Opinión
España, paraíso del silencio
La agresión denunciada por Jedet tras los Premios Feroz destaca por ser una excepción. No ha habido nada parecido al #MeToo en el cine español. Pero es que el país tampoco se presta a ello.
A finales de los setenta, Pepa Flores concedió una entrevista a Interviú en la que contaba los abusos a los que fue sometida cuando todavía era Marisol, la niña prodigio del cine español. Su relato de las sesiones fotográficas en las que la tocaban y la obligaban a desnudarse o las noches en las que su mánager mantenía relaciones sexuales en la misma cama en la que ella dormía (a los ocho años) no causaron especial revuelo. Entonces se consideró algo normal. Cosas de la farándula.
Poco después, en 1982, en el programa Su turno, Concha Velasco contó las vejaciones que tenían que sufrir las mujeres de su gremio: «Es cierto: hay actrices, sobre todo las que empiezan, que no pueden hacer otra cosa. Si no se desnudan, no ya en el plató, en la oficina del jefe de producción, no hacen la película». Lidia García recoge la bochornosa anécdota en su libro ¡Ay, campaneras!: «La reacción del público y del presentador, Jesús Hermida, fue reírse. Pero ella continuó seria».
Más recientemente, Maribel Verdú le contó a Jesús Calleja que también ella había sufrido acoso sexual: «Y no conozco a ninguna mujer a la que no le haya pasado, que no haya tenido que soportar barbaridades». Siendo menor de edad ya tuvo que ir al juzgado a denunciar a su acosador. Años más tarde fue vetada por un productor «en diez películas seguidas», como le reveló a Jordi Évole. En cierta ocasión un director de producción la llevó a su despacho «y pasó algo muy fuerte», explicó. En ese momento llamó a unos compañeros para que acudieran allí y pusieran en evidencia al, digámoslo sin ambages, delincuente sexual.
Cuando se toca el tema suele decirse que son prácticas del pasado, que ya no ocurren esas cosas. «Yo de esas he vivido muchas», decía Verdú. «En el año 2008, en el año 2012…». No son, por tanto, cosas de otros tiempos. Y la constatación llegó el fin de semana pasado, durante la fiesta posterior a la entrega de los Premios Feroz.
El caso fue recogido en la prensa y los detalles (acoso, insultos, amenazas de veto…) reproducen fielmente los relatos de Pepa Flores, Concha Velasco o Maribel Verdú. Nada ha cambiado, efectivamente. Nada salvo la denuncia de Jedet contra un productor, algo que, por su rareza, nos lleva a pensar en nuestro país como el paraíso del silencio.
El ejemplo estadounidense
En 2017, cuando estalló el escándalo de Harvey Weinstein, 82 mujeres denunciaron públicamente al productor más poderoso de Hollywood. Así arrancó el movimiento del #MeToo. Hoy Weinstein está en la cárcel cumpliendo una condena de 23 años (que podría aumentar en otros 18). Sus presuntos delitos son especialmente numerosos; sus delitos probados son especialmente graves e incluyen la agresión sexual y la violación.
Somos muy críticos con todo lo que tiene que ver con Estados Unidos, pero hay que reconocer que nos llevan mucha ventaja en este tema. Roman Polanski no puede poner un pie allí después de violar (un cargo que luego fue rebajado al de «relaciones ilícitas») a una niña de 13 años en 1977. Lleva 45 años evadido de la justicia.
Allí tampoco puede cantar Plácido Domingo, aunque en su caso la sanción es social, no judicial: en 2019, nueve mujeres denunciaron acoso sexual por parte del cantante. Una investigación del sindicato de la ópera elevaba esa cifra a 27. Aunque le han cerrado las puertas de los auditorios americanos sigue dando conciertos tras las acusaciones. En el Teatro Real de Madrid se vio obligado a cantar cinco bises ante un público enardecido. Esa es la diferencia.
