Política

Berlusconi: muerte de un pionero

"Berlusconi creía, ante todo, en la televisión. En la videopolítica, que inauguró utilizando sus canales de televisión para propagar un discurso demagógico", escribe Pablo Batalla

Silvio Berlusconi en una foto de archivo. PAZ.CA / Licencia CC BY 2.0

La muerte de Silvio Berlusconi es la del gran pionero de la política contemporánea; la del artífice de su criatura más característica: el partido-empresa ligero, flexible, personalista, televisivo, atento a los sondeos para surfear sus olas, para determinar su marketing, para deslumbrar a la sociedad con relatos y fichajes. El sistema de partidos italiano de la posguerra había colapsado, tras evidenciarse la profunda putrefacción que la Democracia Cristiana y el Partido Socialista compartían, y el beneficiario de esa caída no fue el poderoso Partido Comunista Italiano, que salía limpio del escándalo Tangentopoli. Los italianos querían cambio y, del régimen de la Primera República, arrojaron al cubo de basura de la historia tanto su anverso como su reverso, tal como, en España, el final del franquismo había significado también el del heroico PCE. El ganador de la hora fue el hombre más rico de Italia; el dueño del emporio Fininvest. Berlusconi.

Berlusconi fundó un partido. Pero un partido distinto de los caídos: aquellas Iglesias laicas capaces de organizar la vida completa del militante, sociedades completas cuyas sedes eran algo más que sedes, antes bien capillas o templos de una ideología definida aparejada a un sentido de la tradición, que desplegaban una red de instituciones en la que cabían desde bares hasta guarderías del Partido. El magnate milanés bautizó al suyo Forza Italia; un nombre —dice Alexander Stille— «jovial y apolítico», que «levantaba el ánimo sin marcar una orientación política precisa que pudiera atraer a unos y enajenar a otros» y además tomaba del deporte rey su «aureola populista que trascendía los límites de clase». Un significante vacío, que cada cual pudiera llenar con sus propias emociones. «Forza Italia», como «Make America great again», podía significar cualquier cosa.

Creía Berlusconi en la spettacolarizzazione («espectacularización») de la política; en la mucha mayor importancia de la imagen y el relato con respecto a los programas políticos, y la posibilidad de un marketing audaz capaz de presentarlo al mismo tiempo como un hombre común y uno excepcional. El homo novus providencial que, ajeno a los enredos políticos que habían podrido el sistema político, podía sacar a Italia del marasmo; y a la vez, un dechado de llaneza y campechanía, ducho en hablar el lenguaje del pueblo. Y el self made man que había hecho milagros consigo mismo y estaba capacitado para hacerlos con el país.

Creía, ante todo, en la televisión. En la videopolítica, que inauguró utilizando sus canales de televisión para propagar un discurso demagógico, que atacaba a los politicanti e incidía en la retórica viejo/nuevo. Y cuando fundó su partido, lo hizo con criterios puramente empresariales: de la selección de los 276 candidatos que Forza Italia presentó a las elecciones en 1994 se encargó la agencia de publicidad Publitalia. FI se convirtió —escribe Emanuela Poli— en «el primer experimento europeo, logrado, de un gran partido político creado por una empresa comercial privada, casi como si se tratara de una mera diversificación de Fininvest en el mercado político». Lo fundaba una empresa y lo gestionaban hombres de esa misma empresa según criterios organizativos y de gestión típicos de la dirección administrativa; y era un partido tan jerárquico como suelen serlo las empresas. Su estructura era ágil y ligera, desprovista de órganos de control democrático; todo giraba en torno a la figura del líder.

