Cultura

A la redención por el amor

‘El maestro jardinero’ es la última película de Paul Schrader, una historia (como todas las suyas) sobre la búsqueda de la redención. Y también él la busca: no quiere ser recordado como un fascista.

Quintessa Swindell y Joel Edgerton en una escena de 'El maestro jardinero'. CARAMEL FILMS

Paul Schrader tiene una fijación con los hombres torturados. Son tipos que pretenden hacer las paces con su pasado mediante un estallido de violencia salvaje. Las mujeres le interesan menos. Estas a menudo simbolizan la inocencia, y el héroe atormentado (Robert De Niro en Taxi Driver o George C. Scott en Hardcore) se lanzará a su rescate dejando a su paso un rastro de pólvora y sangre. Su última película, El maestro jardinero, responde a ese patrón, pero introduce algunos elementos que lo reconcilian con el mundo contemporáneo y podría decirse que hasta con la vida.

Hay quien acusa a Schrader de ser un fascista que glorifica la violencia y quien cree, por el contrario, que sus retratos masculinos encarnan, a la perfección y de forma crítica, los demonios interiores de su país. En efecto, esa inclinación por resolver los problemas (mundiales o personales) apretando el gatillo es muy americana. Es su descargo habrá que señalar que, en este sentido, la película más atroz asociada a su nombre, Roller Thunder (1977), no la dirigió él y siempre renegó de ella. Cambiaron su guion y, efectivamente, la convirtieron en una demencial historia de venganza patriótica. Quentin Tarantino se declara un rendido admirador de la cinta y la eligió para exhibirla, presentarla y reivindicarla públicamente en el último festival de Cannes. «Es una película fascista, pero es la mejor película fascista de la historia», aseguró sin complejos. Los viejos fantasmas siguen persiguiendo al pobre Schrader.

Y cuando dirige, sus colegas tampoco son precisamente amables con él. «Es un guionista brillante, pero no es el mejor director para rodar sus propios guiones. Cuando se los confía a Martin Scorsese o a mí, sus historias despegan. Cuando él mismo las dirige, se vuelven pesadas, intelectuales, les falta vida, porque les falta perspectiva. Lo que más me gusta de sus películas, ante todo, son las ideas que desarrolla en ellas, pero no la forma en que lo hace». Esto lo decía, exhibiendo un exagerado concepto de sí mismo, Brian De Palma, para quien Schrader escribió Fascinación (1976), un remedo de Vértigo que está lejos, pero muy lejos de estar entre lo mejor de su filmografía. Quizás De Palma sea un poco duro pero tiene razón, sobre todo en lo de que es un guionista brillante. Y en El maestro jardinero lo demuestra. Hay momentos que recuerdan al gran escritor que fue, al autor de Toro salvaje, por ejemplo. Algo de todo eso aún permanece.

Es cierto que Schrader llevaba un tiempo extraviado. Redondeando, unos veinte años. Parecía perdido para la causa, pero, para sorpresa de mucha gente, ha resucitado. Sus últimas tres películas (El reverendo, El contador de cartas y El maestro jardinero) son muy buenas, y esto sí que nadie se lo esperaba. Y menos aún que lo hiciera sin perder su estilo, pero sí liberándose de un nihilismo desolado que dificultaba la comprensión de sus historias y la simpatía hacia sus personajes. Siguen siendo narraciones tremendamente turbias, pero hay algo de acto de contrición en ellas, de deseo por explicarse mejor. Y en el último acto, en el que suele colocar sus sangrías, hay algo diferente. Ciertamente muy trágico, pero esperanzador.

