Opinión

Cuando Trump ganó las elecciones

«Cuando escucho que el “miedo a Vox” no es útil para movilizar a la izquierda, no logro más que temblar desolada, no consigo más que corroborar un funesto ‘déjà vu’ cuyos síntomas españoles me evocan un infierno recientemente atravesado», escribe Azahara Palomeque.

Donald Trump en un acto público en Washington. GAGE SKIDMORE (CC BY-SA 3.0)

Guardo un recuerdo nebuloso de la Era Trump pues, aunque tengo buena memoria, aquella época estuvo tan cargada de sobresaltos que apenas acierto a rememorar emociones, como la rabia o el miedo, compartidos entre la gente que entonces me rodeaba. Algunos expertos analistas insisten en señalar que el temor a la (ultra)derecha no funciona como estrategia electoral; sin menospreciar sus enseñanzas, quiero construir desde ese temor un relato tan futurible como retrospectivo, ya que procede de la vivencia directa en una ciudad increíblemente problemática, Philadelphia, aquélla que me alojó durante ese mandato, cuatro años que se iniciaron con un incremento en los delitos de odio y culminaron en el Asalto al Capitolio.

La ventana de mi estudio daba a una calle principal, atestada de personas que hacían cola para ejercer su derecho al sufragio: reían, se abrazaban, celebrando una victoria demócrata que no llegó a ocurrir pero ellos daban por segura. En varias ONG para inmigrantes donde yo trabajaba de voluntaria, dando clases a niños y también a refugiados adultos, vibraba la certeza de que un gobierno de Hillary Clinton engrosaría sus presupuestos y ayudaría a fomentar el bienestar de cientos de familias. Mis amigos más orientados al anarquismo aseguraron que no irían a votar porque ambas opciones representaban el establishment, a una élite política que apuntalaba un neoliberalismo fallido; otros, sin demasiada ilusión, se desplazaron a depositar la papeleta a favor de Clinton, convencidos de que podrían frenar lo peor. Los medios ondeaban encuestas encomiásticas hacia la primera presidenta mujer; en corrillos, circulaba la broma: ¿cómo llamaremos a Bill, “el primer caballero”? (ya que su rol sería el de primera dama). Hasta que cayó el telón, un fundido en negro nos nubló la vista, y despertamos en otro país, plagado de los mismos problemas estructurales que el anterior, pero con un componente de odio extra que no tardó en aflorar a la superficie.

En la primera mitad de la legislatura Trump abandonó el Acuerdo de París, potenciando un negacionismo climático que quedó legitimado a nivel mundial; aprobó una reforma fiscal que beneficiaba expresamente a las clases altas; y acentuó una crisis migratoria que acabó produciendo uno de los fenómenos más crueles jamás vistos, la separación entre niños y sus progenitores. En esas ONG donde yo donaba horas de docencia comenzaron a susurrarse historias traumáticas que aludían a redadas inhumanas, y la pérdida masiva de empleo, bien debido al despido o la imposibilidad de habitar un espacio público cada vez más hostil. En una ocasión, al decirles a dos niñas de siete años que viajaría a España para ver a mi madre, noté cómo estallaban en llanto mientras gritaban: ¡No vayas! ¡Luego no te dejarán entrar! ¡Te detendrán en la frontera!

En mi universidad, empezaron a registrarse episodios de odio contra minorías religiosas y raciales a los que la administración respondió con una liviana campaña consistente en colocar carteles con la palabra love, y aumentó la tensión entre un profesorado al que le costaba gestionar el desprecio a la diferencia en clase y cuya libertad de cátedra sentía amenazada. En el entorno de la familia de mi marido, de origen portugués, se respiraba aquello que el escritor Valter Hugo Mãe denominó “el fascismo de los hombres buenos”, esa inquina de andar por casa, a veces sutil, que rezumaba homofobia, machismo, y una discriminación sufrida por ellos cuando se instalaron en el país y que ahora volcaban, sin escrúpulos, hacia eslabones más débiles. Los más pequeños creían que Trump molaba, como si fuese un personaje más de sus dibujos animados. Yo me asfixiaba.

