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La memoria como diálogo
"La memoria es esencial, al ser uno más de los instrumentos que ayudan a construir una sociedad más justa", escribe Carlos Arroyo
CARLOS ARROYO* | Serán muchas las políticas de progreso que se llevará por delante la actual ola de retroceso que protagonizan la ultraderecha y el partido conservador, en una coalición de intereses que no es nueva cuando se repasa cualquier manual de historia de España. Al fin y al cabo, en ambos sectores, cada vez más difíciles de distinguir, nunca se ocultó la simpatía con múltiples aspectos del franquismo. Eso ha hecho que siempre, y a diferencia de otras derechas europeas, la de este país haya tenido esa herencia imposible que implica el reivindicarse como demócrata mientras se blanquea una dictadura que colaboró con el nazismo, que tomó el Estado por la vía violenta y que desde el poder aplicó duros métodos de represión, incluidos los campos de concentración que luego con gran agudeza lograron borrar de la memoria colectiva.
Dinamitar este tipo de políticas es algo que ya apuntan los principales pactos PP-Vox que hemos conocido. Es una de sus prioridades, resultando esto especialmente llamativo en un país que sufrió el primer envite del fascismo europeo un mes de julio como éste y donde, aun así, existió un potente movimiento obrero y agrario que luchó de forma incansable por socavar las bases de un injusto sistema que solo favorecía a las capas más altas.
¿Qué son, entonces, las políticas de memoria democrática? ¿Se centran en qué relato del pasado sobrevive o van más allá? ¿Por qué las derechas las han puesto en su diana de una forma tan directa?
Decía Beiras que la historia no es circular ni se repite exactamente, pero sí es espiral, y ahora estamos en la vertical de los años 20 y 30 del siglo pasado. La historia no es la misma, pero hay coordenadas de aquel entonces que merece la pena conocer. La memoria democrática, pues, vendría a ser la línea que nos une con esa vertical. Y lo hace en forma de diálogo con generaciones que ya no están, con sus luchas y con sus testimonios. Son sus voces las que, a través del recuerdo, salen del silencio dándonos señales, pistas y lecciones sobre aquello que nos debe alarmar y responder así las preguntas que hagamos sobre nuestro momento histórico, ayudándonos a comprenderlo mejor.
Por lo tanto, no se trata de una guerra por dominar un relato del pasado. No. Va mucho más allá. Se trata de una lucha en la que la reacción busca evitar que, a futuro, nuestra sociedad pueda descubrir e identificarse con otras luchas históricas. Privarnos de referentes democráticos. Someterlos así a un segundo silenciamiento: si primero se hizo en su época de forma violenta, ahora pretenden hacerlo a través del injusto olvido.
Y es que no vaya a ser que, por ejemplo en el mundo rural, nuestros agricultores, escuchen al movimiento agrario, tan brutalmente reprimido. Así, quizá verían que el rostro del señorito ha cambiado con respecto al del siglo XX (antes era un señor noble o rico de la capital, ahora un holding multinacional) pero el problema en esencia es similar y se llama acumulación de la tierra en pocas manos. E igual, quién sabe, opten por entender que la solución no la trae la ultraderecha gritando “viva el campo” sino por, tal y como defendían los jornaleros, la defensa de una reforma agraria justa.
O, quizá, también les asusta que la infinidad de relatos de maestras y maestros republicanos represaliados nos griten que la escuela tiene el mandato de enseñar valores de progreso y tolerancia, sin vetos, dejando al descubierto lo deleznable de medidas como el pin parental. O que la recuperación de espacios de memoria y pedagogía en torno a cómo asciende el fascismo permitan visibilizar los testimonios de quienes lo vivieron, dándonos así herramientas sobre en qué alarmas debemos fijarnos, como la censura cultural sin ir más lejos o la criminalización de determinadas afectividades sexuales.
