#UnaMareaDeLibros | Cultura
Vidas sin futuro. Y sin presente
"Los dramas que van surgiendo no están ahí para suscitar nuestra producción de adrenalina sino porque en ese contexto resultan inevitables", escribe Ovejero sobre la nueva novela de Pablo Gutiérrez.
La tercera clase
Una historia sentimental del hachís en la Baja Andalucía.
Pablo Gutiérrez
La navaja suiza, 2023
¿Qué buscas en la literatura, que te consuele o que te diga la verdad? Lo ideal sería tener las dos cosas a la vez, ¿no?, pero eso a menudo es imposible. Y es más difícil aún obtenerlo si la escritura se adentra en los rincones maltratados de la sociedad.
Claro que puede aliviarnos leer aquellas otras historias de marginados y miserables que se salvan por sus buenos sentimientos o los de los demás, esas historias tan, tan humanas, de final feliz, que nos escamotean las auténticas condiciones sociales, para que podamos asomarnos a los abismos del capitalismo sin sufrir demasiado. No es lo que vas a encontrar en esta nueva novela de Pablo Gutiérrez.
Así que si has leído las palabras «una historia sentimental» del subtítulo, no te engañes, abandona toda esperanza. Claro que hay sentimientos aquí, pero duros, ásperos o, cuando aparecen la ternura, el deseo y, sí, la esperanza, son tan fugaces que apenas consiguen iluminar la imagen. Esto va de la vida destruida de chicas y chicos a quienes no se ofrece la menor oportunidad. Dan igual las buenas intenciones de algunos de sus profesores, también de los activistas políticos que quieren sacar esa región deprimida de su miseria. La brutalidad del entorno, que marca todas las relaciones sociales y afectivas, los acabará absorbiendo, les mostrará lo inútil de su trabajo, los volverá incluso hostiles hacia los chicos a los que querían salvar y a los que van cogiendo miedo. Chicos sin futuro porque les han robado el presente. No viven, sobreviven, endureciéndose, porque quien no lo hace se convierte en víctima. Aunque, bien mirado, todos son víctimas, si bien muchos son a la vez verdugos.
La tercera clase nos habla de unos niños y niñas que pertenecen a la clase baja de la clase baja (porque ahí también hay clases), en La Broa, un poblado de la costa andaluza cuya principal riqueza proviene del tráfico de marihuana y hachís. Asistimos a una cotidianidad que muy poco tiene que ver con la de la inmensa mayoría de quienes lean el libro. Esa vida salvaje, esa ferocidad en las relaciones, esos padres, hermanos, compañeros despiadados por suerte no nos han tocado, o solo de refilón. Los críos no se creen los discursos de sus profesores y mucho menos la cultura del mérito y del esfuerzo. Hace mucho que han descubierto la jaula en la que están y que lo único que les queda es abrirse hueco en ella a dentelladas, no perder los colmillos intentando romper los barrotes.
Ya sabemos que la literatura no es un espejo que se pasea a lo largo de un camino, como pretendía aquella cita de Stendhal. Siempre hay algo que no vemos, algo tan confuso que no se puede reflejar ni mostrar. Los espejos literarios están empañados, o curvados o no reflejan toda la imagen. Pero, si aplicamos la metáfora del espejo a esta novela de Gutiérrez, tendríamos que hablar de un espejo hecho añicos. La narración va pasando de una voz a otra, y cada una nos muestra, muy brevemente, un fragmento de su vida. Todas las imágenes que nos ofrece son cortantes, hirientes. Y entre una y otra hay vacíos, esquirlas sin narrar, que se nos escapan. Sin embargo, cerramos el libro con un sentimiento desolado de comprensión.
Pero eso no significa que La tercera clase sea una obra conformista, resignada. Lo que hace con su aparente pesimismo es negarnos el consuelo de las buenas acciones, el de creer que se puede hacer sobre el terreno lo que no se ha hecho en las estructuras. Si aceptamos un sistema económico que genera tales bolsas de pobreza e ignorancia, luego no vayamos a aplacar nuestra conciencia con nuestra caridad cristiana o de ONG.
Es un libro hermoso y emotivo sin ser nunca blando, este La tercera clase. No solo porque nos conmueve lo que cuenta, también porque la forma en la que está escrito, con su mezcla de, por un lado, reflexiones y acciones crudas, y, por otro, momentos de lucidez expresiva, casi poética, a la vez nos repele y nos atrae, sin el menor atisbo de morbo ni de efectismo. Los dramas que van surgiendo no están ahí para suscitar nuestra producción de adrenalina sino porque en ese contexto resultan inevitables. Los personajes y sus peripecias serán ficticios, pero los modelos en los que se basan son demasiado reales.