esos colegas nostálgicos de un pasado en el que solo unos cuantos podían ejercer esta profesión", opina Patricia Simón.

La obra 'Spider', de Louise Bourgeois. Edouard Fraipont / Sotheby's

Para muchas mujeres, conocer la existencia del síndrome de la impostora nos ha supuesto una enorme liberación. Para la mayoría, nos resulta dificíl olvidar la sorpresa y el desconcierto que sentimos cuando descubrimos que dudar de nuestra valía para participar en la esfera pública no es un problema individual de falta de autoestima, sino el resultado de un constructo cultural impuesto a las mujeres y, especialmente, a las que venimos de contextos en los que difícilmente se podía esperar que llegáramos a esos espacios. Fue ponerle palabras y sentir cómo el fantasma de la impostora se desintegraba. Y lo más importante, saber identificar su origen cuando intuimos que, de nuevo, nos acecha.

Algo parecido nos ocurrió a muchas cuando pudimos nombrar el mansplainning, esos hombres que nos explican cosas, las que les apetece, incluso aquellas en las que nosotras somos expertas. Y recientemente, disfruté de otro hallazgo al que hacía años que tenía bajo el radar, pero cuya conceptualización me faltaba: male pandering. Fue en el podcast Ciberlocutorio, de las maravillosas periodistas Andrea Gumes y Anna Pacheco, acompañadas en esa ocasión por la investigadora y comunicadora Estela Ortiz. Gumes lo resumía así: “Les otorgamos a ellos la validación. En realidad es pura mirada patriarcal, es su estima y respeto el que queremos porque le damos más validez. Ellos nos dan más puntos en la escala del gustar. Nos preocupa que nos miren, pero que cuando nos miren se lleven una buenísima impresión”. 

Otra cosa que tenemos que agradecerle al feminismo: que, en los últimos años, a la mayoría de las periodistas no nos interese en absoluto la ostentosa validación de esos colegas nostálgicos de un pasado en el que solo unos cuantos podían ejercer esta profesión. Los mismos que repiten que ya no hay reporterismo como el de antes, cuando nunca como hoy ha habido tantos y tan buenos profesionales, tanta cultura de la cooperación y tanta celebración pública de los éxitos ajenos. Han perdido lo más valioso que tenían, el monopolio de la auctoritas, ese poder no vinculante pero socialmente reconocido que los convertía en los prescriptores que determinaban qué era lo válido y lo valioso.

Ahora la auctoritas está compartida por una pléyade de actores que influyen en la definición de qué es el buen periodismo, que, además de a profesionales de la información, incluye a intelectuales, fundaciones, ONG, medios, universidades, artistas y comunicadores.

Precisamente por todo ello, el criterio que más valoro es el de los compañeros y compañeras que lo han tenido y tienen más difícil por el machismo, el racismo y el clasismo: los gays y lesbianas a los que les pusieron tan difícil salir del armario y entrar en las redacciones; las mujeres a las que cuestionan su profesionalidad por sus parejas, por sus relaciones sexuales o por su atractivo físico; las y los periodistas con acento gaditano, chileno o de Vallecas a quienes le siguen diciendo que les iría mejor si lo atenuasen; las personas migrantes y trans a las que seguimos tratando como fuentes o fixers y raramente como a periodistas; quienes no tenían libros ni periódicos en casa y descubrieron a Maruja Torres o a José Saramago en la universidad; los colegas que construyen ciudadanía a diario en emisoras pequeñas locales y se enfrentan a las represalias contra sus familias por denunciar, por ejemplo, la corrupción en un contrato de recogida de basura; y, sobre todo, ese magma de periodistas jóvenes y precarios que convierten cada tribuna a la que consiguen acceder en un espacio de periodismo con perspectiva de derechos humanos. Y que cuando algunos les acusan de hacer activismo en lugar de periodismo, les explican que es la metodología más rigurosa para analizar los grandes desafíos de nuestra era. 

Pero, obviamente, el machismo no es un problema exclusivo del periodismo, sino común en todos los ámbitos de la vida. Y cuando no nos callamos y lo sacamos a relucir en mesas redondas, reportajes, columnas como estas o cenas, nos tachan de histéricas o, los más sibilinos, de “intensas”, como titula en su último libro la periodista Ana Requena, en el que explica para qué se nos ha educado. “Harriet Lerner lo llama ‘el síndrome de la dama agradable’: en las situaciones que podrían suscitarnos claramente enfado o protesta nos quedamos calladas o bien lloramos, nos volvemos autocríticas o nos sentimos heridas. Si, a pesar de todo, llegamos a enfadarnos, ocultamos nuestros sentimientos a fin de evitar la posibilidad de un conflicto abierto”. 

La escritora Siri Hustvedt lo explica así en un artículo dedicado a la artista Louise Bourgeois: “Esa furia pertenece sobre todo a las mujeres que hacen arte, arte de toda índole, porque a las mujeres artistas se las mete en cajas de las que les cuesta salir. La caja tiene el rótulo ‘arte femenino’. ¿Cuándo fue la última vez que oímos hablar de un artista, novelista o compositor masculino? El hombre es la norma, la regla, lo universal. La caja del hombre blanco es el mundo entero. Louise Bourgeois era un artista que hacía arte. ‘Todos somos masculinos y femeninos’. Todo el gran arte es masculino y femenino”.

