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No queremos la pena, sino la belleza

"Una ventana abierta para que llegue el aire a todos los rincones que huelen a cerrado". La reseña de Noemí López Trujillo sobre 'La mala costumbre', de Alana S. Portero.

La escritora y dramaturga Alana S. Portero, autora de 'La mala costumbre'. Foto: Jaime Llamas & Bárbara Lara

El otro día me quedé embobada mirando cómo la artista y poeta Roberta Marrero se pasaba el pintalabios rojo por los morros para retocarse el color. Le quedó perfecto en esa boca grande que luce ella y que me recuerda a la de Maribel Verdú, como de comerse la vida con un solo gesto. O de cerrar otras bocas con abrir la suya una mijita soltando una sola palabra.

Acababa de terminar la presentación de la novela La mala costumbre (Seix Barral), el debut literario de la escritora, dramaturga e historiadora Alana S. Portero, y ahí estaba yo mirando a Roberta como miraba cuando era pequeña a mi madre y a mi abuela maquillarse, deseando ser esos rostros, esas bocas, esas manos.

Acostumbrada como estoy a acicalarme en la intimidad, un poquito a escondidas, ausentándome un momentito para ir al baño y aparecer con un repentino rubor en las mejillas y el delineado estupendamente marcado, le pregunté si no le importaba que la viesen retocarse así. Apartó la mirada del espejo de bolsillo durante un momento y me respondió: “Pero si no hay nada más hermoso que una mujer pintándose los labios”. Pues claro, pensé, no hay nada tan deslumbrante como una feminidad desacomplejada. Por unos instantes, me pareció estar dentro del universo que Portero ha creado en su novela, moviéndome entre deidades mortales y aprendiendo a verme a través de ellas como lo hace la protagonista del libro.

Portero convierte San Blas y el centro de Madrid en bosques con criaturas mágicas con las que la protagonista, a la que la autora no bautiza con ningún nombre en concreto porque llevará el nombre de todas ellas, se cruza en su periplo vital. La mala costumbre es una epopeya contemporánea. No en el sentido del viaje del héroe clásico, atravesando guerras, continentes inexplorados y tierras desconocidas que albergan peligros, sino construyendo una épica distinta: la de una chiquilla cruzando una y otra vez los mismos lugares en busca de profecías y oráculos, alguna palabra amable que le permita situarse en un mapa en el que todo tiene su lugar menos ella. Porque a menudo son los territorios explorados los más hostiles, aquellos que no nos permiten avanzar, donde parece que nada cambia excepto tú. Por fin lo extraordinario no se busca fuera, en los lejanos confines, sino que ocurre dentro, cerquita –en los barrios, en los hogares, en ti misma–. 

Decir que esta novela trata sobre una vida trans, desde la infancia hasta la adultez, no es injusto, pero sí se le queda pequeño. Y no porque andemos sobradas de estas narrativas ni porque sea un tema menor, sino porque este libro es la vida sucediendo. No es tanto un diálogo como la vida contándose por sí sola. En esa amplitud cualquiera es capaz de mirarse y encontrarse, aunque no sea mujer, ni trans, ni de San Blas.

¿Dónde me he encontrado yo? En esos portales cambiándome de ropa a hurtadillas, poniéndome prendas hiperfemeninas, como la protagonista. En lo que se hace a escondidas suele haber más verdad que en quienes decimos ser a plena luz del día. Esas prendas atrevidas, ordinarias, de enseñar cacho, de guarra, de las que, por lo visto, no te dejan ponerte con dieciséis, ya seas cis o trans, me apretaban las tetas y la cintura tanto que, por ridículo que suene, me dejaban respirar por primera vez. Cariño, el corsé que a mí me asfixia es el de tu juicio, el otro me sienta fenomenal. 

También me veo en esos encuentros sexuales con hombres que dibujan tu cuerpo con el deseo y que por desgracia se hacen con la culpa impuesta por la cultura patriarcal que nos dice que el disfrute llega con el matrimonio. Esos encuentros furtivos y nocturnos que otros ojos verían como algo nocivo, vergonzoso y enfermizo son más sanos y sientan mejor que el hatajo de comentarios de desprecio, haciéndote sentir rota y putrefacta. Hay más dignidad en todas esas bocas comiéndose un manojo de pollas en cuartos oscuros como si fuese una calçotada que en el padre que te doblega para que aprendas que las chicas decentes no se comportan así. “Es por tu bien, hija”. Con esa vergüenza nos hacemos un traje.

