Internacional

Cuando un hospital oncológico se convierte en un refugio

Durante los primeros meses de la guerra, el hospital oncológico de Kharkiv se convirtió en un refugio en el que convivían los pacientes con el personal sanitario. "Pusimos tareas para que no estuvieran todo el tiempo dándole vueltas a la cabeza", explican dos de sus trabajadoras.

Una paciente camina por el pasillo del Instituto de la Radiología Médica Grigoriev de Kharkiv. PATRICIA SIMÓN

“Nos llamaban los pacientes para pedirnos ayuda. Vivían en las zonas ocupadas por Rusia y no podían venir a recibir el tratamiento ni conseguir medicinas. Se nos murieron muchos”. Dlena Pushkar concluye sus palabras con una sonrisa triste. Por su profesión, sabe que es inevitable perder a pacientes, pero no gestionar la impotencia de no haberlo podido intentar todo. Recibían las llamadas de auxilio en esta misma habitación de 6 m2 en los que trabajan cuatro especialistas de oncología del Instituto de la Radiología Médica Grigoriev de la Academia Nacional de las Ciencias Médicas de Ucrania, uno de los hospitales históricos de la segunda ciudad más importante del país. Entre sus robustos muros vivieron, durante las primeras semanas de la invasión, buena parte de sus trabajadores para seguir atendiendo a sus pacientes. Kharkiv está situada a unos 30 kilómetros de la frontera rusa y fue una de las más golpeadas al inicio de la guerra.

Mientras miles de coches salían de la ciudad, yo conducía en dirección contraria porque tenía claro que no iba a abandonar a mis pacientes. Cuando llegué, comprobé que éramos muchos los que habíamos decidido lo mismo. Hubo que organizar cómo íbamos a vivir, a comer, a beber, a ducharnos, mientras pasábamos mucho miedo escuchando las bombas y los aviones sobre nuestras cabezas”, explica sentada a su lado Victoriia Kolomashka, coordinadora del área de oncología. Tras este último año, trabajando codo a codo, sienten que se han convertido en familia. Han pasado mucho tiempo juntas, más que con ninguna otra persona, y han compartido los mayores temores a los que se puede enfrentar un ser humano mientras se volcaban en el cuidado de los demás. Durante la entrevista, se miran y se consuelan con la mirada. 

“Mi marido se fue al Ejército en cuanto comenzó la guerra. No conseguía encajarlo. Claro que sabía las razones, pero es que no entendemos por qué nos están haciendo esto, por qué nos odian tanto”, sigue preguntándose Dlena un año después de que ocurriese lo inimaginable. “Nosotros hemos vivido toda la vida junto a Rusia, siempre hemos atendido a muchos pacientes rusos que venían aquí para recibir un tratamiento mejor. ¿Y ahora nos pasa esto?”, añade. Una angustia permanente que comparte con muchas de sus pacientes, quienes, al mismo tiempo que afrontan sus tratamientos, esperan continuamente la llamada de sus seres queridos desde el frente que les haga saber que siguen vivos. Según una estimación del ejército de Noruega, en el primer año de guerra habrían muerto unos 100.000 soldados ucranianos, una cifra que rechaza el gobierno de Zelenski, que no hace público el número de bajas.

Dlena Pushkar y Victoriia Kolomashka en su despacho. PATRICIA SIMÓN

El Instituto de la Radiología Médica Grigoriev se emplaza en un inmenso edificio de arquitectura constructivista, levantado a principios del siglo XX, en pleno corazón de Kharkiv, considerada la ciudad del diseño y del comercio de Ucrania. En las Navidades de 2021, el gobierno municipal inauguró un sofisticado alumbrado público que permanece apagado desde que comenzara el conflicto. Las inmensas lámparas y cenefas con forma de gotas de cristal recuerdan que hubo una vida previa a aquellos días en los que los pacientes de Victoriia y Dlena les pedían que no les dieran el alta porque no tenían a donde ir. 

