Cultura

Memoria y melodía de Carlos Saura

La desolación de los vencidos, tanto como la violencia de los vencedores, y sus consecuencias tan perdurables que llegan hasta hoy es lo que hemos mamado, y sobre ellas se levanta la obra de ese genio que no ha podido recoger el merecido Goya de Honor a su carrera.

El director de cine, Carlos Saura, en Madrid. Foto: Reuters

Cuando era pequeña, como nunca dormía, mi madre me acunaba a ritmo de copla con la esperanza de que aquellas canciones me cerraran los ojos y me deslizasen suavemente hacia el descanso, propósito que resultó del todo inútil, pues acabé aprendiéndome las letras y cantándolas yo de madrugada. Cuando, ya de adulta, acudía a visitar a mi abuela a la residencia donde pasó sus últimos años, aquella memoria de infancia me sirvió muchas veces para conectar con esa anciana que no me reconocía, pero se empeñaba en sonreírme al notar que tal vez el cariño fluía en la música: juntas entonábamos los clásicos de Lola Flores, Marifé de Triana y otras muchas encargadas de hilvanar una educación sentimental franquista que transcendió las fronteras de su época.

Al ver de nuevo las escenas de algunas películas de Carlos Saura, ese señor que nació en 1932, tres años y pico más tarde que mi abuela, no he podido evitar evocar la familia como una fuente de costumbres y traumas que, en España, y particularmente en la filmografía del cineasta, ha actuado como savia cultural a partir del mito originario de la Guerra Civil. La desolación de los vencidos, tanto como la violencia –en ocasiones intestina– de los vencedores, y sus consecuencias tan perdurables que llegan hasta hoy es lo que hemos mamado, y sobre ellas se levanta la obra de muchos creadores y creadoras de nuestro país, entre ellas la de ese genio que, por pocas horas, no ha podido recoger el merecido Goya de Honor a su carrera: Saura.

Suena “Ay Maricruz, Maricruz” en la escena de Cría Cuervos (1975) donde la pequeña Ana Torrent cree firmemente tener el poder de matar a la abuela con un poderoso veneno. La señora ha movido la cabeza en señal de asentimiento al preguntarle la niña si quería que la ayudara a morir, pero lo que ha desatado ese instinto suicida han sido las viejas fotos que, ancladas a la pared, permean el recuerdo. Saura, que en sus inicios fue fotógrafo y en algún momento leyó a Roland Barthes, probablemente también a Sontag, ya sabía de las interferencias entre la imagen estática, la memoria y la muerte, elementos que hiló con la imagen en movimiento en un sinfín de combinaciones, atravesadas asimismo por melodías que sobrecogen el alma. Suena “Rocío, manojito de claveles” mientras La prima Angélica (1973) llora los latigazos que soporta su primo en un fuera de campo que sabemos la habitación de al lado. Protagonizada por un José Luis López Vázquez cuyo dolor cristaliza en ese régimen autoritario de luctuosas proclamas religiosas y masculinidades agresivas, la película se articula a base de analepsis que, al recurrir al actor mayor para encarnar asimismo la rememoración del niño, parece gritarnos la imposibilidad de crecer en ese clima lacerante que duró cuarenta años.

Como ya plasmara en La caza (1965), ese filme que lo catapultó más allá de las lindes nacionales al ganar el premio a la mejor dirección en el Festival Internacional de Cine de Berlín, la violencia retorna una y otra vez, aunque en esta historia cinegética, tan influenciada por las vanguardias de entonces, la deshumanización alcance cotas insoportables a través de un paisaje árido, tórrido de sol. De hecho, La caza –título impuesto por la censura– quizá sea su metraje más descarnado precisamente por la incidencia de los elementos y el comportamiento animal confundido con la deriva de los personajes. Poco a poco Saura regresará a la desolladura, pero en espacios domésticos, como en Mamá cumple cien años (1979) o la magistral Elisa, vida mía (1977), que trasluce ecos de su admirado Ingmar Bergman patentes en la exploración psicológica de un padre y una hija, los inolvidables Fernando Rey y Geraldine Chaplin, que se reencuentran después de mucho tiempo. Aquí, en lugar de copla, son la ópera Pigmalión junto al piano de Erik Satie los encargados de erizarnos la piel conforme asistimos a los vericuetos de una relación marcada asimismo por la literatura.

