Cultura

Azahara Palomeque: “La vulnerabilidad debe considerarse un elemento político, no esconder la angustia”

Azahara Palomeque publica 'Vivir peor que nuestros padres', un ensayo sobre la fractura generacional entre los 'boomers' y los 'millenials' a raíz de la crisis de 2008 y de la crisis climática.

La escritora Azahara Palomeque en una foto cedida.

Hace un año, Azahara Palomeque publicaba un hilo en Twitter en el que anunciaba su vuelta a España tras 13 años viviendo en Estados Unidos. La escritora, periodista y doctora en Estudios Culturales por la Universidad de Princeton acaba de publicar Vivir peor que nuestros padres, un libro sobre «la fractura generacional» que, en palabras de la autora, «no busca enfrentar a padres con hijos, sino contemplar los males estructurales del sistema». Un ensayo breve, editado por la colección nuevos cuadernos de Anagrama, en el que analiza el impacto del colapso del sistema neoliberal y de la crisis climática en la población menor de cuarenta años para lanzar puentes de comprensión con las generaciones mayores.

El libro parte de un artículo que publicó en 2022 en La Marea con el mismo título. ¿Qué le impulsó a escribirlo entonces? 

Llevaba tiempo pensando en la idea de que la generación millennial vivimos peor que nuestros padres y madres desde la gran crisis de 2008. Pero como también escribía tanta información medioambiental para Climática, me preguntaba cómo era posible esa visión nostálgica de la vida de nuestros mayores que tienen autoras como Ana Iris Simón. De ese boom económico, del que ciertamente le llegaron las migajas a la clase media-baja, viene esta catástrofe medioambiental. Por tanto, no se puede aspirar a un retorno a un pasado que, además, es incompatible con el panorama climático. La reclamación de vivir mejor ha de ser sostenible, redistributiva y adaptada a las nuevas circunstancias. Aquel artículo de La Marea fue muy leído y pensé que había tocado un tema que preocupa. 

¿En qué momento conecta esos dos malestares: las causas de la precariedad y la crisis climática?

En general, vivir en Estados Unidos me ha abierto los ojos de una manera brutal. Sobre todo, en hasta qué punto se puede expandir la vulnerabilidad social hasta engullir a las clases medias que fueron arruinadas a partir de 2008 y que están desapareciendo porque no hay ningún tipo de protección por parte del Estado. Recibir las facturas médicas, ver la cantidad de personas sin hogar en las calles, cruzarme todos los días con adictos a los opiáceos en el metro de Filadelfia me permitió ser consciente de todo ello. Y al mismo tiempo comprobar que es el país con mayor huella ecológica histórica y el segundo más contaminante a nivel mundial. La huella del norteamericano medio es tres veces la de un español y, sin embargo, el primero vive muchísimo peor. Entonces está claro que ser la potencia mundial a nivel económico no tiene nada que ver con el bienestar. 

«Ser la potencia mundial a nivel económico no tiene nada que ver con el bienestar»

¿Cómo ha sido su experiencia en Estados Unidos como migrante, siendo mujer, trabajando en la universidad, siendo de izquierdas…?

Me fui de España con la crisis económica porque no había oportunidades, pero hay quien me ha dicho que no fui migrante porque estudié, becada, en una universidad de élite como Princeton. Hay migraciones de muchos tipos y la mía es una de ellas. En cualquier caso, no encajaba. Vengo de una familia humilde monoparental. Crecí con mi madre en Badajoz, y de repente llego a Princeton y no controlaba los códigos. Cuando después empecé a trabajar en una facultad de trabajo social y políticas sociales donde no había gente que hablase español me convertí en la única profesora extranjera y se me leía como turca, iraní o libanesa. Con lo cual el racismo era mayor.

En Estados Unidos era un elemento extraño que no quería asumir su propia vulnerabilidad y la discriminación que sufría, también en el sueldo y en las formas que había de relacionarse conmigo. Era una sensación de no encajar en casi ningún sitio. 

Una situación que le provocó una depresión. ¿Cómo se se explicaba a sí misma su problema de salud mental cuando saber las causas no bastaba para solucionarlo?