“Muchos habían perdido sus hogares por los bombardeos y otros procedían de las zonas ocupadas. Además, aquí se sentían más protegidos, más acompañados y la red de voluntarios nos traía comida y todo lo que necesitábamos. Así que se quedaron también”, explica Victoriia, que recuerda cómo tener demasiado tiempo para pensar, en determinados contextos, es contraproducente. “Nos dimos cuenta de que, especialmente los hombres, se pasaban demasiado tiempo en la cama o dando vueltas por los pasillos, sin nada que hacer. Pusimos tareas para que no estuvieran todo el tiempo dándole vueltas a la cabeza. Era marzo, tenía que llegar la primavera, así que les pusimos a cuidar los jardines, a organizar las donaciones, a ordenar el material…”. 

También les tocó cuidar de los pacientes que abandonaron el país. “Nos llamaban desesperados para que les mandáramos sus informes para poder continuar los tratamientos. Fueron cientos. Los fotografiábamos con el móvil y se los enviábamos. Ahora están recibiendo muy buena atención”, explica Victoriia.

Hay remanentes de los tiempos soviéticos que permanecen en Ucrania y que, en el contexto de la guerra, hacen aflorar paradojas. Que este hospital sea catalogado como una institución de la Academia Nacional de las Ciencias hace que, al contrario que otros hospitales, no dependa del Ministerio de Sanidad y que los medicamentos que sus trabajadores prescriben no sean gratuitos para la población. Sin embargo, las voluminosas donaciones internacionales han favorecido que, por primera vez, aquí también puedan entregar gratuitamente los remedios. Algo que agradece especialmente Alevtina, una de las pacientes que, tumbada en una cama, recibe su tratamiento. 

Alevtina recibiendo su tratamiento oncológico durante la entrevista. PATRICIA SIMÓN.

“Aguantamos todo lo que pudimos en nuestra casa porque no nos queríamos marchar. Pero cuando ya era demasiado peligroso nos fuimos a Kropivnitski. A los cuatro meses de llegar allí, descubrí que tenía cáncer. No encontré un lugar en el que me ofrecieran un buen tratamiento así que me volví a Kharkiv yo sola. No me he deprimido ni nada por mi enfermedad. Pero sí me angustia poder ver solo una vez al mes a mi hija y a mi marido”, explica con sus pies colocados uno sobre el otro y enfundados en unos calcetines gruesos. La  quimioterapia da frío, incluso a quienes soportan estoicamente los grados bajo cero que hay fuera de estos muros. 

“Estas mujeres son maravillosas. No solo nos acompañan y nos dan la mano mientras recibimos el tratamiento, sino que se preocupan por distraernos y hasta por prepararnos buena comida”, dice a su lado Tamara, también con el gotero conectado a la vía. Ambas prefieren no publicar sus apellidos.

En cada estancia hay una media de entre cuatro y ocho camas. En el pasillo, numerosas plantas colorean la cristalera que enmarca una ciudad cubierta de nieve. Mientras, las sirenas antiaéreas siguen sonando recurrentemente sin que nadie repare en ellas. Ni siquiera obtienen ya un segundo de atención.

Svetlana siguió yendo al Instituto de Radiología durante los peores bombardeos del pasado año para recibir su tratamiento de cáncer. Parte de su barrio, Horyzon, llegó a ser ocupado por las tropas rusas a principios de la invasión. Madre de una hija con discapacidad, ha sobrevivido gracias a la red de voluntariado que le ha entregado productos básicos desde que comenzó la guerra. PATRICIA SIMÓN.

“En los días de los peores bombardeos, la gente seguía viniendo a recibir sus tratamientos. Era increíble cómo hacían todo lo posible para poder llegar en una ciudad absolutamente vacía”, señala Dlena. Pasear por Kharkiv a partir de las cinco de la tarde sigue impresionando por la oscuridad. El alumbrado público permanece apagado, y la mayoría de las ventanas de los edificios también. Solo los faros de los coches y los semáforos arrojan chorros de luz que facilitan la tarea de caminar a los escasos peatones. Estos suelen apuntar al suelo helado con la linterna de los móviles mientras el cielo deja ver miles de estrellas.

