Opinión | Sociedad

Las mujeres como enemigo interior: el caso de Ethel Rosenberg

Julius y Ethel Rosenberg fueron ejecutados en EE.UU. en el contexto de una ola reaccionaria. Ella, además de comunista, contaba con otro agravante: el estigma de mala madre que se fabricó para ensombrecerla.

Fotografía policial de Ethel Rosenberg. GOBIERNO DE EE.UU. (DOMINIO PÚBLICO)

En El cuaderno dorado la escritora británica y premio Nobel de literatura Doris Lessing pone en boca de Anna, la protagonista de esta novela monumental, las siguientes palabras: «Los Rosenberg han sido electrocutados. Me he encontrado mal toda la noche. Esta mañana he despertado preguntándome: “¿Por qué reacciono así con los Rosenberg y solo me siento impotente y deprimida ante los falsos testimonios en los países comunistas?”». Anna estaba obsesionada con este asunto, como lo estaba Esther, la protagonista de la novela de Sylvia Plath La campana de cristal.

Ethel y Julius Rosenberg fueron ejecutados en Nueva York en el verano de 1953, un verano que Sylvia Plath recordó como especialmente raro y tórrido en su novela. El matrimonio fue acusado de haber filtrado secretos nucleares a la Unión Soviética, encontrado culpable y electrocutado cuando se cumplían tres años desde el inicio de la guerra de Corea. Julius murió con una sola descarga; Ethel recibió tres. La ergonomía de la silla no era la adecuada para la complexión física de una mujer y costó terminar con su vida.

En marzo de 1946 Winston Churchill había afirmado en un discurso pronunciado en Misuri, a donde viajó invitado por el presidente republicano Harry Truman, que una «cortina de acero» separaba al occidente europeo de la Unión Soviética y su creciente área de influencia. Para garantizar la defensa de los Estados Unidos frente al enemigo exterior, Truman emitió en 1947 la célebre Orden Ejecutiva 9835 con el propósito de proteger al país de la posible infiltración de personas «desleales». Desde entonces y hasta 1952 más de seis millones de individuos fueron investigados.

El marco ideológico que había hecho posible el New Deal –el plan de recuperación e inversión pública impulsado por Roosevelt tras la Segunda Guerra Mundial– se diluyó como un azucarillo en el agua al tiempo que las reivindicaciones de la intelectualidad de izquierdas en materia de justicia social o de derechos civiles pasaron a considerarse amenazantes. En este contexto reaccionario, no hacía falta ser un traidor para resultar señalado; bastaba con parecer un «blando». Bastaba con poseer rasgos identitarios o exhibir comportamientos poco confiables desde una perspectiva conservadora. Todo lo que no fuera inequívocamente patriarcal, irrevocablemente derechista y prístinamente blanco pasó a estar en el punto de mira.

Al fin y al cabo, como dijo el psiquiatra Robert Linder, autor de Rebelde sin causa (la novela en la que se basó la película protagonizada por James Dean), el comunismo no era sino «un refugio para la neurosis» por lo que había que andarse con cuidado, dado que el mundo posbélico estaba plagado de individuos neuróticos y descentrados, en suma, de enemigos potenciales del Estado. Y hablando de neurosis, las mujeres –según afirmaron el sociólogo Ferdinand Lundberg y la psiquiatra Marynia F. Farnham en un libro superventas– estaban sufriendo desórdenes psicológicos y psiquiátricos en proporciones extraordinarias. Modern Woman: The Lost Sex, se publicó en 1947 y contribuyó de una forma decisiva a reivindicar la existencia de una única manera de ser mujer: al servicio de la maternidad entendida como actividad fundamental y centro de la identidad femenina.

Un castigo ejemplar

Ethel Rosenberg, como ha contado Anne Sebba en su biografía (Ethel Rosenberg: An American Tragedy, 2019), no terminaba de adaptarse a ese ideal. Ethel se había hecho comunista por las mismas razones por las que lo fue Doris Lessing, para emanciparse de una madre poco afectuosa y contraria a que las mujeres tuvieran una educación y se pudieran independizar. Se había casado con un ingeniero y seguía, junto con él, vinculada al comunismo hasta el punto de que tanto su marido Julius como su hermano David Greenglass en efecto pasaron información –de mucho menos interés estratégico de la que se quiso hacer ver en su momento– a los soviéticos. Fue David quien acabó inculpando a su hermana al afirmar que estaba al corriente de las actividades que su marido y él desplegaban desde el laboratorio de Los Álamos. El director del FBI, J. Edgar Hoover, estuvo de acuerdo en acusar a Ethel como forma de presionar a Julius pero intentó, conforme el juicio avanzaba, evitar que fuera condenada a la pena capital, consciente de la severidad y de la posible impopularidad de ajusticiar a una joven madre de dos criaturas cuando además las pruebas en su contra presentaban una importante debilidad.

Sin embargo, el fiscal Roy Cohn quiso hacer del castigo de Ethel algo ejemplar y presentó el caso contra ella como el de los Estados Unidos contra la mujer que pudo haber evitado nada menos que la guerra de Corea. Las pruebas contra Ethel Rosenberg se construyeron desde el estigma de mala madre con el que fueron ensombreciéndola. Ethel llegó culpable a su juicio porque ¿qué clase de madre compromete el bienestar de sus hijos involucrándose en este tipo de actividades? Al fin y al cabo, podía no ser una espía, pero sin duda –ella mismo lo había confirmado– era una comunista. En fin, ¿qué clase de madre abraza una ideología disidente en un mundo desacomplejadamente reaccionario?