Esta misma semana, la semana en la que tanto se ha hablado de la presunta agresión cometida tras los Feroz, el Ayuntamiento de Madrid rechazó retirarle a Plácido Domingo el título de hijo predilecto de la ciudad, una petición que había hecho el grupo de Más Madrid. El alcalde, José Luis Martínez-Almeida, defendió al artista apasionadamente: «Creo que es una de las grandes glorias que tenemos en la cultura española, que ha paseado el nombre de España por el mundo. Antes de arrastrar el nombre de personajes tan ilustres por el fango, por parte de una izquierda que se arroga una moral superior, no vamos a participar de esa cacería. Insisto: no se ha acreditado ningún tipo de conducta irregular [aunque el mismo Plácido Domingo ha reconocido los hechos] y la mera existencia de ésta no invalida la trayectoria totalmente de una persona». Los servicios a España, según Almeida, salvaguardan la conducta de un abusador confeso.
Un acto heroico inexigible
¿Para qué contar los abusos, pensarán muchas actrices, si la repercusión sobre los agresores es mínima? Se les pide un acto heroico, injustamente. Por eso manda el silencio. ¿Hace falta recordar que en la sentencia inicial impuesta a La Manada (luego corregida por el Tribunal Supremo) hubo un juez que sólo apreció «un ambiente de jolgorio y regocijo» en una violación múltiple? ¿Cómo alguien que ejerce ese poder y que tiene esa responsabilidad es incapaz de ver la diferencia entre ceder y consentir? Esto se debe, sencillamente, a una cultura de la violación monstruosamente extendida.
Se cede por intimidación, por abuso de poder, por miedo a las represalias, por la amenaza de violencia. Consentir, aceptar de buen grado, es otra cosa. Por eso era tan importante la ley del sólo sí es sí, hoy en entredicho por una redacción mejorable y unos jueces incapaces de entender qué es eso del «espíritu de la ley» más allá de la letra. O simplemente reacios (por cultura, por ideología, por obstinación, por edad, quién sabe) a establecer un compromiso ético con las víctimas. ¿O habría que decir, más ampliamente, con las mujeres? Por todas estas cosas continúa el silencio.
Continúa también lejos del mundo del espectáculo. En los títulos finales de Spotlight, la película que narraba el escándalo de los casos de pederastia perpetrados por sacerdotes católicos y ocultados por la archidiócesis de Boston, aparecían los nombres de las ciudades en las que se habían registrado denuncias similares. En la lista había 105 ciudades estadounidenses. De Australia había 22. De Irlanda, ocho. ¿Y en ‘la muy católica España’? ¿Había denuncias? ¿Cuántas ciudades aparecían? Dos. Sólo dos: Comillas (Cantabria) y Granada. Desde el estreno de la película, en 2016, algunos casos más han llegado al conocimiento público, pero siguen siendo pocos, sobre todo teniendo en cuenta la desmesurada implantación de la enseñanza concertada en todo el territorio. Hay más, muchísimos más, pero aquí manda el silencio.
Quizás sea una herencia sociológica franquista (otra más) esto del temor reverencial al poder. Es un clima que no se localiza sólo en los platós o en las escuelas religiosas. Se respira en muchos otros sitios. Por ejemplo, en las empresas. Los riders, las kellys, las empleadas del hogar son héroes en contra de su voluntad. En una sociedad sana no tendrían que habérselo jugado todo denunciando la injusticia de la que son objeto.
La agresión denunciada por Jedet es un paso muy importante para el cine español. Como ocurre con la pederastia, hay más casos además del suyo, muchos, muchísimos más. Si conocemos los abusos contra Pepa Flores, Concha Velasco o Maribel Verdú, ¿cuántas actrices que no tienen esa relevancia han pasado por lo mismo? Asusta pensarlo. «¡Madre mía, el día que esto salga!», exclamaba Maribel Verdú en su entrevista con Évole.
¿Cuánto más se alargará este silencio? ¿Cuándo dejará de definirnos como país?