Ambiente de guerra civil

Pasaron los meses y el monstruo fue creciendo en lo institucional –el nombramiento de tres jueces del Tribunal Supremo, ésos que después fueron clave a la hora de derogar el aborto; o la incapacidad para administrar una pandemia tras haber desmantelado el departamento dedicado a este tipo de emergencias, el mismo que durante la última legislatura de Obama lidió con el ébola de manera exitosa– y, en paralelo, se reforzó asimismo en la calle. Subió la venta de armas, se recrudeció la crisis de los opiáceos, pero fue el brutal asesinato de George Floyd la mecha que alimentó el incendio no sólo del malestar social, tan justificado, sino también de la militarización de ciudades enteras, convertidas por tramos en campos de batalla, ahogadas en gases lacrimógenos, o bien en desiertos repentinos enmarcados de comercios tapiados, barricadas y un toque de queda que duró semanas y nos encerró en casa como no había logrado hacer ese virus al que el presidente tachó de “bulo”. La vida se volvió tan insoportable, tan peligroso poner un pie afuera, tan inaudita la locura en la Casa Blanca –ésa que desplegaba sus tentáculos y permeaba cada esquina, cada rostro cada vez más defensivo incluso con la gente cercana– que The New York Times avisaba de la posibilidad de una guerra civil y el cuerpo, ese receptáculo vulnerable de la política, inició su andadura de declive progresivo.

A mi alrededor, los problemas de salud mental se multiplicaban al tiempo que lo hacía la conflictividad y la violencia; yo me asfixiaba de manera ya regular: taquicardias, ataques de pánico, hasta que di con un psicólogo que supo reorientar toda esa angustia y, resultado de nuestras conversaciones, decidí regresar a España. No puedo afirmar que mi retorno, anhelado desde hacía años, se deba exclusivamente al trumpismo, pero sí que el clima de toxicidad y un odio que yo padecía igualmente como inmigrante no considerada blanca contribuyeron a que cogiese ese último avión, justo después de la matanza en un colegio de Uvalde, donde fallecieron 19 alumnos y 2 profesoras.

Por eso, cuando ahora escucho que el “miedo a Vox” no es útil para movilizar a la izquierda, no logro más que temblar desolada, no consigo más que corroborar un funesto déjà vu cuyos síntomas españoles me evocan un infierno recientemente atravesado, porque el tablero político actual no alberga ya distintas casillas según preferencia programática, sino, más bien, la defensa de la democracia de un lado, acompañada de cierto margen para la mejora social, y las ganas de arrasarlo todo de otro, junto al agravio que implica contar con el beneplácito de las víctimas. En nuestra mano está frenar al monstruo o elevarlo en un abrazo suicida.

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Comentarios
  1. El tardío reconocimiento de un canalla.
    VEINTE AÑOS DESPUÉS, JOHN KERRY ADMITE QUE LA INVASIÓN DE IRAK SE JUSTIFICÓ CON UN MONTAJE
    Las implicaciones de esta admisión son profundas, dado que el pretexto de la existencia de armas de destrucción masiva llevó a la muerte de alrededor de 10,000 civiles. La administración Bush alegó que el presidente iraquí, Saddam Hussein, poseía armas químicas y biológicas y tenía conexiones con los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Sin embargo, las pruebas presentadas resultaron ser falsas y no se encontraron armas ni se demostró ninguna conexión con Al Qaeda.
    Kerry, quien en aquel tiempo votó a favor de la invasión de Irak, a pesar de alegar que estaba en contra de la guerra, es ahora el enviado especial de Washington para el cambio climático.
    Durante la entrevista, expresó su deseo de no debatir más sobre la guerra en Irak. Pero su reconocimiento de la invasión basada en una mentira pone de manifiesto una realidad inquietante sobre el poder y la manipulación en las estructuras gubernamentales, cuyas decisiones tienen consecuencias devastadoras a nivel mundial.
    (Canarias Semanal)

  2. Hace cincuenta años tenía sentido temer a VOX o similares (UCD, PSOE, Alianza Popular, Izquierda Unida…). Hoy en día representa advertir a la gente de que en verano hará calor.

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