Los pacientes en los que nos convierte la guerra

Hace un año, Jan Tomasz Rogala y el párroco Andriy Pinchuk conseguían un autobús y se lanzaban a rescatar quienes se habían quedado atrapadas en medio de los combates. Ahora, con su organización asisten a 350 familias del Donbás a diario. La guerra lo ha cambiado todo. Incluidos ellos.

El payaso hospitalario Jan Tomasz con una familia desplazada por la guerra en Dnipro. PATRICIA SIMÓN

“Como humanitario, payaso y hippie oficial, es difícil para mí deciros que nos deis armas. Pero, por otra parte, si los rusos dejan de luchar, se acaba la guerra. Pero si los ucranianos dejan de luchar, se acaba Ucrania. Sé que los europeos se están cansando de la guerra, se están acostumbrando a ella. Y cuando te acostumbras a algo, te vuelves indiferente. Pero la gente aquí están pasando por un infierno. Así que, por favor, dad esperanza al pueblo ucraniano. Ya sea por vía humanitaria, rezando por nosotros o enviando armas para acabar esta guerra y liberar el país. Por favor”. A Jan Tomasz Rogala le cuesta tanto decir estas palabras como le costaría no decirlas. A continuación, enumera situaciones tan terribles como cotidianas en las que se encuentran las personas con las que trabaja cada día. 

Cuando hace un año comenzó la guerra, Jan consiguió un autobús junto a su amigo, el párroco Andriy Pinchuk, y se lanzaron a rescatar a personas que se habían quedado atrapadas entre los combates de la zona del Donbás. Como publicamos en lamarea.com, hasta en el maletero trasladaban a personas ancianas que no estaban en condiciones para hacer un viaje de horas sentadas. Lo siguen haciendo, varias veces a la semana. Aunque ahora también para llevar ayuda humanitaria a quienes no quieren abandonar sus hogares, así encuentren la muerte entre sus muros. Muchas pasaron así meses, hasta que un día dijeron «llevadnos».

A estas las siguen alojando en el colegio que el vecindario de Voloske, un pequeño pueblo cercano a Dnipro, en el centro del país, convirtió desde los primeros días de la invasión en un albergue para las decenas de miles de personas que huían penosamente del ataque. Por aquellos días, Jan y el resto de voluntarios desprendían un ánimo, un brío, del que ya no queda nada. Si acaso, se ha convertido en una férrea determinación a dedicar todas las horas del día, y las que le quitan al sueño, a aliviar el desamparo de los once millones de ucranianos que viven como refugiados en su propio país. Con el mismo compromiso con el deber que si estuvieran en el frente. Ninguno de ellos desperdicia un ápice de sus energías en prever un final cercano de la guerra. El horror de las colas de gente esperando para conseguir comida, ropa, medicinas, juguetes, es su nueva realidad diaria. 

Edificio bombardeado junto a la Comisaría central de la región de Dnipro. PATRICIA SIMÓN

“Somos de Marganiets, el lugar cercano a la planta nuclear de Zaporiyia. Vinimos en agosto, mi marido está luchando en el frente. Vivimos en una pequeña habitación y mi hijo pequeño, por las noches, se asusta mucho. Es cuando nos bombardeaban en nuestro pueblo. Nuestro vecino resultó herido y su mujer, perdió una mano. Todo esto es demasiado para ellos”, le explica Natalia Postoenko a Jan mientras espera su turno en uno de los dos centros de reparto de ayuda humanitaria que han creado en el centro de Dnipro, en el centro del país. Agarrados a cada una de sus piernas, su hijo y su hija van entrando en la conversación gracias a los comentarios que él les va lanzando para hacerles partícipes. Están ojerosos. El niño, de cuatro años, le mira, sonríe, y esconde su rostro en el hueco de la cintura de su madre. Entonces Jan se da la vuelta, se coloca la nariz roja y se obra el milagro. Los niños ríen, se van desprendiendo del cuerpo de la madre, se relajan, confían en ese señor que pasa de ser una gallina a un boxeador en unos segundos. Los adultos ríen con la boca mientras con los ojos pareciera que están a punto de llorar.

“Somos de Marganiets, el lugar cercano a la planta nuclear de Zaporiya»

A unos metros, otro niño, de seis años,  les observa serio, con las manos en los bolsillos, más ojeroso aún. Jan le saluda militarmente. El crío se mantiene distante, duro. El payaso le sigue haciendo comentarios, el pequeño se va abriendo, aprieta la boca para no reírse. Termina por no conseguirlo. Su padre le observa, con la boca seria, con los ojos agradecidos, más desconcertado aún. 

Mientras, han llegado dos furgonetas, varios hombres han descargado cientos de mantas que rápidamente han sido colocadas en las estanterías de una estancia. Alrededor, un enjambre de personas organizan las donaciones internacionales. Los voluntarios entusiastas que hace un año aprendían sobre la marcha son ahora profesionales humanitarios que incluso han creado un sistema de citas online para que las familias desplazadas no tengan que esperar durante horas, como ocurría al principio de la guerra. 

