Internacional
Las claves del descarrilamiento de Ohio
El accidente del tren cargado de sustancias tóxicas responde a las escasas medidas de seguridad, el poder del ‘lobby’ ferroviario y la falta de derechos laborales de sus empleados.
Un tren que descarrila en un pequeño pueblo de Ohio, soltando sustancias químicas muy peligrosas; un incendio; una población mayormente empobrecida; sospechas de periodistas detenidos; una nube de humo tóxico que recuerda a la de la bomba atómica… Todos estos ingredientes parecen formar parte de la película de terror más taquillera del año y, en un mundo de fake news, no han faltado las conspiraciones ni las comparaciones exageradas (como aquéllas que emparentan el desastre con Chernóbil, muchísimo más grave), pero lo cierto es que, sin restarle un ápice de seriedad al accidente, se trata de una historia más de avaricia empresarial sumada a las laxas regulaciones federales tan habituales en EE.UU. Comencemos por el principio.
La noche del día 3 de febrero, sobre las 21.00 (hora local), un tren de mercancías de la compañía Norfolk Southern, con destino a Madison, Illinois, y proveniente de Conway, Pensilvania, se salía de la vía en las cercanías de East Palestine, una localidad de Ohio de apenas 4.700 habitantes. El accidente generó que parte de los productos químicos que transportaba se derramasen, llegando a arder, por lo que se decidió, con la aprobación de las autoridades, provocar de manera controlada una nube tóxica de gases, entre ellos cloruro de vinilo, acrilato de butilo y fosfeno, y evacuar a la población en un radio de aproximadamente un kilómetro y medio.
La decisión se tomó cinco días después, según reporta ABC News, que advirtió de las consecuencias para la salud de estos compuestos: la inhalación de cloruro de vinilo, por ejemplo, puede causar mareos, náuseas y distintos problemas respiratorios inmediatos, además de cáncer de hígado y otros a largo plazo. Asimismo, este medio alertó de la posible contaminación del suelo y los ríos cercanos, lo que condujo a los representantes políticos a cambiar la fuente de agua potable. La Agencia de Protección Medioambiental (EPA, en sus siglas en inglés), organismo federal, envío a la empresa una carta, fechada el 10 de febrero, donde les instaba a limpiar la zona e informaba de su posible responsabilidad legal ante los estragos.
La polémica no se hizo esperar. El abogado medioambiental Steven Donziger, conocido por enfrentarse a la multinacional energética Chevron por un caso de vertidos de petróleo en Ecuador, publicó en su Instagram una crítica feroz tanto al gobierno como a Norfolk: “Es una crisis humanitaria y ecológica”, señaló, aludiendo a los gases cancerígenos y a la incoherencia de que fuese la propia compañía ferroviaria la encargada de la limpieza del desastre.
El 15 de febrero, The Guardian –uno de los primeros periódicos en hacerse eco de la noticia– compartía un análisis exhaustivo con testimonios de gente de la zona que había experimentado varios síntomas, habían visto peces muertos (varias fuentes apuntan a 3.500 ejemplares), o perdido a sus gallinas, junto a las denuncias que algunos habían presentado para que la empresa pagara los test médicos.
De hecho, distintas acciones legales se han agrupado en esta demanda colectiva, que exige a Norfolk hacerse cargo de posibles daños en la salud y económicos, y un abogado que representa a varias familias ha alertado a sus clientes sobre los cheques de 1.000 dólares que les están ofreciendo: “Creemos que es una forma artera de que esta pobre gente renuncie a reclamaciones futuras”. Y es que, a pesar de que las autoridades han afirmado que el agua y el aire del territorio afectado son seguros, ni la empresa ni la EPA han rebelado la cantidad exacta de sustancias tóxicas que se lanzaron en la nube de humo, según el Wall Street Journal. En estos momentos, hay una investigación en curso de la Junta Nacional para la Seguridad en el Transporte, una agencia del gobierno.
Normativa insuficiente
Pero, ¿qué fue lo que provocó el accidente? Es imposible determinar una sola causa; más bien se trata de una serie de factores que, combinados, acabaron en tragedia. El pasado diciembre informábamos en La Marea de cómo el Congreso de EE.UU. había bloqueado una huelga de trabajadores ferroviarios que habría supuesto un parón importante en la economía nacional. Los empleados de un sector –en el que se encuentra Norfolk– que ha despedido en los últimos años a casi un tercio de la plantilla, aumentado la frecuencia de trenes y añadido más vagones, reivindicaban mejores condiciones laborales y, aunque al final lograron una subida salarial, su principal exigencia, bajas por enfermedad pagadas, y mayor calidad de vida para evitar errores derivados del agotamiento, no fue atendida.
Por otra parte, una investigación de The Lever ha acusado directamente al partido republicano de recibir más de 6 millones de dólares en donaciones del lobby ferroviario para relajar las ya laxas regulaciones del sector. Según este medio, Obama inicialmente cedió a no denominar “trenes inflamables de alto riesgo” a aquellos que transportasen sustancias químicas que no fuesen petróleo, como el recientemente descarrillado, pero aprobó la instalación de frenos más eficientes, normativa que la administración de Trump derogó después. El resultado ha sido que las empresas de trenes han gastado 191.000 millones en la recompra de acciones propias en la última década, lo cual engorda sus beneficios, y siguen operando con un sistema de frenado originario de 1868. No es de extrañar que haya medios que desplieguen la voz de alarma sobre una industria en la que cada año se producen 1.700 descarrilamientos, y en la que ni siquiera el transporte de gas natural licuado –ese combustible del que EE.UU. es el mayor exportador mundial– cuenta con medidas de seguridad especiales. La administración de Biden aún no ha hecho nada para remediar estas carencias.
Como se puede comprobar, no son necesarias conspiraciones cuando una amalgama de circunstancias es capaz de explicar los hechos. La catástrofe de East Palestine responde a una serie de intereses corporativos, supervisión gubernamental deficiente, exiguos derechos laborales… y probablemente podría haberse evitado. Respecto a la detención de periodistas, sólo ocurrió con uno, actualmente en libertad con cargos. A juzgar por el vídeo del arresto, podría tratarse de un caso de abuso policial, pero ni se puede asegurar a ciencia cierta, ni generalizar. Queda por ver cómo se resuelven los litigios en marcha y las consecuencias, a largo plazo, tanto en la salud de los habitantes como en la de los ecosistemas.