Análisis

Mientras sus llantos nos sigan desgarrando

"La escena es siempre la misma. No por eso deja de paralizar. Presenciarla es asistir al inicio de los tiempos. En Tarifa, en Canarias, en Lesbos, en Pemba, en Aden, ahora en Aceh", escribe la autora.

Fotograma de vídeo publicado en Twitter por Aung Kyaw Moe

La escena es siempre la misma. No por eso deja de paralizar. Presenciarla es asistir al inicio de los tiempos. En Tarifa, en Canarias, en Lesbos, en Pemba, en Aden, ahora en Aceh.

Una barcaza emerge en el horizonte. A medida que se acerca a la orilla, las siluetas adquieren rasgos: son mujeres, niños, niñas, hombres. El rumor deviene en gritos ahogados cuando algunos intentan levantarse y la patera cimbrea en el rompeolas. Es el desesperado desembarco de la humanidad abriéndose paso entre las aguas. Y, justo tras poner el pie en tierra firme, las almas se desvanecen, exhaustas, al saberse vivas.  

Me di por muerta tantas veces en aquellos días”, me han dicho, con diferentes palabras, decenas de personas en estos años. Mujeres y hombres que se vieron forzados al destierro cruzando mares porque para los pobres no hay aviones, ni trenes ni buenos barcos.  

Vivimos en un mundo en huida del que ya no nos llegan los estertores ni cuando sus víctimas son bebés. Las Naciones Unidas estima que más de 103 millones de personas han tenido que abandonar sus hogares en busca de un lugar seguro, dentro y fuera de sus países. Huyen de las consecuencias de la miseria, de la falta de oportunidades, de las violencias y de la inseguridad en Estados fallidos, de la persecución, de la guerra y del genocidio, como es el caso de las familias roguinyas que en estos mismos instantes están llegando, tras semanas a la deriva en alta mar, a las costas de Indonesia. 

Como en el infierno de Dante, no hay luz ni aire para este grupo étnico minoritario de Birmania, de religión musulmana y perseguido históricamente por la mayoría budista. En 2017, su Junta militar lanzó una operación para exterminar al 1,2 millones de personas que lo componen. Para que quedara claro el objetivo, realizaron quemas de personas vivas, incluidos niños y niñas, violaron a las mujeres y asesinaron, en total, a más de 10.000 personas, según datos de la Corte Penal Internacional. Más de 750.000 huyeron, desarrapados y campo a través, al país vecino Bangladesh. Allí, viven hacinados en campos de concentración de los que, tras el último monzón, intentan de nuevo huir en busca de la respuesta que se hizo Primo Levi en Auschwitz: si esto es un hombre. 

Pero para decenas de millones de seres humanos en este mundo, el infierno tiene muchos más que los nueve círculos de la Divina Comedia. Así que cuando, hace unas semanas, familiares y activistas dieron el aviso al Gobierno de India de que en sus aguas había un barco a la deriva con unas 180 personas roguinyas –muchas de ellas muertas y otras, famélicas–, sus autoridades decidieron enviar un guardacostas para remolcarlo a aguas indonesias. Según la Organización Internacional de Migraciones, allí los abandonaron no sin antes entregarles algo de comida y agua como guinda al crimen de lesa humanidad. No hay mayor sevicia que dispensar un gesto de caridad antes de condenar a alguien a muerte.

Otro barco con casi doscientas personas lleva semanas desaparecido. Nadie lo busca. Y la ONU –esa organización que ha quedado casi reducida a un cuerpo de tecnócratas que contabilizan y alertan– hace semanas que advirtió que muchos seguirán jugándose la vida intentando llegar a Malasia, donde esperan encontrar un lugar seguro entre la importante comunidad roguinya que allí habita. 

Así que, para no quedar convertidos en estatuas de sal como una ONU cualquiera, atiendan bien a qué hacen los náufragos cuando se derrumban en la orilla tras sobrevivir a la balsa de medusa. Con las extremidades agarrotadas por mantener la misma posición durante semanas, sin fuerzas para intentar mantenerse en pie o, siquiera estirarlas, se afanan por encajar a sus criaturas en el hueco de sus brazos entumecidos. Sollozar y abrazar así, sin siquiera poder doblar los codos, arrastrándose unos centímetros para acercarse a sus pequeños, constatar que aún siguen vivos. 

Vean este vídeo con sonido. Estremezcámonos con ese renacer continuo de la historia de la humanidad que es la historia de la búsqueda de refugio. Volvamos a hacernos la pregunta fundacional de la existencia humana, por qué, y la que la llena de sentido: cuál es mi relación con ese padre, con ese hijo. Démonos el tiempo de pensarlo antes de que acabe el año con más conflictos armados de alta intensidad de la última década, mientras la industria armamentística cierra sus mejores resultados en años, en este 2022 en el que la violencia y el odio han anegado nuestros días.

Suban el volumen y escuchen sus llantos, porque vienen de las profundidades más tenebrosas del ser humano para recordarnos que solo seguiremos vivos mientras nos sigan desgarrando. 

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