Opinión

Darwinismo digital: a la conquista de nuestros datos

“Cada vez son más las empresas que buscan recolectar el mayor número de datos posible sobre nosotros porque eso les aporta una ventaja competitiva que, a la larga, se traduce en golosos beneficios”, reflexiona Azahara Palomeque.

Centro de datos. JOSH SONRENSON / Licencia CC0

En Estados Unidos, se calcula que en torno al 40% de la población evita ir al médico cuando lo necesita por miedo a las facturas derivadas de la consulta. El dato es preocupante, pero existe otro precio que pagar al que se presta menos atención y no es otro que el que se deriva de compartir nuestros datos. Durante la época que viví en ese país, y una vez logré identificar que sufría depresión, me negué rotundamente a acudir a un profesional debido, entre otras cosas, a la incapacidad de saber qué haría exactamente la industria sanitaria con esa información, junto a la sospecha de que podría ser utilizada para incrementar el precio del seguro, o directamente para negármelo en algún momento. Mis suspicacias se cimentaban en un hecho irrebatible: cada vez son más las empresas que buscan recolectar el mayor número de datos posible sobre nosotros porque eso les aporta una ventaja competitiva que, a la larga, se traduce en golosos beneficios. 

Más allá del conglomerado estadounidense en torno a la salud –uno de los más lucrativos–, y de las grandes tecnológicas y el oligopolio de las redes sociales, la adquisición de datos personales de todo tipo a través de la digitalización se está convirtiendo en un mandato para la supervivencia en el mundo de los negocios. El concepto acuñado para definir este fenómeno es “darwinismo digital”, una suerte de reinterpretación de las teorías del científico inglés Charles Darwin, que promulga la imperiosa adaptación del tejido corporativo a la “evolución” del tecnológico y el comportamiento de los posibles clientes.

Las marcas que no sean capaces de llevar a cabo ese proceso, dicen los expertos, morirán, y estas abarcan desde fabricantes de aspiradoras, persianas “inteligentes” y demás objetos que ya integran lo que se ha venido a llamar “el internet de las cosas”, hasta ese reloj que mide las pulsaciones y pasos, o la industria automovilística. Esta última, decía Shoshana Zuboff, autora del libro Surveillance Capitalism (capitalismo de la vigilancia) y profesora de Harvard, obtiene ya más rédito gracias a los datos que le aportan las cámaras de los coches que con la fabricación y venta de vehículos. Que hasta algunos comederos para perros lleven incorporados chips y pantallas conectados, puede argumentarse, no responde tanto al progreso de nuestra civilización como a un modelo de negocio basado en la gestión de información personal.

Así, la prensa especializada subraya a menudo las ganancias de implantar inteligencia artificial y, específicamente, mecanismos de aprendizaje automatizado (machine learning) en distintos sectores, ya que, más allá de su acumulación, los datos son utilizados para entrenar a algoritmos que modificarán a la máquina produciendo el efecto deseado: en los vehículos sin conductor, que éste identifique rutas y obstáculos en la carretera; en los seguros (de salud, del hogar), que modelen escenarios de riesgo según los cuales establecer el coste de las pólizas.

Los inversores lo tienen claro, y han logrado dilucidar algunas tendencias con potencial de crecimiento. Una de ellas sería la marcada por John Kerry, el enviado presidencial de Estados Unidos para el Clima, quien aseguró en 2021 que la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero provendría en un 50% de “tecnologías que no tenemos todavía”. El tecno-optimismo de este cargo público está siendo utilizado para justificar el desarrollo de infraestructuras cuestionables como las dedicadas a la captura de carbono, pero hay más.

El despliegue del 5G, por ejemplo, constituiría otra de las áreas de expansión digital propuestas por gobiernos y corporaciones, a pesar de las múltiples críticas. Si el científico del CSIC Antonio Turiel no ha dudado en calificarlo como “lo más parecido en el ámbito de las telecomunicaciones a la construcción de los moais de la isla de Pascua, es decir, el canto del cisne antes del colapso”, a causa del derroche energético que supone, el Alto Consejo por el Clima francés también expresó hace dos años sus dudas. Según el organismo, la instalación masiva del 5G podría provocar un aumento de las emisiones, así como daños en la salud. Por su parte, la periodista especializada en tecnología Marta Peirano ya ha afirmado en más de una ocasión que el 5G es “una necesidad creada para la explotación de datos” y, por ende, “una gran trampa para espiarnos”.

De ese espionaje, que tiende a multiplicarse conforme el entramado empresarial y financiero fortalece su dogma darwinista, se desprenden consecuencias nefastas que van desde el destrozo medioambiental perpetrado por la nube, hasta la fabricación de nuevos hábitos de consumo y la pérdida de privacidad, pasando por la manipulación de sensibilidades políticas y conductas electorales. La sobrevivencia de la industria más fuerte, tecnológicamente hablando, apunta así a una debilidad civil mientras más se afianza nuestra dependencia digital. 

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