De hecho, en pleno siglo XXI, seguimos encontrando, por ejemplo, mesas tituladas Mujer y reporterismo, Mujer y literatura o artículos en los que definen nuestro trabajo como “mirada femenina”, un esencialismo biologicista impropio de sociedades ilustradas. A estas alturas resulta desalentador tener que recordar que todas las personas somos educadas en la mirada heteropatriarcal y que cuando la deconstruimos para dotarnos de una que incluya a toda la humanidad y que identifique los sesgos que perpetúan la desigualdad, lo que construimos es una mirada feminista. 

Gumes y Pacheco explicaban también que el male pandering –esa búsqueda de la validación masculina–, afecta, especialmente, a las mujeres jóvenes porque es la etapa en la que están empezando su vida adulta y profesional. Aunque son muchas las que, ya en etapas de madurez, siguen perpetuando el canon masculino como el modelo universal. A este respecto, aplicado al mundo del arte pero generalizable a todos los demás, escribe Hustvedt: “Están atrapadas en los hábitos perceptivos de los siglos, en las expectativas que han llegado a gobernar su mente. Y estos hábitos son peores para la mujer joven, que sigue siendo concebida como un objeto sexual deseable porque el cuerpo lozano, fértil y apetecible no puede tomarse realmente en serio, no puede ser el cuerpo que hay detrás del gran arte. El cuerpo de un hombre joven, por el contrario, el de Jackson Pollock, está hecho para la grandeza. El héroe del arte”.

La palabra y el trabajo de la mujer joven

La guerra de Ucrania ha sido un ejemplo paradigmático en este sentido por la cantidad de periodistas que han realizado coberturas en el país. Algunas de ellas han sido criticadas por su juventud, por su peinado, por su ropa y hasta por pintarse los labios para hacer los directos, sin importar su experiencia previa, su formación, los idiomas que hablan, su conocimiento de la región ni el resultado final de su trabajo. Mientras, la camisa blanco impoluta de James Natchwey sigue siendo percibida como un fetiche por algunos.

En pleno siglo XXI, la palabra y el trabajo de la mujer joven siguen considerándose de menor valor que del hombre de la misma edad. Y cuando esta goza de un atractivo heteronormativo, el cuestionamiento es mayor. Así que no es extraño que en la veintena, cuando la vida parece aún eterna, muchas deseen envejecer para ser tomadas en serio, como corrobora Hustdvedt a sus casi 70 años de edad. “A la mujer a menudo le conviene envejecer. El rostro arrugado es más adecuado para el artista que resulta ser mujer. El rostro viejo no encierra la amenaza del deseo erótico. Ya no es hermoso. Alice Neel, Lee Krasner, Louis Beourgeois. Ancianas reconocidas. Joan Mitchell, un disparo al cielo del arte después de su muerte. Y, recuerden, las grandes mujeres se cotizan menos que los grandes hombres. Salen mucho más baratas”.

Hustvedt, una de las intelectuales más robustas y heterogéneas en sus áreas de conocimiento, sigue teniendo que aguantar que algunos entrevistadores le pregunten si su marido, el escritor Paul Auster, le ayuda a escribir los personajes masculinos o si fue este quien la introdujo en algunas de sus especialidades como la neurociencia, cuando este no tiene ningún conocimiento sobre ella. 

Afortunadamente, cada vez son más los hombres que, se autodefinan feministas o no, sí que perciben y tratan como a iguales a todos los seres humanos, incluidas, claro, las mujeres. Muchas tenemos la suerte de trabajar, convivir y compartir tiempo, espacio, amistad y afecto con ellos. Y cada vez son más los que censuran los comportamientos machistas de sus compañeros, no solo los más burdos y patétitos que todas conocemos, sino también otros más sibilinos e igualmente supremacistas que consideran que tener pene les da autoridad para nominar a quienes han demostrado merecen ser tratadas y tratados como sus iguales. El tribalismo dentro del corporativismo. Aun así, sigue faltando que muchos más hombres dejen de ser cómplices con su silencio. Mientras no lo hagan, para mí no tienen otro nombre que el que Alana S. Portero les da en su inolvidable La Mala Costumbre:

“Lo primero que sí entendí fue que un esquirol, esa palabra que escuchaba a menudo y que me intrigaba muchísimo, era alguien que abandona a los suyos, que los traiciona por medrar, o, peor aún, por mantener una posición de miseria más o menos segura. Quizás es que el esquirolaje no se aplicaba al ámbido doméstico o que traicionar a las mujeres no era lo mismo que presentarse como un desgraciado ante los compañeros, que entonces era otra palabra sagrada”. 

A estas alturas, lo único sagrado ya es la igualdad en oportunidades y derechos. 

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