Me daba cuenta perfectamente de lo que estaba ocurriendo, pero en un primer momento no busqué ayuda porque no confiaba en el sistema sanitario norteamericano. Con el inicio de la pandemia, un amigo me recomendó a su psicólogo que estaba en Madrid y que empezó a hacer terapia por Internet. Me salvó porque me di cuenta de muchas cosas que me estaban ocurriendo y porque fue quien me impulsó a irme de Estados Unidos. Me dijo que no podía seguir así porque me iba a morir de pena. 

«Lo económico no puede desvincularse de lo climático»

El libro comienza con una conversación que mantiene con su grupo de amigos de toda la vida. Hombres y mujeres con diferentes trayectorias vitales y profesionales, pero con algo en común: un sentimiento de desencanto y hasta cierto derrotismo por la falta de oportunidades que han vivido en su etapa adulta.

Sí, me ha sorprendido mucho el desencanto político con la izquierda. Cómo ha terminado el ciclo que comenzó el 15-M de protestas, asociacionismo y reivindicación de lo que nos habían arrebatado. Una vez que eso se institucionalizó y que se vio que Podemos no podía dar tanto en la política institucional como se esperaba, se asentó ese desencanto.

También me he encontrado mucha preocupación por el cambio climático, amigos que no van a tener hijos porque no quieren que se encuentren con un panorama tan difícil. De hecho, es una de las razones por las que yo tampoco me planteo la maternidad. Así que me chocó ver todo esto porque yo venía a cumplir un sueño, recuperar un país en mejores condiciones que en las que lo dejé y me he encontrado un desánimo que lo inunda todo. 

Una de las escenas más sensibles que retrata es la imposibilidad que encuentra para dialogar con la generación de quienes ahora tienen más de 60 años, los boomers. Para ellos, efectivamente, la democracia sí que trajo una mejora sustancial de sus vidas, en términos económicos y en posibilidades de educación para sus hijos e hijas. Usted escribe: “Entre las distintas generaciones vivas no es que se haya producido la sempiterna trifulca parricida, es que habitamos universos completamente disímiles (…) galaxias paralelas que jamás se tocan”. ¿Cree que es posible reconstruir un espacio compartido de significados y valores desde el que pueda volver a dialogar y debatir? 

Sí. En el libro hablo de incomprensión porque el mundo ha dado un vuelco de 180 grados entre una generación y otra. Por eso esto no va de matar al padre, sino que las circunstancias históricas han cambiado. El paradigma que se creó tras la Segunda Guerra Mundial de creación del Estado del bienestar, de asegurar una seguridad, una estabilidad laboral y, sobre todo, una visión de futuro, ese modelo está totalmente agotado. 

El neoliberalismo ha ampliado la desigualdad hasta lo insostenible y la incertidumbre climática podría desembocar en la extinción de la especie humana a corto o medio plazo. ¿Cómo logramos que dialoguen quienes han vivido en horizontes tan distintos? Uno de los objetivos del libro es decir “por favor, escúchame, no somos unos flojos, no nos quejamos de vicio, entended que se nos ha roto la línea del tiempo”. Es decir, no podemos tener proyectos a largo plazo. 

En la Feria del Libro de Madrid pasaron cosas bonitas como un empresario que compró ejemplares para dos de sus trabajadores para que no se desanimen o una madre que se lo llevó porque quería entender el mundo que le esperaba a su bebé.

Dedica un capítulo a analizar el discurso de la escritora Ana Iris Simón, con quien comparte el diagnóstico de que vivimos peor que nuestros padres. Sin embargo, aunque como escribe, se pudiera volver a los años de “los pelotazos inmobiliarios, las expos, los cochazos”, volveríamos al momento actual, incluyendo la crisis climática. ¿Por qué quiso rebatir a la autora de Feria

Porque lo económico no puede desvincularse de lo climático. El gran fallo de la modernidad es considerar que la economía funciona de manera independiente de los recursos naturales, del daño que causa a los ecosistemas, de la crisis de la biodiversidad. Y en su libro no hay ninguna consideración sobre este asunto. También porque la visión nostálgica no favorece ningún tipo de proyecto de futuro. Y lo que deberíamos hacer a nivel social es activar una imaginación política que se haga cargo de las nuevas circunstancias, que abra caminos distintos y mejores. 

También es cierto que muchos padres y madres no vivieron mejor que nosotros. Sin embargo, creo que podrían encontrar muchas claves en su libro para entender el descontento actual. ¿Qué críticas le han llegado de su hipótesis? 