Y es que, si no frenan los avances en memoria, se podrían recuperar los más de 200 campos de concentración que hubo en España entre los años 40 y 50. Y, como en Alemania, convertirlos en lugares de recuerdo, poniendo así contra las cuerdas a algunos políticos que recientemente han vociferado que el actual gobierno es el peor en 80 años o que el 18 de julio era inevitable, pareciendo que quisieran justificar aquellos métodos de represión y otros muchos.
No vaya a ser que, de no dinamitar ese diálogo con la historia, la ciudadanía vaya a un museo de memoria de los que se podrían construir y vea que el actual señalamiento –especialmente de mujeres, migrantes y colectivo LGTBI– ya se dio, y sólo seguirá creciendo si no se le planta cara. O que un trabajador o trabajadora yendo a dar su jornada cada mañana no vea en una rotonda una bandera rojigualda ondeando enhiesta sino un monumento dedicado a, por ejemplo, Matilde Landa (o una calle a Justa Freire, o documentales en torno a los avances logrados en La Canadiense) y que todo ello pueda hacer que, poco a poco, cambien sus referentes y su visión de los problemas sociales. Y lo que es más importante: la posición que tiene ante ellos.
En resumen, la memoria es esencial, al permitirnos honrar a referentes democráticos y ser uno más de los instrumentos que ayudan a construir una sociedad más justa, y por ello la derecha busca impedirla. La memoria como diálogo con otras generaciones que se fueron pero que pueden aportar lecciones que no quieren que la sociedad aprenda, porque ello podría lastrar sus planes y el modelo de estado que pretenden a futuro. Quieren seguir blanqueando una dictadura y no someterla a debate, demostrando que aquel sistema sentó las bases de ciertos privilegios que a día de hoy aún muchos sectores sociales acomodados conservan y disfrutan, y no quieren que sean cuestionados. O despistarnos sobre cómo se llegó a un sistema totalitario y a su justificación.
La espiral de la historia está hoy en otro punto y no veremos soluciones iguales, pero no debemos perdernos. Deslegitimar gobiernos cuando no gustan, privatizar lo público en beneficio de unos pocos, anular derechos a colectivos o mermar la capacidad de negociación de los trabajadores y trabajadoras, hechos que pueden quedar en simples radicalismos aislados, se entienden mejor según un mapa de coordenadas adecuado. Y ese mapa, con ayuda de quienes vivieron las consecuencias de esas derivas y se opusieron, siempre se entenderá mucho mejor. Porque ya no están, pero quieren advertirnos de que esto puede ser sólo el inicio de una vorágine mucho más oscura. Sigamos peleando para que se les escuche y para que nunca se olviden las luchas nobles.
*Carlos Arroyo es médico de familia y Salud Comunitaria. Extremeño trabajando actualmente en Atención Primaria en Madrid.
«El franquismo ganó la guerra militar y políticamente.
En cambio, la batalla moral y la humana la ganamos los combatientes de la República.
La capitulación sólo benefició al franquismo y al fascismo alemán e italiano.
Se hizo sin ninguna garantía para los vencidos. Los antifranquistas sabíamos lo que quería decir: pelotones de ejecución, cárceles, campos de concentración y humillación.
También estábamos convencidos de que si la muerte nos cogía con las armas en la mano, sería mejor éso que morir de rodillas.
Les explico a las generaciones posteriores las dificultades que teníamos, el casi inexistente apoyo internacional; pero con que entusiasmo y heroísmo hicimos frente a la guerra y a la posguerra.
A pesar de que la República fue derrotada, nuestros sacrificios no fueron estériles sino beneficiosos para las libertades internacionales.
Me parece que la juventud, hoy en día, debería defender democráticamente mejor la libertad y la paz, oponerse a todo acto de guerra.
Me gustaría también que el capital no fuera el alarife del bienestar, sino que seamos todos los trabajadores los que hagamos este mundo más feliz, más equitativo y más próspero».
(Manuel Antolín Agud – Vida de un republicano español)