Y, sin embargo, Ethel era una madre dedicada y moderna, preocupada por el bienestar de sus hijos hasta el punto de consultar, antes de ser detenida, con un terapeuta sobre el mayor de los dos –un niño muy vivaz que requería bastante atención– y sobre las distintas aproximaciones y escuelas en materia de educación. Cuando sus hijos la visitaban en prisión Ethel preparaba juegos y actividades que alejaran de sus mentes cualquier atisbo de preocupación. El mismo día de su ejecución los despidió con una gran entereza sobre la que más tarde sus hijos recibieron por carta una explicación: «Quizá pensasteis que no sentía deseos de llorar cuando nos abrazamos y besamos para despedirnos. Queridos, hubiera sido muy fácil llorar, pero si no lo hice fue porque os quiero mucho más de lo que me quiero a mí misma, y porque yo sabía que necesitabais mi amor mucho más de lo que yo necesitaba el desahogo que me proporcionaría el llanto».

La desclasificación de los papeles de Venona en 1995 puso de manifiesto que Ethel, a diferencia de Julius, su hermano David y Ruth, la esposa de éste, no participó en la red de espionaje por más que tuviera conocimiento de su existencia. Un año más tarde David Greenglass admitió en una entrevista haber mentido acerca de su hermana para poder así obtener una reducción de condena a cambio de información sobre la red y evitar que se investigara a su mujer. Julius, por su parte, se negó a dar nombres, lo que podría haber exonerado a Ethel. La lealtad al partido y la confianza ingenua en que su esposa se libraría de la pena capital le inclinaron a una actitud en la que optó por perseverar. En este sentido, Ethel Rosenberg no solo sufrió las consecuencias de la ola reaccionaria en su país, sino las del asfixiante sentido de la lealtad que los comunistas, perseguidos como estaban, se sintieron impelidos a mantener.

Mirando con perspectiva la historia de Ethel Rosenberg se entiende perfectamente que Doris Lessing y Sylvia Plath –como tantísimas otras intelectuales y mujeres raras– sintieran un miedo imponente a engrosar las filas del enemigo interior en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. No creo que la resonancia de ese miedo en nuestros días requiera demasiada explicación, pero por si me equivocara permitidme una advertencia: si no hacemos nada por evitarlo pronto nosotras también seremos el enemigo interior.

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Comentarios
  1. …La lucha contra el comunismo en los Estados Unidos, durante la post Segunda Guerra Mundial, sirvió para abrir un extenso sendero de persecuciones contra civiles norteamericanos que hicieron historia en ese país. Hechos tales como, por ejemplo, haber participado como voluntario en las Brigadas Internacionales durante la Guerra civil española, eran más que suficientes para figurar en las listas negras de un FBI, que fue convertido en siniestro instrumento en manos de un corrupto Edgar Hoover, que lo manejaba a su arbitrio, sin que nada ni nadie lograra someterlo a ningún tipo de control público.
    La campaña anticomunista montada por una buena parte del establishment político estadounidense era de tal magnitud que el clima que los medios de comunicación habian logrado crear en la opinión pública estadounidense hacía extraordinariamente difícil organizar la defensa de un matrimonio que, además, reunía dos requisitos claramente «perseguibles» para la mentalidad de una buena parte de la sociedad americana: eran judíos y comunistas.
    Eran aquellos los tiempos en los que Hollywood producía películas con títulos tan escandalosos como «Me casé con un comunista» o «La fuga del terror rojo». El objetivo final de aquella miserable campaña política no era otro que el de la fabricación de la imagen de un peligroso «enemigo» que permitiera a la Administración estadounidense justificar la inversión de cifras multimillonarias en armamento para así beneficiar a la gran industria bélica de ese pais. En aquellas campañas participaron no solamente el conocido senador Joe McCarty y otros personajes de su catadura a traves del «Comité de actividades antinorteamericanas». Lo hicieron, igualmente, otros políticos estadounidenses que décadas después llegarían a ocupar la presidencia de los Estados Unidos. En la «caza de brujas» participaron no sin entusiasmo, personajes políticos tan «respetables» y conocidos como Richard Nixon, John Fitzgerald Kennedy o Ronald Reagan. Este último llegó a testimoniar ante una Comisión del Congreso, acusando como «comunistas» a otros actores, compañeros suyos de profesión.

    Ethel Rosenberg realizó una solicitud de clemencia al presidente de los Estados Unidos, Eisenhower. En la carta que Ethel envió al primer mandatario norteamericano realizó un riguroso análisis de todo el curso del proceso y, también, señaló la endeblez de las pruebas presentadas en contra de ella y su esposo:
    “Solicitamos las conmutaciones de unas sentencias que producirían la indecible tragedia de la destrucción de nuestra pequeña familia».
    …»así como habrían de sentar un precedente para el abandono, en Norteamérica, de la apreciación civilizada del valor de la vida humana…”.
    En la última carta que escribió, Ethel pidió a su abogado que cuidara de sus hijos afirmando:
    “No me siento sola. Muero con honor y dignidad, sabiendo que mi esposo y yo seremos reivindicados por la historia”.
    https://canarias-semanal.org/art/30855/como-el-establishment-de-eeuu-utilizo-como-chivo-expiatorio-al-matrimonio-rosenberg-sacrificandolo-en-la-silla-electrica

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