Opinión
Inconsecuente
"Nos contentamos con reciclar el plástico que recubría innecesariamente la fruta. El agotamiento no llega de pronto, como tampoco llega de pronto la muerte", escribe Ana Carrasco-Conde.
Hay algo peor que el negacionismo: el consciente inconsecuente. Quien cae en este modo de actuar sabe con seguridad que algo sucede pero considera que no será a él a quien le afectará o si algo está por venir no será él quien lo sufra. El consciente inconsecuente no está cegado por sus prejuicios, sino por el autoengaño, la pereza y el egoísmo. No niega los hechos, pero entiende que no será hoy cuando el desenlace llegue. Así, sabiendo que algo está en proceso o bien sostiene que aún tiene tiempo y sigue actuando del mismo modo o bien que serán los demás, a los que toque de pleno, quienes habrán de ocuparse. Y si le afecta o afectará en el futuro opta como premisa aprovechar hasta que ese momento, del que no se duda, llegue. Mientras se contenta con pequeñas medidas en un acto de autoengaño.
El ser humano es consciente inconsecuente cuando se refiere a sí mismo y a su destino. Nunca será él mismo quien muera, aunque se sepa mortal, o el que envejezca aunque sepa que pasan los años (siempre los demás están peor “conservados” que uno mismo). Así lo sostiene Joan Didion en Noches azules cuando confiesa: “La realidad es que he vivido toda mi vida sin creerme en serio que yo fuera a envejecer”. Vivimos toda la vida pensando que la vejez, la enfermedad, la muerte no nos tocará ni a nosotros ni a nuestros seres queridos. Sabemos que llegará pero no hoy, no ahora y, mientras tanto postergamos los planes importantes o nos bebemos la vida en una mala comprensión del carpe diem horaciano porque esta formulación no dice que vivamos al límite, sino todo lo contrario, que lo hagamos siendo conscientes de nuestros límites. Quizá entonces el inconsecuente es en realidad consecuente consigo mismo al pensar irracionalmente, aunque diga lo contrario, que la muerte, la enfermedad o la vejez no van con él.
Actuamos con la crisis climática como con la propia muerte: sabemos que está aquí, pero “no del todo”. Como quien envejece, no consideramos que realmente seamos nosotros los que lo estén viviendo. Y aplicamos nuestra particular versión del greenwashing. Pero el cambio climático sigue avanzando: aunque rápido es un proceso gradual en el que es preciso hacer un cambio estructural. Las decisiones que tomamos en nuestra vida en relación con el cuidado influyen en el final que tengamos. A veces incluso lo aceleran o lo provocan. Con el cambio climático sucede lo mismo: las decisiones que tomamos, incluso las más nimias, nos llevarán a saber vivir en la mesura de un límite que no debemos cruzar y que implica que no es posible un crecimiento constante al infinito.
“No será tan grave” dirán algunos. Solo hay que abrir los ojos para observar que el balance entre la regla y la excepción se ha invertido. Si antes los focos de contaminación se localizaban con claridad en el mapa, ahora se buscan infructuosamente focos de “naturaleza”, incluso viendo en la costa de islas paradisiacas plásticos y latas de cerveza. Lo “limpio” se desvía de la norma, lo que quiere decir que la regla es que haya contaminación en el aire, que el agua tenga desechos plásticos e hidrocarburos, que la tierra contenga fosfatos, ácidos inorgánicos, pesticidas y que el fuego lo arrase todo de forma incontrolada porque no se ha hecho prevención, es decir, sabiendo que hay incendios somos inconsecuentes.
A este rápido deterioro del medio ambiente se contrapone la lentitud de las modificaciones. Hacemos lo que podemos por “salvar el planeta” aunque justificamos el consumo de carne por encima de nuestras posibilidades, ignoramos el hecho de que compramos fruta envasada en plástico o seguimos alimentando sin oponer resistencia un sistema de producción que está convirtiendo nuestro planeta, como sostiene Michael Marder, en un vertedero. La nuestra es la época de la contaminación global.
Y así vivimos, sabiendo que el planeta está sufriendo las consecuencias de nuestros actos, pero sin querer renunciar a nada. Lo cierto es que al hacerlo somos consecuentes con una verdad que no queremos aprender: que estamos integrados con el planeta, que somos seres dependientes de lo que sucede en él no porque vivamos en su superficie, sino porque somos él. Somos biomasa que se nutre de ese mismo vertedero. Nuestras dietas, nuestras respiraciones y nuestra salud dependen del equilibrio con el ecosistema y hacen que seamos los seres vivos que somos. Somos literalmente nuestro medioambiente, que debería ser quizá entendido como el ambiente que nos atraviesa y constituye. La contaminación del agua o del aire es nuestra propia contaminación. La salud del planeta coincide porosamente con la nuestra.
