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La nacionalidad de personas y cosas

Nacionalizar las cosas afecta a nuestra percepción del mundo. Supone una utilización irregular y a menudo sirve para excluir otras identidades. «Cuanto más asimilamos el discurso dominante, más difícil será protestar por nada», escribe Christine Lewis.

Imagen de una edición antigua del 'Diccionario de la Lengua Española'. RAE (CC BY-NC-ND 2.0)

Cuando empecé a estudiar idiomas en la escuela secundaria en Reino Unido, tanto los profesores de castellano como de francés nos enseñaban que las cosas no tienen nacionalidad.

La costumbre en los medios escritos y hablados de nacionalizar las cosas –las carreteras españolas en vez de las carreteras de España– me sugiere algunas reflexiones.

Una pala, por ejemplo, es una cosa y no una persona y, por tanto, puede cruzar fronteras sin requerir documentación. Los animales no humanos cruzan fronteras con papeles que no certifican su origen sino quién es responsable de ellos, la vacunación, la responsabilidad civil. Sin embargo, a los animales humanos nos obligan a identificarnos, de alguna manera a alinearnos con el sistema de una nación –recordemos que los nacionales no nacidos aquí tienen que jurar o prometer respeto a la Constitución, al Rey y al ordenamiento jurídico–, sus leyes (a veces injustas), también sus carencias.

Tengo poca esperanza de que la costumbre de poner nacionalidad a las cosas vaya a cambiar. Es fruto de la necesidad de captar rápidamente la atención del lector u oyente con el mínimo de palabras hasta el punto de no entender rótulos televisivos y titulares de prensa. En otro texto hablé de la rutina o pereza léxica que degrada el idioma en el que se escribe. En el caso del castellano, se abusa de los anglicismos, como si todas entendiéramos inglés o fuera más sofisticado y erudito escribir en la lengua de Shakespeare. Asimismo, la letra ‘a’ que precede al complemento directo o indirecto se omite en muchos casos; se debe de pensar que se entienden las frases sin ella. En el idioma inglés se ha perdido ya el modo subjuntivo, tan querido por los escritores clásicos británicos y españoles. Escribir bien una lengua es respetar la cultura que transmite, sin mencionar lo importante que es para entenderse.

Se da la circunstancia de que en algunas ocasiones se pone nacionalidad a las emociones. En una encuesta reciente se hablaba de «la preocupación española» (por la economía). Qué insensatez. Se hace para abreviar al máximo el mensaje y dirigirlo directamente al cerebro. Las palabras no son inocentes, teniendo a menudo intencionalidad ideológica.

¿Castellano o español?

En mi opinión la propia RAE no está exenta de influencias espurias. Sería más apropiada la utilización de la palabra «castellano» para el idioma más hablado en España. El propio diccionario de la RAE define el castellano como «lengua española, especialmente cuando se quiere distinguir de alguna otra lengua vernácula de España». Sin embargo, la misma denominación de la institución es Real Academia Española, con su Diccionario de la lengua española, es toda una declaración de exclusión de las demás lenguas y realidades culturales del Estado.

Que la RAE sea la única autoridad competente en la lengua no le da derecho a todo y tampoco está exenta de sesgo ideológico. El diccionario recoge que la palabra «norteamericano» se refiere a estadounidense. Es cierto que los estadounidenses son norteamericanos, pero también lo son canadienses y mexicanos. El imperio es omnipotente.

Mientras la RAE ha sido rauda y veloz para aceptar, en mi opinión, equivalentes chapuceros de palabras inglesas como atacante, disparador o tirador y conceptos como populismo (tendencia política que pretende atraerse a las clases populares), la única acepción que recoge para «decrecimiento», un concepto importantísimo ante la crisis climática, es «disminución». Se está reconociendo en la práctica que está normalizado ser populista, pero no decrecentista.

Nacionalidad e identidad

Pasemos ahora a la nacionalidad de las personas. El hábito de destacar la nacionalidad no sólo es excluyente de otras identidades, pretende retratar lo español como lo más fetén. Corresponde a cierta españolitis, algo rancia y nostálgica. Se es patriota cuando tus acciones y comportamiento defienden la igualdad de derechos y recursos –seas política institucional o ciudadana de a pie– y se garantiza el acceso a servicios públicos adecuados para toda la población, no sólo a los españoles.

La profusión de banderas españolas en los balcones también excluye. Por fortuna, la colocación de la bandera LGTBI se ha ido imponiendo, pero ¿qué dirían mis vecinos si plantara la Union Jack (bandera del Reino Unido) en mi casa? Seguramente que excluye a los españoles.

La última moda es hacer encuestas y barómetros sólo a los españoles. Si la encuesta versa sobre los servicios públicos, dudo que se pregunte si la persona encuestada es española. Y en el caso de los barómetros electorales, no es aceptable decir españoles cuando se refiere a las personas con derecho a voto, es decir no sólo los nacionales en el caso de las elecciones municipales.

Antiguamente se expedía a las pocas personas con recursos para pasar fronteras un salvoconducto, aunque preferiría referirme a un documento que facilitara el derecho de paso. Éste se sustituyó por un pasaporte de nacionalidad que siempre pienso que tiene un elemento de «tú sí, tú no».

También sé que hay gente que piensa que todos los habitantes de un lugar se consideran lugareños: vives en Madrid, eres madrileño, vives en Andalucía, eres andaluz. Es decir, se presume de los habitantes el principio de acogida e integración. Creo que es preferible respetar lo que las personas quieren ser y sentir. Que acojamos su diversidad como algo rico y útil para la convivencia, sin caer en la trampa de uniformar identidades.

No me meto sólo con los errores de España. Recientemente he tenido que renovar mi pasaporte británico. Al estar en posesión de otro pasaporte, el español, las autoridades británicas me solicitaron entregarlo, supuestamente para comprobar mi género y que figurara el mismo nombre en los dos documentos. Me negué. No creo que ningún gobierno tenga derecho a fisgar en lo que hace otro. Otra vez nos hemos topado con los privilegios de un imperio.

Normalizamos demasiadas cosas. Los mensajes moldean nuestro comportamiento y cuanto más asimilamos el discurso dominante, más difícil será protestar por nada. La crítica construye y debe tener siempre el propósito de enmienda.

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Comentarios
  1. Creo que el artículo parte de una falsa equiparación del adjetivo, que puede indicar simple relación u posesión, con la nacionalidad. De hecho se usa para la nacionalidad partiendo de un significado más general, y no al revés. Los idiomas no siempre son comparables, porque pueden obedecer a lógicas distintas.

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