 “Ahora la gente no se permite mostrarse débil. Tienen que proteger a sus hijos, a sus padres. Pero en cinco o seis años, estoy segura de que veremos el resultado de toda esta angustia y sufrimiento con un aumento de los casos de cáncer”, continúa hablando Victoriia en su despacho, mientras una compañera sigue fotografiando informes con el móvil para enviarlos al extranjero.

Uno de los grandes orgullos de Victoriia es la sala de conferencias del Instituto, una visita que considera obligada como anfitriona. Frente al estrado de pupitres y asientos de madera, una gran pizarra sobre la que lucen los retratos de cuatro grandes científicos. Victoriia señala a la única mujer y dice su nombre con solemnidad: “Marie Curie”. 

Hay cuestiones que el pragmatismo que exige la supervivencia en la guerra no consigue desterrar. Una de ellas es el pathos, la pasión por el conocimiento. “¿Ves este suelo? Es de hace un siglo”. “Sí, estas pinturas son de artistas de la Academia de las Artes. Son magníficas, ¿verdad?”. “El pasamanos de granito es de una sola pieza. Tuvimos que protegerlos durante el bombardeo por las vibraciones”. “Esos árboles los plantó el doctor Grigoryy Ivanoych Tkachenko cuando ingresó en la Academia. Y ya habéis visto, lleva 50 años con nosotros. ¿Son hermosos, verdad?”. “El doctor es una eminencia en radiología nuclear. Se quedó a vivir con nosotros durante aquellas semanas. Es un sabio”. 

El doctor Grigoryy Ivanoych Tkachenko, especialista en radiología nuclear. PATRICIA SIMÓN

Victoriia vibra hablando del lugar y del sentido de su trabajo. A la vez, reconoce que su generación de mujeres fue educada para no pensar en su bienestar. “Soy mayor. Lo primero que hice cuando supe que no abandonaría mi país fue decírselo a mi madre. Ella decidió quedarse a vivir conmigo. Mi hija y su marido se quedaron también como voluntarios. Mi nieto sufrió un shock cuando su escuela fue bombardeada. Lo mandamos con unos amigos al extranjero. Pero a los dos meses volvió y ahora prepara comida para los soldados. Mi yerno tuvo que marcharse a Alemania para operarse y rehabilitarse porque lo hirieron. Es la vida. Sobrevivimos como podemos”, relata, antes de dar otra razón de peso para quedarse y que comparte con muchos otros ucranianos: “Tengo cinco gatos. Y si tuviera que huir, tengo preparados los transportines para cargar con ellos”. Y ríe, aunque habla muy en serio. “Muchos de nuestros pacientes y compañeros se vinieron con sus mascotas. Habilitamos un espacio del edificio para ellos”, añade.

Vivir al día

“Quienes peor lo están pasando son las personas mayores. No entienden por qué está ocurriendo todo esto, por qué destruyen nuestras ciudades o matan a nuestra gente”, continúa Dlena, quien ha decidido que la mejor manera de lidiar con la situación es vivir al día. “Me limito a pensar que mis seres queridos están bien y que mi marido está vivo. No voy más allá”.

A su lado Victoriia, asiente. “Nos han llamado personas rusas para decirnos que nos apoyan, que no entienden qué está pasando, que no saben qué hacer. Muchas se han ido a otros países”. Guarda silencio. Continúa: “No sé cómo vamos a  poder reconstruir la relación con este país, cómo vamos a poder olvidar lo que nos han hecho, lo que han hecho con nuestra esperanza”. 

Terminada la entrevista, toca revisar los análisis, vigilar los tratamientos, alentar a los pacientes. Ahora ya no viven con ellos, pero los bombardeos siguen escuchándolos todos casi cada madrugada. “No se olviden de nosotros. Lo que está ocurriendo aquí es catastrófico. Algo que no podemos asumir”, concluye Dlena antes de volver a lo urgente e importante: sus pacientes.

Maquinaria del área oncológica del hospital. PATRICIA SIMÓN.

Este reportaje ha sido elaborado con la colaboración de la fixer María Volkova.

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