Aquí convendría hablar del concepto griego de catarsis, ese final dramático, de intensidad extrema, que sirve para purgar las emociones y retomar la vida desde cero, purificados. Sam Peckinpah, gran gurú de la ultraviolencia en el cine, acabó renegando públicamente de la catarsis en una entrevista para la BBC en 1976. Confesaba que se había equivocado, que sus explosiones de sangre y fuego no habían conseguido su propósito: mostrar al público el horror supremo de la muerte violenta. De hecho, provocaban el efecto contrario: esos chorretones de sangre volando a cámara lenta fascinaban a la audiencia. «Me equivoqué. Y me afecta en lo más profundo –confesaba Peckinpah–. Destruye todo lo que estaba tratando de hacer. La catarsis sólo funciona en ciertos casos. Depende del espectador, de la situación y del artista. Y reconozco que mi fracaso es total. No volveré a hacerlo».

Un nuevo Schrader, tan intenso como siempre

Puede que Schrader esté hoy viviendo un proceso de reprogramación similar. Cree, o eso sospechamos, que nunca se le ha entendido. También puede ser que no se explicara bien; el arte perturbador siempre corre ese riesgo. El caso es que, por boca de sus personajes, trata de darle la vuelta a su fama. De este modo, si en Rolling Thunder el protagonista es un veterano de guerra que ha sido prisionero en Vietnam y allí ha sido sometido a terribles torturas, en El contador de cartas Oscar Isaac interpreta a un torturador del ejército estadounidense en Abu Ghraib. Y el peso de la culpa lo ahoga. «Nada en el mundo puede justificar lo que hicimos. Nada», dice. Y así, de repente, Schrader empieza a perder su aura fascista y a definirse políticamente de otra manera.

Antes, en El reverendo, abrazaba otra causa de la llamada izquierda woke: la conservación medioambiental y la lucha contra el cambio climático. Lo hacía, claro, a su manera, trágicamente, desaforadamente. «¿Podrá Dios perdonarnos por lo que le estamos haciendo a su creación?», se pregunta el clérigo interpretado (de forma genial) por Ethan Hawke.

Y para terminar tenemos El maestro jardinero, la historia de un hombre (Joel Edgerton, enorme también) que se ha refugiado entre las flores para construirse un nuevo yo, alejado del supremacismo blanco en el que militó y que quisiera olvidar. La verdad es que es difícil acumular tantos temas en contra de las políticas de Trump. A ver si así le dejan tranquilo de una vez.

Schrader, educado en los rigores del calvinismo, expone en sus películas los peores pecados de América. Y, claro, según su religión, el perdón no es posible. Ahí está el origen de sus desgarros. Jorge Dioni López explicaba recientemente la diferencia entre estas dos formas de vivir el cristianismo (la protestante y la católica) a partir de su traslación al teatro: «En Los bandidos, de Schiller, el hijo que mete la pata es castigado al final, no puede redimirse. Ese es un mundo protestante. En cambio Don Juan Tenorio, con todas las barbaridades que ha hecho, al final obtiene el perdón».

En sus tres últimas películas, los personajes de Schrader tratan de redimirse salvando a alguien. Los tres escriben un diario en el que consignan sus reflexiones en torno al pecado (algo que también hacía Travis Bickle en Taxi Driver); se trata de un sustitutivo individual, algo privado entre Dios y el pecador, ya que en el protestantismo no existe el sacramento de la confesión. Y los tres, finalmente, si no obtienen la redención al menos logran un poco de paz gracias al amor. Son ellos los rescatados, los salvados, y la catarsis final o no estalla o suena con otra música.

Travis Bickle terminaba solo y cubierto de sangre. Mishima, terminaba solo, cubierto de sangre y sin cabeza. Jake LaMotta, después de cubrirse de sangre en el ring (en uno de los estudios psicológicos sobre la masculinidad tóxica más escalofriantes que se han hecho nunca), también terminaba solo. Los últimos héroes de Schrader no terminan solos. Hay una mujer que los saca de las tinieblas. Y ante ellas (¿ante la católica Virgen María?) se arrodillan. ¡Aleluya!

Quizás Schrader haya encontrado, por fin, el perdón.


‘El maestro jardinero’ se estrena en cines el viernes 9 de junio.

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