En la campaña de 1994, Berlusconi se hizo omnipresente: concedía entrevistas a todas las televisiones y radios, su rostro llenaba pancartas por doquier y era el único que aparecía en los carteles de Forza Italia; y los spots publicitarios del partido presentaban a ciudadanos corrientes que regresaban a la política o llegaban a ella movidos por el entusiasmo que despertado por il Cavaliere. La estrategia —escribirá Umberto Eco— era típicamente mercadotécnica y consistía en «la propuesta reiterada del mismo símbolo y de unos pocos eslóganes que se memorizan con facilidad» y también «una inteligente elección de colores, de signo claramente vencedor»: los del entonces deslumbrante Windows.

Berlusconi tampoco proponía a los italianos un ideario complejo y ramificado, sino un puñado de palabras fetiche entretejidas de connotaciones positivas, pero significado difuso. Un habilidoso y escueto eslogan las acabaría reuniendo a todas de algún modo: nuevo milagro italiano. A Berlusconi podía describírselo tal y como Enrique del Teso caracterizaba al español Albert Rivera en 2019: «[Su] brújula moral […] es inexistente. Adopta la forma del hueco que las encuestas le digan que está disponible y da bandazos sin recato». Encargaba sondeo tras sondeo, y de ellos extraía la gasolina de su éxito, que fue duradero en un país de gobiernos típicamente cortos. Andrea Donofrio escribe que supo inducir en los italianos «una especie de hipnosis colectiva, un hechizo televisivo» que creaba «una realidad falsificada en la que muchos italianos se sentían más cómodos respecto a la dura cotidianidad». Berlusconi entretenía más que gobernar y su máxima era: «Si no sale en televisión, no existe». En las suyas, todo era dispuesto en su favor: los presentadores de los programas, los actores de las series, los tertulianos, lo apoyaban y lo enaltecían.

Berlusconi marcó una era y luego tuvo su decadencia. Hoy muere el hombre. Pero no ha dejado de vivir ni de colear la idea, a derecha y a izquierda, en la versión ruda, grotesca, de un Trump o la más sofisticada de un Macron. Primero el candidato, luego el partido; la traslación a la política de la teoría neoliberal de la economía del goteo: derrámese el carisma del candidato desde lo alto, y que vaya rezumando pirámide de copas abajo. Y un partido que sea simplemente la evanescente nube de un marketing ocurrente, que escoja los colores más coquetos del pantone, que elija las palabras más eufónicas del diccionario, que a nada se comprometa, que en la embriaguez de su encanto apague nuestras alarmas ante la tecnocracia, el paternalismo, la verticalidad, la falta de más control que una soberanía de consumidor, que votando o no votando premie o castigue el producto que se nos lance y del que no nos interese —tomamos este apunte de Xan López— cómo se ha fabricado, ni quién lo ha hecho.

Esto no va por nadie, y va por todos. Por los torpes y los habilidosos. Dice Zizek que en las películas malas se ve el Zeitgeist de cada era mejor que en las buenas, y el Recupera Madrid de Luis Cueto, con sus invocaciones atolondradas al reemplazo de los políticos por profesionales, es la película mala en la que vemos el nuestro. Berlusconi, el berlusconismo, como la Revolución francesa según De Maistre, no ha sido un acontecimiento: es una época.

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Comentarios
  1. Pionero ¿de qué? ¿del neoliberalismo, de la desideologizacion, del embrutecimiento de la mente humana, de la pérdida de sensibilidad?.
    Los italianos, como es común hoy día, escogieron el camino más deslumbrante y fácil; pero no el acertado, ni para ellos ni para el resto de la humanidad, dejaron los valores a un lado y se inclinaron por los «valores» del dios dinero, se inclinaron por satisfacer su propia codicia.
    Por tomar un camino basado en el egoísmo, por nuestra inmadura cabeza, está el mundo como está.
    **************************
    Por nombrar a un líder que valga la pena nombrar, sabio y conciliador, especie escasa y extinguida hoy día, cito estas palabras de Mihael Gorbachov que en su día dijo:
    «ningún líder por inteligente y capaz que sea soluciona ningún problema, son las sociedades las que maduran, reflexionan, militan civilmente, actúan y deciden, y hacen posible que los problemas tengan solución».

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