Nuestra feminidad está construida sobre la suciedad, nos dicen. Y Alana S. Portero demuestra que no es así. Que si pedimos perdón es por sobrevivir. Que lo impuro es no ser. Por eso una de las cosas más hermosas de La mala costumbre es la ternura con la que la escritora vuelve la vista para recolocar en la memoria a las mujeres que la sociedad desprecia porque la hombría no soporta no poder rebajarlas. Las que cuando alguien las insulta por su vestimenta, su pelo y su maquillaje al día siguiente llegan más rubias, más entaconadas, con la falda más corta y el rojo de los labios más brillante. Las putas, las travestis, las descarriadas. Las que fueron sepultadas una y otra vez, y una y otra vez ellas se alumbraron a sí mismas. Porque la llegada al mundo sucede cuando una realmente es y no cuando nos arrojan a él.

Todas hemos conocido a personajes como Margarita, María la Peluca y Eugenia la Moraíta, tres de las mujeres que guían a la protagonista de La mala costumbre hacia la luz. Habitan los barrios pero los barrios a menudo les dan la espalda. Se las mira por encima del hombro y se las usa como ejemplo de la mujer en la que no debemos convertirnos. Para la norma son necesarias, es el correctivo más eficaz, la lección aprendida desde cría. Nadie quiere acabar sola. Pero esa mirada es una gran mentira. Primero porque borra todo atisbo de felicidad de sus biografías, como si en la franqueza de su ser solo hubiesen encontrado ingratitud. Y segundo porque, como dijo Portero durante la presentación de su novela en Madrid, estas personas, por mucho que nos empeñemos en llamarlas marginales, son el centro de muchas otras vidas y el suyo propio. 

Alana S. Portero decía en esta entrevista con Inés Martín Rodrigo que su novela bien podría ser una fábula y, desde luego, si hay una moraleja es la de que tenemos derecho a la belleza. Hay un momento precioso en el libro, cuando la protagonista elige el vestido para enterrar el cuerpo de una vieja vecina y amiga, una de las primeras mujeres trans que ella conoce. Dice: “Se empeñaba en el rosa pero el blanco era su color”. Eso es saber mirar a la otra persona. Una femme nunca te dirá qué color te queda mal, te dirá cuál te favorece más. Puede parecer un detallito insignificante pero es un mundo para las que nos hemos feminizado a golpe de palabras crueles y despiadadas.

Me recordó a mi madre cuando hace poquito me preguntaba algunas cosas sobre la realidad trans, que le costaba entender. Y no porque no sea lista, es más lista que el hambre, sino porque tiene la humildad suficiente para reconocer que no puede saber de todo. Durante la conversación salió a relucir que había conocido a una mujer trans en el mercadillo, que sería de las primeras veces que iba porque nunca se la había encontrado por ahí y para mi madre el mercadillo es como la misa, no se pierde una. “Total, que yo la vi rebuscando entre los montones de ropa y le dije: ‘Nena, yo creo que a ti esta faldita te quedaría bien, y es tu talla’”. Con esa frase a mi madre no le hizo falta más para reconocerla como una igual y para darle un poquito de la ternura que seguramente el mundo le habría arrebatado en tantas ocasiones. Los universos femeninos claro que no son perfectos, pero en ellos hay una luz que a unas nos ilumina para ver lo que no nos habían dejado ver y a otros parece que les molesta hasta cegarles.

La pena es una cosa bastante desagradable para quien la recibe por mucho que reconforte al que la siente. La lástima es una mirada jerárquica, de arriba hacia abajo. Y a quien pone el cuerpo se le mira de frente. A los ojos. Parece que le debamos nuestra belleza al mundo y que cuando una se plastifica el rostro solo puede ser porque está fatal de lo suyo. Me repugna ese tonito de falsa aflicción que algunas ponen cuando la famosa de turno se recauchuta el rostro pasados los cincuenta. “Pobrecita Madonna”. No se les ocurre que quizá Madonna se ve fantástica con su cara de amazona cyberpunk. Su nueva apariencia solo puede justificarse desde la condescendencia, con ese gestito de concesión, despojándonos otra vez de nuestra propia soberanía. Esto mismo es lo que trata de contarnos la autora al colocar en un altar la “belleza indescifrable a ojos idiotas” de todas esas mujeres que se han pasado por el forro la imposición de lo natural, que es otra ranciedad y una falta absoluta de imaginación sobre la capacidad humana de transformarse. Con lo artificial podemos llegar a nuestra forma más pura.

Por eso la pluma –la de escribir y la femenina– de Alana S. Portero es una ventana abierta para que llegue el aire a todos esos rincones que huelen a cerrado. Reivindiquemos la mala costumbre de hacer lo que nos dé la gana. Que muera la pena y la furia disfrutona arrase con todo.

Cubierta de La mala costumbre (Seix Barral), realizada por Roberta Marrero.

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