El cambio climático “no solo” significa un aumento de las temperaturas con nefastas consecuencias, como el cambio de las corrientes marinas o la desaparición de innumerables formas de vida, sino también un aumento exponencial de las posibilidades de enfermar y una transformación de nuestra propia materialidad. Y así, o enfermos de estrés por soportar el nivel de producción que se nos exige (y contra el que no nos revelamos y que incluso alimentamos) o por la imbricación de nuestro cuerpo con lo que nos rodea, vivimos sabiendo que la muerte llegará pero no a nosotros, no hoy, tampoco mañana.
Sabemos que enfermamos, sabemos que lo normal es la contaminación, pero no hacemos nada. Siendo consecuentes con nuestra inconsecuencia no salimos a la calle para exigir medidas a los gobernantes, para que se invierta en hidroaviones en lugar de en aviones militares, para que haya un cambio energético no extractivista y un cambio estructural en nuestra forma de vivir. Y sabiendo todo eso, nos contentamos con reciclar el plástico que recubría innecesariamente la fruta. El agotamiento no llega de pronto, como tampoco llega de pronto la muerte. El clima ya ha cambiado de este modo por nuestro sistema de producción. Deberíamos ser consecuentes o, en su defecto, sufriremos las consecuencias.
La respuesta/sentido del ser humano parece ser solucionar los problemas que nosotros mismos creamos, así en una espiral sin salida
Para inconsecuente el gobierno de Aragón y su gente.
Canfranc: el pp. 3 enero se celebró una movilización en defensa de la Canal Roya y el Anayet ante el peligro que supone el proyecto de unión de estaciones de esquí entre la Val de Tena y la Val del río Aragón impulsada por la DGA.
La eurodiputada Sira Rego, presente en la movilización, ha pedido una reflexión colectiva en torno a cómo poner en marcha estrategias de resiliencia y de lucha contra el cambio climático que hagan una sociedad más resistente ante el evidente cambio climático, recordando los datos aportados por AEMET que indican que 2022 ha sido el año más cálido en la Península Ibérica desde 1916.
Carta del catedrático y geógrafo Eduardo Martínez de Pisón
LA CANAL ROYA.
Nunca pensé que tendría que escribir a favor del estado natural de la Canal Roya. Creía con ingenuidad que sus cualidades, tan evidentes, la hacían inviolable, que cualquiera con un mínimo de amor a la montaña, de conocimiento, sensibilidad y respeto, la admiraría y protegería.
Pero mi confianza en quienes planean los destinos de nuestros territorios y paisajes de dominio natural ha sido una vez más defraudada…
Tras la pérdida de Espelunciecha, al otro lado del collado, por mera expansión del terreno industrial a costa del natural, sacando dinero de donde no parece el fondo más adecuado, proseguirá tercamente la perdida de espacio de valor natural por uno de los paisajes altoaragoneses mejor cualificados.
Por esta Canal aún corren libres los viejos espíritus de la montaña, esquivos y delicados, pero huirán irremediablemente cuando comience la instalación de los teleféricos, al sonido del primer martillazo que suene en el valle, rebote en el Anayet y repita el eco del pico de Malacara.
La justificación económica, aparte de discutible en sus mismos planteamientos, no da vía libre a embestir contra toda calidad territorial, sino que exige, al contrario, en un temple civilizado, un claro deber de cuidado y preservación.
Lugares tan notables tienen valores universales, no solo locales, por lo que su petición de respeto nos alcanza a todos y por eso escribo estas líneas. Tal vez fuera lo mejor dejar la naturaleza como está, pero hoy sería cándido creer que, solo por tener calidad, se respetará sin más.
No confío en que sea así, por experiencias pasadas.
“Cuando perdemos una especie, perdemos algo singular e irrepetible. Perdemos algo de nuestra propia riqueza, como planeta y como sociedades humanas. Podemos pensar que qué mas da que desaparezca un pececillo, pero en ecología todo está conectado, todos dependemos de todos”, como indica César Rodriguez de «Ríos con vida».
En los hombres su prioridad es el fútbol, como en pleno franquismo, en las mujeres ni lo sé.
Yo creo que la mayoría de ellos y de ellas más que inconsecuentes son gente manipulada por los medios de comunicación del capital e inconsciente. Si lo vieran claro imposible no hicieran algo por el agónico mundo, por la casa en ruinas que dejaremos a sus hijos y nietos.
“ D’una forma u altra, el gran capital i els seus frankensteins (l’extrema dreta) ens conduïxen al suïcidi universal, l’harakiri de tots. Només queda una esperança, la revolta internacional dels jóvens.
https://www.ecologistasenaccion.org/177581/lharakiri-del-capitalisme-i-dels-humans/