Hay personas que me han dicho que hay que enfocarse en la lucha de clase, pensar en términos marxistas y derrotar a los más poderosos en lugar de enfrentar a las distintas generaciones. Respeto el argumento y, además, comparto parte del discurso marxista. Pero no creo que el discurso marxista sea universalizable, que se pueda aplicar a cualquier momento histórico y lugar. Dipesh Chackrabarty, un teórico poscolonial, defiende precisamente que hay que provincializar los discursos. Un proletario o un pobre de Estados Unidos tiene una huella climática enorme porque se ha generalizado el uso del vehículo privado, porque la estructura de las ciudades lo obligan a conducir, porque la comida que come se cultiva en un país, se empaqueta en otro y ha viajado 7.000 kilómetros antes de llegar a su mesa. Eso no existía en el siglo XIX. 

Otro de los aspectos que recoge es la virulencia con la que se ha criticado a los jóvenes que protestan por la falta de medidas contra la crisis climática en los museos. Se les presenta como radicales profanadores de los templos del siglo XXI cuando ni siquiera estropean las obras. ¿Por qué genera tanto rechazo su actuación?

Se está produciendo una criminalización de la protesta climática. En América Latina matan a los activistas y en el mundo occidental les están condenando a penas de cárcel. En España, tenemos compañeros ecologistas pendientes de juicio por protestas pacíficas. En el caso de los museos, arrojar una lata de pintura o pegarse con pegamento al cristal que protege las obras es un cuestionamiento de la civilización que nos ha llevado a la ruina. También tiene que ver con que el arte se considera eterno: un cuadro se revaloriza según pasa el tiempo. Hay una cosa en el arte con la sacralidad del tiempo y si le arrojas una lata de comida lo que estás es rompiendo la línea temporal de la eternidad señalando a la crisis alimentaria que vivimos. Son performance muy bien elegidas y por eso están teniendo tanta repercusión mediática.

Y frente al paradigma falaz e irreal de intentar volver al modelo de las generaciones anteriores, usted propone una ética de la responsabilidad. ¿Cuáles serían para usted los puntos de partida para construir un nuevo sistema? 

Creo que la vulnerabilidad debe considerarse como un elemento político, no esconder la angustia, asumir las consecuencias de la crisis climática, de la política y de la económica. Y a partir de ahí empezar a construir nuevos imaginarios. En el libro no hay un programa político porque no me corresponde a mí diseñarlo. Pero sí creo que hay que crear nuevos lenguajes para la protesta pacífica, para la desobediencia civil y para la reflexión y el diálogo en general. Una vez que he eliminado el tabú de la fractura generacional y entendido un poco en qué circunstancia histórica nos encontramos, es más fácil articular un proyecto político. Pero, bueno, yo no me voy a meter en la política institucional. 

¿Cómo analiza los resultados electorales del 28 de mayo?

Con mucha pena, pero no me ha sorprendido. Hay una ola de posverdad que ha permeado el panorama político español. La ola de extrema derecha es internacional, no solo afecta a España. Y la conflictividad entre las izquierdas no ha ayudado a que se confíe en ellas. Hace falta mejor comunicación, un enfrentamiento más discreto –porque el disenso está bien y es parte de la política– y articular un proyecto que afronte cambios estructurales, no parches para la miseria económica de tanta gente. 

Dedica el libro a su madre y al filósofo Jorge Riechmann. ¿Qué significa para usted la obra de este pensador? 

Riechmann lleva décadas trabajando sobre estos problemas con una obra inabarcable. Es un boomer que está aportando soluciones a las crisis climática y económica. Así que ha sido una forma de rendirle tributo y de decir implícitamente que la fractura generacional se puede sanar de manera fácil si queremos.

Escribe también poesía. ¿Qué le aporta la poesía a la hora de narrar lo que le preocupa? 

La poesía me ha ayudado mucho en momentos muy difíciles. Es un ejercicio de catarsis que me resulta muy necesario, una forma de exploración del pensamiento en unos niveles que no se consigue con la prosa, un cuestionamiento del lenguaje muy profundo. La poesía me ha permitido entender lo que nos cuentan los medios cuando nos venden ciertas palabras. La poesía es una especie de ingeniería de las palabras, donde se trabaja mucho con la semántica, con la armonía del sonido, tiene componentes sociales, psicológicos y emocionales…

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