Cultura
Spielberg presenta a su Antoine Doinel
El director estadounidense ofrece una versión corregida y aumentada de ‘E.T.’. Con ella firma su película más personal: ‘Los Fabelman’.
Hay directores que se hacen viejos y no dan una a derechas. Después de la mamarrachada de versionar West Side Story nos temíamos que Steven Spielberg hubiera entrado en esa categoría. Por suerte no ha sido así, como demuestra en Los Fabelman.
En su cine, los sentimientos han sido un material siempre presente y siempre disfrazado entre fanfarrias y efectos especiales. Como fan incondicional de la época dorada de los grandes estudios, trató de aunar el espectáculo con el relato intimista, con diferente suerte. Aquí no están revueltos. Aquí sólo hay emociones, un adolescente enamorado del cine y una familia desdichada. Aquí sólo está él.
Esta nueva película, nominada a siete premios Oscar, no deja de ser una nueva versión de E.T. (1982). En aquella, un niño triste y solitario encuentra en un extraterrestre la tabla de salvación que necesita para sobrevivir en un momento de zozobra familiar. En esta ocasión lo hace a través de una cámara de cine. En ambas se trata del mismo crío: el propio Spielberg.
La historia es conocida porque la ha contado en multitud de entrevistas: su infancia en Phoenix, en uno de esos barrios perfectos de los años cincuenta que tan bien supo retratar el ilustrador Norman Rockwell y en el que él era el único niño judío; unos padres con caracteres muy diferentes, ella caótica y volcada en el arte, él cartesiano y enfocado en la ciencia. De alguna manera, además de ser un retrato de su propia vida, Los Fabelman es un ajuste de cuentas y un cariñoso homenaje a ellos. ¿Pueden darse las dos cosas, el reproche y el afecto? Por supuesto. Tratándose de los padres no puede ser de otra manera.
El arte y los niños
Dicen que fue su admirado François Truffaut, mientras rodaban Encuentros en la tercera fase (1977), el que animó a Spielberg a trabajar con niños. Le había visto potencial en ese terreno y el director de Los 400 golpes, El pequeño salvaje o La piel dura sabía de lo que hablaba. Cuarenta y cinco años después de aquella colaboración y de dedicar decenas de películas a niños desorientados o directamente perdidos, aparece por fin, sin filtros, Sammy Fabelman, el Antoine Doinel de Spielberg. Ambos son retratos tan diferentes como sinceros. Doinel es un golfillo al que le encanta fumar, meterse en líos, leer a Balzac en calcetines y soñar ante los afiches de cine. Fabelman es más formal y pertenece a otra clase social: aun con todos sus conflictos, su familia le proporciona todo lo que necesita para desarrollar su vocación. Doinel roba la máquina de escribir, a Fabelman le regalan la cámara de cine. El arte se revela y se desarrolla por caminos distintos, y en el caso de Truffaut y Spielberg, un día acabaron por converger.
El arte, sobre el que Spielberg compone todo un tratado en su película, es la forma que tiene ese adolescente de controlar el caos que se cierne sobre él (y que es la inevitable separación de sus padres). Aparece en su vida como epifanía, siendo todavía un niño, cuando lo llevan al cine para ver El mayor espectáculo del mundo (1952), de Cecil B. De Mille. Empieza siendo un juguete, y muy mal tendríamos que haber crecido para no recordar nuestra inmaculada fascinación por los juguetes. El juguete lo es todo: fantasía, representación del mundo, libertad y, paradójicamente, constituye tanto un refugio como un contacto con el exterior. Una pelota sólo adquiere su verdadera dimensión cuando se comparte. Una cámara, en el caso de Fabelman-Spielberg, también.
El chico melancólico y solitario se rodea de amigos para rodar sus cortos. Incluso de enemigos, como los muchachos antisemitas que lo martirizan en el instituto (y a los que también ha mencionado en muchas entrevistas). Su relación con los otros cambia después de encuadrarlos en su objetivo, como también cambiaba en el caso de Elliott, en E.T., a través de la conexión telepática con el visitante-Salvador de las estrellas. Ambos son mágicos, pero la cámara, además, le da pie para reflexionar sobre el poder del cine para crear mitos.
Toda esta profundidad no podría alcanzarse sin el trabajo de un reparto excepcional, que encabeza Gabriel LaBelle (perfecto compilador de todas las tribulaciones adolescentes) y que alcanza su máxima expresión en Michelle Williams, la madre amada y odiada, fuente de su vida, de sus quebrantos y de su naturaleza artística. Sin olvidar al padre, Paul Dano, que aparca sus habituales papeles de chiflado para sorprender al público con una composición calmada y sensible (¿recuerdan al Robert Mitchum de La hija de Ryan?, pues por ahí van los tiros). ¿Y qué decir de los excepcionales cameos protagonizados por Judd Hirsch y David Lynch? Spielberg, que tanto ha trabajado los efectos especiales, sabe que ningún truco puede emocionar tanto como el rostro de un intérprete. Ellos, actores y actrices, son la verdadera magia del cine.
Desde luego, Los Fabelman no conseguirá el éxito de taquilla de E.T., una película que vieron, en el momento de su estreno, 123 millones de personas sólo en Estados Unidos. E.T. era una película ecuménica. Los Fabelman tiene un target más reducido: el de las personas que aman el cine por encima de todas las cosas. No somos todos ni todas, pero aun así somos legión. Y con aquellos cinexines y aquellas videocámaras, con nuestros pósteres y nuestras revistas, con nuestras entradas ya borradas por el tiempo y nuestros recuerdos de infancia en un patio de butacas, no podemos verla sin dejar de conmovernos.
Soberbio artículo, como nos tiene acostumbrados D. Manuel. Consigue que uno no pueda resistirse a verla. Las emociones son pura ideología «en frio» y aquí están más presentes que nunca.