Opinión

Comprar en el pueblo: una actividad en vías de extinción

"¿Qué pasará cuando Dani se jubile? El pueblo se quedará sin lo más cercano que tiene a un supermercado, ese camión que llega los viernes con frutas, verduras, legumbres, latas, algunos productos de limpieza", cuenta José Ovejero.

Muchas tiendas se ven obligadas al cierre en pueblos pequeños. ÁLVARO MINGUITO

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Son las dos de la tarde y acabo de regresar de hacer la compra. Hoy éramos más personas de lo habitual desde que empezó el invierno. Al principio estábamos tres, luego llegaron otras dos. El camión, como siempre, había subido la carretera llena de curvas que lleva al pueblo, y que muere en él, tocando el claxon para avisar a los vecinos de su llegada. Yo ya lo sabía porque Dani, el dueño del camión, me había enviado un WhatsApp.

Sabe que vivimos al final y que no siempre le oímos pitar, así que suele avisarnos de esa manera, aunque a veces no puede por falta de cobertura durante el trayecto. En realidad, solo nos cuesta oírle cuando los árboles tienen hojas que amortiguan el sonido, pero ahora, que la primavera está apenas empezando, oímos sin problemas su claxon retumbando entre los cerros. Los jueves somos nosotros quienes le enviamos un WhatsApp si necesitamos algo que no viene en el surtido habitual: avellanas, huevos caseros, quizá una marca de cerveza que no suele traer.

Hoy, mientras nos atendían, comentábamos qué pasará cuando Dani se jubile. La respuesta es sencilla: el pueblo se quedará sin lo más cercano que tiene a un supermercado, ese camión que llega los viernes con frutas, verduras, legumbres, latas, algunos productos de limpieza. Estos son ahora más necesarios porque un camión-droguería que venía cada dos semanas dejó de hacerlo hace unos meses. Iba a tratarse de una interrupción temporal, pero sospecho que no será así. Solo de mayo a octubre hay suficiente gente en el pueblo como para compensar el gasto y el tiempo de los desplazamientos.

Pero con eso y todo no podemos quejarnos. Los miércoles viene el camión de los congelados, los jueves el de los quesos y embutidos. Cada dos días, el panadero, que en los meses más concurridos –en el pueblo puede llegar a haber entonces sesenta personas– sube hasta aquí a diario. Lo del panadero parece más un acto de generosidad que un negocio. Muchas veces sube y baja los tres kilómetros de curvas que nos separan de la nacional para vender cuatro euros de pan. No es raro que, en invierno –y el invierno aquí es largo– solo dos personas coincidamos en la plaza a esperar su llegada. Todos estos vendedores siguieron viniendo durante la pandemia, y casi todos lo hacen aunque haya hielo o nieve en la carretera.

«Lo del panadero es más un acto de generosidad que un negocio: tres kilómetros de curvas para vender cuatro euros de pan»

Así que, incluso en este pueblo que parece condenado a desaparecer, tenemos un supermercado, aunque sui generis: sus secciones no están organizadas espacial, sino temporalmente. Todas coinciden en la plaza en distintos momentos. Me preocupa que esas secciones vayan cerrando progresivamente –aparte de por comodidad personal– porque aquí hay gente que no tiene coche, gente mayor, también entre la que solo pasa en el pueblo unos meses del año, muchos de ellos antiguos habitantes del lugar que se han ido a la ciudad donde viven sus hijos e hijas.

Un agravante es que también están cerrando las tiendas físicas en los pueblos más grandes de los alrededores. No hay suficiente clientela como para que les merezca la pena estar abiertos todo el año.

Hace poco, el panadero nos explicaba una razón de los cierres a mí y a otra de sus clientas habituales, los únicos que habíamos salido a esperarlo: las tiendas no son rentables, entre otras cosas porque muchos de los potenciales compradores se traen lo que necesitan de ciudades cercanas. Los turistas y los habitantes estacionales llegan abastecidos como si fuesen a resistir un asedio y solo adquieren en el lugar aquello que se les ha olvidado traer. No compensa tener abierto y surtido un pequeño súper para que luego buena parte de los clientes solo te compren un litro de leche o un sobre de jamón de York.

Faltan aún quince años para que se jubile Dani, menos para que lo haga Carlos, el panadero. Dudo que sus hijos opten por continuar el negocio de sus padres, cada vez menos lucrativo, porque no hay un reemplazo generacional. Si nada fundamental cambia, serán muchas las localidades que se seguirán vaciando en los próximos años. Mientras tanto, eso tan simple de comprar una barra de pan sin coger el coche se habrá convertido en una tarea imposible.

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