Internacional
Quienes solo quieren la paz porque llevan ocho años en guerra
Voluntarios de distintos países se adentran en los pueblos más cercanos al frente de Bajmut para evacuar a quienes quieren ponerse a salvo.
Los habitantes de Minkivka, a menos de 5 kilómetros del frente de Bajmut, no atienden a las noticias del primer aniversario de la invasión. Llevan desde 2014, cuando comenzó la guerra en el Donbás, conviviendo con los bombardeos, los militares, el pillaje. Primero sufrieron los embestidas del Ejército ucraniano y ahora los del ruso. Y repiten que lo único que quieren es paz.
Alexander Kisimov tiene 76 años. Su casa es un cuartucho de madera y cemento de seis metros cuadrados. Duerme y pasa las horas recostado en un colchón, se asea con un cubo y cocina en un hornillo putrefacto. No es un refugiado al que la guerra le haya dejado sin nada. Esto es todo lo que tenía antes de que comenzase. Sobre la mesa reposa un libro sobre primeros auxilios de emergencia. Dice que le diagnosticaron cáncer de sangre hace un año, la última vez que vio a un médico. Pero lo que le angustia es el dolor que le recorre la pierna.
La guerra de Ucrania se libra, especialmente, en las periferias de las grandes ciudades y en aldeas como esta del Donbás. Ahí donde vive la población más pobre de un país que antes de la guerra ya contaba con un 40% de personas por debajo del umbral de pobreza.
Kisimov recibe la visita del equipo de voluntarios de la ONG Road to Relief, dedicada a evacuar a quienes quieren alejarse del frente, repartir ayuda humanitaria y prestar asistencia médica a quienes se niegan a abandonar sus hogares como Kisimov. Han puesto a salvo a más de 1.000 personas.
Quienes, mayoritariamente, están sufriendo el terror de los bombardeos, del aislamiento, de la falta de calefacción, de comida, de agua potable y una oscuridad absoluta a partir de las cuatro de la tarde son, en su mayoría, personas mayores. Se niegan a abandonar sus hogares porque no se sienten con fuerzas para vivir en otro lugar, porque interpretan la huida como una derrota, porque temen el pillaje que están sufriendo las casas vacías o que sean ocupadas por los soldados ucranianos que combaten a unos cientos de metros de donde nos encontramos. Y otros, porque apoyan al bando ruso.
Aun así, cada día, personas que dijeron que nunca se dejarían sus hogares piden ser evacuadas aterradas por lo que pueda ocurrirles. Y hay toda una red de voluntarios internacionales, la mayoría muy jóvenes, que se suben a diario en una furgoneta para llegar hasta donde se encuentran y ponerles a salvo. Ese es el caso de Road to Relief, una ONG fundada por la española Emma Igual poco después de que llegase al país hace un año.
En la guantera de la furgoneta en la que hacen los repartos y las evacuaciones, hay una foto de un joven que mira a cámara junto a un niño. Es el británico Christopher Parry, un rescatador como ellos que a principios de enero fue asesinado en un checkpoint ruso junto a su colega, el científico neozelandés Andrew Bagshaw. No son los únicos. Hace un mes, otro humanitario fue abatido por un misil ruso cuando realizaba una asistencia en Bajmut. Según distintas investigaciones y en vista a las imágenes en las que se ve el proyectil que les mató, podría haber sido una nueva ejecución mediante el double tap. Esta práctica, consistente en esperar que la gente llegue al lugar del ataque para volver a lanzar proyectiles que acaben con nuevas vidas, la utilizaba Rusia también habitualmente en Siria.
Igual que en las ciudades casi nadie atiende a las sirenas antiaéreas salvo los periodistas internacionales, quienes viven cerca del frente ya no se estremecen con las bombas salvo cuando caen tan cerca que reactivan el mecanismo del miedo. Pero que no se repare en ellas no significa que no sean otra forma de violencia que mantiene en un estado perpetuo de alerta y de crispación a la población.
Así lo vive Nina Goncharova, esbelta y elegante como una bailarina de ballet de 77 años. Mantiene las ventanas de su casa plagadas de plantas y de flores naranjas. Afuera, el paisaje blanco de la nieve se oscurece continuamente con el tránsito de coches militares.
“Solo nos quedamos mi marido y yo aquí. Mi hija se fue con mi nieto porque es maestra y la escuela fue bombardeada. Tenía mucho miedo. Y mi yerno está sirviendo en la frontera con Bielorrusia”, explica, tras bromear con su marido antes del reconocimiento médico. “La mayoría de los soldados son buenos, nos traían pan cuando cerró la panadería y no lo pasamos tan mal. Pero hay otros, apenas adolescentes, que han robado a los vecinos lavadoras, motos…”, explica. Cuando los voluntarios le preguntan si quieren que les evacuen, se muestra contundente. “No, no, no. Yo no voy a dejar mi casa. Nunca”, responde. El gobierno de Zelensky ha pedido a todos los civiles que permanecen en esta zona que la abandonen por su seguridad.