Es curioso, porque Carlos Saura reveló en una entrevista que él recibió una educación en música clásica inculcada por su madre, pianista y miembro, como su padre, de una burguesía republicana humillada por la contienda pero fiel a sus gustos tradicionales. A pesar de la dignificación del flamenco que efectuaran Manuel de Falla y Lorca a partir de los años 20, en casa del cineasta este género “era una especie de horror”, y él superó el estigma asociado a lo popular para rescatar no sólo la obra de los dos creadores andaluces, la danza y el mito en la trilogía compuesta por Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986), sino también las composiciones de los maestros Quintero, León y Quiroga que alimentaron los espectáculos de nuestras tonadilleras, y hasta las cantinelas de guerra en ese boom taquillero que fue ¡Ay, Carmela! (1990).

Sin embargo, si hay que destacar una incursión arrolladora en lo popular, por cuanto tuvo de indagación de los márgenes en mitad de una Transición que expulsaba de la pretendida y recién inaugurada modernidad a los colectivos más desfavorecidos, basta decir Deprisa, deprisa (1981), estandarte del cine quinqui. Por los jóvenes que sueñan con ver el mar, atracan bancos, se drogan y queman coches, transcurren esos compases de gasolinera que en las provincias y extrarradios escuchábamos en bucle. Suena “Me quedo contigo”, de Los Chunguitos, y ahí sí, me rindo.

Carlos Saura ha sido muchas cosas (novelista, director teatral); su ambición creativa abarca más de cincuenta películas, algunas de temática histórica o internacional; ha recogido tantos premios que la lista abruma. Mi obituario es diminuto y no posee afán compilador, más bien emocional, uno que busca honrar no necesariamente la fama y el prestigio de este hombre-niño de la Guerra, sino su capacidad para entreverarse con la materia viva de los recuerdos familiares, la intrahistoria desgarrada que nos conforma, la cotidianeidad propia que también le pertenece. Porque ése quizá sea el mayor logro de cualquier artista, el amarrársenos por dentro, ayer y hoy, y no soltarnos, descanse en la memoria y en la música.

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Comentarios
  1. La generación de la llamada Transición estábamos eufóricos, éramos jóvenes, nos parecía que nos encaminábamos a un mundo ideal, de libertades, regido por altruistas ideales, por si fuera poco aparecieron en el ámbito cultural intelectuales, cineastas, como Saura, con una forma de pensar y ver el mundo diametralmente opuesta a la que nos había inculcado machaconamente el nacionalcatolicismo en Aragón.
    Sus películas en aquellos tiempos para mí eran «el no va más».
    Mi agradecimiento a Saura es doble; por su aportación intelectual y cultural y por ser un paisano de cuya idiosincrasia me siento orgulloso.
    «¿Por qué te vas?», de Jeanette, en ‘Cría cuervos’ (1976), obra maestra de Carlos Saura
    https://www.youtube.com/watch?v=WmP-hUvDSNA

    (En los años 70, Saura dirigió algunas de sus obras maestras. ‘La prima Angélica’, por ejemplo, película en la que vertió sus recuerdos de infancia. Esta película hizo historia también por su accidentado estreno. La prensa del movimiento y grupos de ultraderecha cargaron contra la película al correrse la voz de que uno de los personajes tenía un brazo escayolado en alto como en un saludo falangista. Se intentó robar la película del cine Amaya, en Madrid, y se incendió el cine Balmes en Barcelona). (Arainfo)

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