Opinión

Descorazonado

«Lo peor de descorazonarse cuando todo sale mal no es que nos quedemos sin corazón o que nos sea arrebatado por la desilusión, sino que no tengamos cabeza», escribe Ana Carrasco-Conde.

Conjunto de maniquíes. ÁLVARO MINGUITO

Uno de los filósofos más conocidos de la historia de la filosofía, Kant, se preguntó qué podemos esperar. Lo hizo para poder atisbar un futuro próspero e incluso feliz relacionado con un deber: «¿Qué puedo esperar si hago lo que debo?», escribe Kant, pues una felicidad que se alcanza gracias a la moral. O, si se quiere, alejándonos un poco de Kant, la tranquilidad de la conciencia tranquila. Desde luego, quien hace lo que debe, espera alcanzar un bien, sea este un mundo mejor, una sociedad más justa, una comunidad más comprometida porque cree, en el fondo, que el diálogo, el razonamiento y el conocimiento, si se ponen en marcha alumbrarán un futuro lleno de esperanza. Y al hacer esto, somos todos un poco ilustrados, como el propio Kant, porque consideramos que si nos esforzamos, si razonamos, si dejamos a un lado las peores pasiones y obramos con prudencia y argumentos, el mundo será mejor de lo que es, que los demás abrirán los ojos, que otro mundo es posible.

Y entonces, con todos los deberes hechos, de pronto, el golpe de realidad. Nada se ajusta a lo que esperábamos. Miramos a nuestro alrededor y no damos crédito: no entendemos nada. Y por mucho que tengamos la conciencia tranquila, la desazón comienza porque son los demás los que parecen no haber aprendido nada. «¿Cómo es posible?», nos preguntamos. Y después desesperamos. Lo hacemos no solo porque pensábamos en el fondo e ingenuamente que los que piensan distinto a nosotros de pronto reconocerían en nuestros actos algo que alabar y apoyar, sino también porque vemos cómo entre los que debiéramos en principio apoyarnos, nos fallamos en los momentos más importantes. Y aquí entra no la desesperación, sino la decepción. Y al levantar la cabeza hacia ese futuro, todo es descorazonador. Vuelan los cuchillos. Y donde hubo revolución se espera ahora la restauración. Llega incluso la ira y el enfado: «tendremos lo que nos merecemos», «poco nos pasa»…

¿Saben? Sin desmerecer al autor de la Crítica de la razón pura, quizá la pregunta que a veces merezca la pena hacerse cuando nada bueno esperamos es ¿por qué debemos desesperar? No se crean que me he vuelto estoica (les prometo por Epicuro que no es el caso) y que ante la tristeza y la preocupación propongo una especie de «ánimo imperturbable» para afrontar lo que nos venga con entereza. No, nada de eso. Me pregunto, como hizo Foucault, todo lo contrario: ¿Por qué hace falta desesperar? ¿Por qué merece la pena sentir la rabia? ¿Ante qué no debemos claudicar o darnos por vencidos? ¿Por qué no tirar la toalla? ¿Hace falta que lo diga? No se trata de desesperar ante los fracasos y ante los sueños no realizados, sino de no claudicar en la defensa de todo lo que se ha conseguido porque se cree en ello, porque se es consciente de que cualquier cambio importante requiere un camino aunque haya errores.

Creo que saber ante qué desesperar es un arte que nos enseña realmente lo que podemos hacer activamente para no caer en la desesperación. Cuando Kierkegaard habla de la desazón propia de la desesperación la define como una carcoma que lo único que logra es «hundirse más profundamente en una más profunda desesperación», un círculo vicioso, por tanto, en el que perdemos energía y del que no podemos salir si no recibimos una señal de esperanza desde el exterior. Poco a poco nos hundimos ante un presente que sentimos derruido.

Por eso, poco a poco, quien desespera acaba desesperanzado. Normalmente quien desespera trata afanosamente de alcanzar algo que no consigue y quien siente desesperanza ni siquiera lo intenta. Ahora bien, quien se pregunta por aquello por lo que hace falta desesperar, asume una situación de conciencia de la realidad que quiere defender. De forma muy próxima a lo que sostiene Judith Shklar, no hay que aspirar a futuras situaciones deseables, sino a impedir en el presente situaciones condenables. Para ello hay que saber por qué desesperar, que es otra manera de preguntarse qué hay que dejar de esperar y saber elegir qué batallas librar y cuándo. A veces, como hizo bien ver Samuel Beckett, Godot nunca llega. O eso nos parece porque lo que buscamos encontrar es justamente aquello que esperábamos sin tomar conciencia de aquello que precisamente por inesperado no vemos. Cegados ante el desastre, quedamos desconcertados. Nada es como esperábamos.

En el mundo antiguo, la mente o la memoria no estaba en la cabeza, sino en el pecho. Por eso decíamos «recordar», que significaría pasar otra vez por el corazón (la mente), o «acordar» que implicaría una sincronía o unión de pareceres o corazones. Lo peor de descorazonarse cuando todo sale mal no es que nos quedemos sin corazón o que nos sea arrebatado por la desilusión, sino que no tengamos cabeza, es decir, que olvidemos justamente aquello por lo que debemos desesperar.

Quien cae en la desesperanza no intenta cambiar las cosas por desilusión o hartazgo y quien desespera pero lo hace sin cabeza, es decir, descorazonado, olvida lo ya hecho. Puede que lo hecho no sea lo que uno esperaba, que fuera mejorable, que estemos decepcionados. En realidad, pocas veces en la vida tenemos la fortuna de alcanzar las cosas que queremos tal y como lo queremos, pero eso no significa que lo que hemos conseguido no valga nada. Y esto es por lo que merece la pena saber desesperar: no por miedo, no por incertidumbre o decepción, no porque muchos no piensen como nosotros, sino porque se recuerda lo que se ha hecho y, aunque no alcancemos Ítaca y nos hayamos encontrado de frente a Lestrigones y a Cíclopes, por recordar a Cavafis, no olvidemos los puertos a los que hemos llegado. Y con rabia los defendamos.

Aquí es donde aparece otro de los grandes beneficios del saber desesperar: nos enseña contra qué dirigir la rabia, pero no la del resentimiento, sino la de la lucha por defender aquello que se cree justo e igualitario sin permitir retrocesos.

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Comentarios
  1. «No se trata de desesperar ante los fracasos y ante los sueños no realizados, sino de no claudicar en la defensa de todo lo que se ha conseguido porque se cree en ello, porque se es consciente de que cualquier cambio importante requiere un camino aunque haya errores».
    Gracias Ana, más que nunca, como dice Yuval Noah Harari, necesitamos a los filósofos.
    Aunque a la gente superficial nos cueste reflexionar y entender las sabias lecciones que impartís. Somos precisamente la que más os necesitemos.

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