Algunas viviendas tienen un nombre pintado en la puerta con una fecha. Las marcan sus dueños con el último día en el que estuvieron habitadas para que no las ocupen los soldados. “La voy cambiando todos los días para que sepan que vivimos aquí”, dice la mujer mientras recibe agradecida la estufa de hierro que le entregan los voluntarios. Personas de distintos países donan unos 100 euros por cada una de ellas. Se fabrican en Ucrania y permiten calentar las casas y cocinar en ellas.
Una vecina, que prefiere salvaguardar el anonimato, es la encargada de coordinar la ayuda humanitaria que reciben y de informar regularmente a los humanitarios de personas que necesitan su intervención. Es difícil hacerlo cuando apenas si hay cobertura telefónica ni señal de Internet. La mujer les guía por una carretera hasta una casita de madera pintada de verdeagua. Es decadente y bonita. Justo cuando tocan con los nudillos en la puerta se escucha una explosión más cerca de lo habitual. Nadie responde. Entran y se encuentran con un hombre postrado en una cama, con la boca entreabierta y un cachorro de gato sobre sus piernas. Balbucea palabras ininteligibles para Sasha, el traductor del equipo. El enfermero observa su avanzado estado de malnutrición y las llagas de su cuerpo por el postramiento en la cama. Es Vladimir Zayame, tiene 96 años y necesita ser hospitalizado urgentemente. Las ambulancias están todas ocupadas trasladando heridos del campo de batalla, por lo que los evacuadores deciden hacerlo ellos mismos en su furgoneta.
Antes, toca hacer unas cuantas consultas médicas más. Cae la noche y dos tanques parten con una decena de hombres subidos a ellos cada uno. Los perros amarrados ladran furiosos cuando entramos en la casa de Victor Viersonov y Luva Viersonova, ambos también en la sesentena. Él ha perdido la visión y ella tiene múltiples dolencias. Aceptan ser evacuados para recibir tratamiento médico en el hospital de Kramatorsk, pero el hijo que vive con ellos, de más de cincuenta años, les grita para que se queden con él. Lo consigue.
La vida alrededor continúa. Un vecino traslada la estufa que acaba de recoger en el techo de uno de los numerosos viejos Ladas que siguen circulando por el Donbás. Gran parte de esta región se ha quedado congelada en los tiempos soviéticos, en parte por el abandono al que la ha sometido el Gobierno central. En el sótano que hace las veces de refugio y de almacén de las donaciones para los casi 200 civiles que permanecen en la población, hay una pequeña caja llena de carpetas de documentos oficiales. Una de ellas, tiene estampados la hoz y el martillo.
A las cinco de la tarde, los soldados se convierten en troncos sombríos repartidos a lo largo de los caminos. Pareciera que sustituyen los huecos dejados por los que han talado para calentarse y construir las barricadas. Los faros de la furgoneta dibujan siluetas de personas ancianas que consiguen avanzar sobre suelos helados sin un ápice de luz. Una mujer que lleva meses sufriendo dolores por piedras en el riñón se acerca a la furgoneta con distintivo humanitario con una pequeña mochila. Se despide de su marido. Pese a que en Kramatorsk viven su hijo y su hermana, no ha consentido ausentarse de su casa unos días hasta que los dolores se han vuelto insoportables. Es Irina Zodiac, tiene cuarenta años y su alegre amabilidad desconcierta en un contexto tan desolador.
Es tarde. El equipo de Road to Relief se dirige a la vivienda del anciano desnutrido. Lo cargan en una camilla de lona alumbrados por una linterna. Lo depositan sobre una colchoneta inflada, en el suelo de la furgoneta. Recorrer los 50 kilómetros de distancia al hospital de Kramatorsk nos lleva más de una hora para que no sufra con los baches ocasionados por el mortero en la carretera.
Más pesado que el manto de nieve que lo envuelve todo, resulta el agotamiento de una población que no ve un final cercano al desastre de la guerra que llevan sufriendo, con distintos niveles de intensidad, desde 2014. Y para entender la batalla que libran hay que entrar en sus cocinas, ver la caja de cartón con un puñado de cebollas y patatas, las paredes agrietadas, el suelo con la humedad congelada y el cielo rajado por la estela de los misiles antiaéreos antes de que empiece un nuevo día.