El párroco Andriy Pinchuk acomoda a una de las mujeres rescatadas. PATRICIA SIMÓN / FOTO DE ARCHIVO

Pomogaem, la organización fundada por Rogala y el párroco Pichunk, se ha convertido en la aliada local de organizaciones internacionales como International Rescue Comittee o Save the Children, entre otras. La entidad, que ahora está construyendo una residencia para personas con discapacidad, emplea a más de 150 personas. 

Una de ellas es Artur Pavlyniv. Hace un año, este muchacho cargaba en mantas, con sus amigos de la infancia, a los ancianos que llegaban en los autobuses de rescate. Los alojaban en las que, hasta hacía unos años, habían sido sus aulas. Sonreía y bromeaba, rebosante de la adrenalina solidaria recién estrenada. La guerra acababa de comenzar, no se le había instalado aún en las entrañas aún. 

Un año después, se ha convertido en el coordinador del albergue, ha conocido y escuchado las historias de cientos de personas con las que ha convivido durante días o meses, y ya nada da tanta risa. Aunque si algo quieren preservar en Pomogaem es la esperanza de que puede volver la alegría. Y si algo domina el pueblo ucraniano es el arte de envolver la pena en retruécanos de humor e ironía. 

“No queríamos dejar nuestra casa, pero los bombardeos eran diarios y estaban encima de nosotros. Nos vinimos en septiembre para poner a salvo a nuestra hija. Ahora ni siquiera quiere volver para visitar a su abuela, tiene mucho miedo. Y no tenemos dinero para pagar un alquiler, así que nos tendremos que quedar aquí hasta que acabe la guerra”, explica Snejana Molchanova en el albergue de Voloske. Antes de la invasión rusa, más del 40% de la población ucraniana vivía por debajo del umbral de la pobreza. También ellos. Pero al menos entonces tenían su casa, en Nikopol. Y ahora llevan cinco meses conviviendo en una habitación con otras personas desplazadas y con un gatito que han recogido de la calle. La niña y la madre juegan con él durante horas. 

Snejana Molchanova con su marido en el albergue de Voloske. PATRICIA SIMÓN

“Ha sido muy duro tener que admitir que, en situaciones como esta, matas o te matan. Estamos muy agradecidos a nuestros soldados porque están sacrificándose para que nosotros sigamos vivos”, explica Jan, a modo de confesión, mientras conduce de vuelta a casa su furgoneta con dibujos de payasos y el nombre de su empresa, Doctor Clown. Entre otros países, Jan vivió y trabajó, casi una década, como payaso hospitalario infantil en Rusia. Allí tuvo a varios de sus hijos y de allí tuvo que salir hace diecisiete años, cuando el Kremlin empezó a poner obstáculos a las ONG internacionales. “Nadie sabe cuándo va a acabar esta guerra. No hay nada más doloroso que preguntarle a un ucraniano por sus planes de futuro. No sabemos qué va a ser de nosotros mañana. Vivimos al día”,  concluye antes de terminar otra maratoniana jornada. Dnipro tampoco es ya la ciudad que se mantenía a salvo de la guerra. El 14 de enero, un misil se estalló contra un edificio residencial de nueve plantas. Cuarenta y seis personas murieron, entre ellas 14 niños.

Tampoco Jan es el que conocí hace un año, aunque siga haciendo lo mismo pero junto a mucha más gente. Dice que es demasiado pronto para analizar cómo le ha cambiado la guerra, ir a la línea de frente, rescatar con sus brazos a personas muy vulnerables mientras les bombardeaban. “Tras tantos años atendiendo como clown a pacientes, ahora sé que todas las personas que vivimos en este país somos pacientes. En abril, fui a dar unas charlas en Europa sobre la guerra. No había podido parar hasta entonces. Escuchaba el sonido del metro en las ciudades y me ponía en alerta como si fuese aviación rusa. Cuando mis colegas me preguntaban por lo que estaba ocurriendo, no podía parar de llorar desde por la mañana hasta por la noche”, explica el hombre que lleva toda su vida salvando con la sonrisa. Y si no, que se lo digan al niño serio, el que hizo todo lo posible por contener la risa. Hasta que no pudo más. Y fue como verlo volver a la vida.

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Comentarios
  1. Soy un aficionado lector de los artículos y reportajes de Patricia Simón. Gracias Patricia por este nuevo testimonio de los horrores de esta guerra que hasta hace un par de años no habríamos imaginado volver en el corazón de Europa, y gracias por el estilo con que te identificas con las personas que entrevistas. Son personas que nos hacen rescatar la confianza en el porvenir de la humanidad. Gracias Patricia!!
    Luigi

  2. dear Samuel, aggressor’s goal was to steal the land and steal the people, and for that Ukrainians could never agree, there were never peace talks, it is naive to think, that for the promise of being neutral, Russian army would say «sorry», turn around and go back to Russian borders from before 2014.

  3. Estaban llegando a acuerdos para parar la guerra tanto Ucrania como Rusia hasta que Occidente decidió terminar las conversaciones.

    Si llegan a un acuerdo y dejan a Ucrania neutral, no deja de existir Ucrania.

    Las armas no son el único recurso. No es verdad que solo esté la salida de las armas y la guerra.

    Nunca entierren la diplomacia por favor.

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