Cultura

Mungiu y el espíritu de nuestro tiempo

El director rumano condensa en el escenario de su última película, ‘RMN’, los males que se ciernen sobre Europa.

Marin Grigore y el niño Mark Edward Blenyesi en una escena de ‘RMN’. BTEAM PICTURES

En pocas palabras, RMN, la última película de Cristian Mungiu, trata de un brote de xenofobia en un pequeño pueblo de Rumanía, pero sus pretensiones intelectuales son mucho más profundas. Al contar el proceso (basado en hechos reales) por el que unos vecinos se levantan contra tres trabajadores migrantes está capturando el Zeitgeist, el «espíritu de nuestro tiempo». Habla del racismo que impregna todo Occidente, de la masculinidad desconcertada, de la tirante convivencia entre diferentes nacionalidades europeas dentro de un mismo Estado, de las distintas ópticas del fenómeno migratorio (que no funciona igual cuando se es migrante europeo y cuando se recibe en casa al otro). Muchas cosas. Muchas cosas.

El mundo, seguramente, jamás tuvo en la historia la sensación de vivir en paz. En mayor o menor medida, conflictos hubo siempre. De lo que sí hay conciencia es de algunos momentos especialmente confusos, airados, amargos, deprimentes… y de las catástrofes subsiguientes. ¿Estamos en uno de esos momentos? Probablemente sí, y el deber del intelectual es señalarlo. Eso hace Mungiu en esta película que funciona como advertencia y que refleja nuestro mundo, nuestra época, a través del extrañamiento, del complejo de orfandad.

El complejo de orfandad puede revelarse de dos maneras. La primera, desde fuera y hacia dentro, por medio de la lucidez. Es algo que suele ocurrir en momentos de zozobra, cuyo más alto grado es la guerra: hay dos bandos matándose y no puedo alinearme ni comprender a ninguno de ellos. En resumen, el mundo se ha vuelto loco y yo soy el cuerdo, el individuo que puede mirar la realidad de forma despegada, el que puede contemplar la barbarie, analizarla y procesarla desde una racionalidad espantada. Esta guerra puede ser real (Ruanda, Yugoslavia o la misma Ucrania pueden ser buenos ejemplos) o perfectamente incruenta (aunque nunca inocua), como la llamada «guerra cultural». La orfandad nacida de la lucidez, es justo señalarlo, hunde sus raíces críticas en la tradición liberal. Observa y se lamenta sin tomar partido. En España, lo han adivinado, este papel de intelectual al margen (y estar al margen tiene sus pros y sus contras) tiene al periodista Manuel Chaves Nogales como uno de sus máximos exponentes.

Luego está la orfandad que nace del interior y se abre al exterior. Podría explicarse del siguiente modo: ocurre algo grave, lo sé, hasta ahí llego, pero no puedo posicionarme porque no lo entiendo. Soy incapaz de racionalizarlo porque no tengo un espíritu abierto (espíritu en el sentido francés, de esprit, entendimiento, mentalidad) ni las herramientas culturales adecuadas. La realidad sería como un texto escrito en una lengua extranjera desconocida: puedo pasar los ojos por encima pero no sé lo que estoy leyendo. Por decirlo llanamente, estoy fuerísima. Tanto, que ni siquiera me doy cuenta. Entre estos dos huérfanos sociales, el lúcido y el obtuso, Mungiu elige la opción más difícil para contar su historia.

Su protagonista, Matthias (Marin Grigore), es un hombre machista y violento que no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor. Está tan desorientado que llega a firmar una petición para echar a los inmigrantes asiáticos de su pueblo, pero no sabe por qué. De hecho, él mismo ha colaborado antes en su traslado, llevando a uno de ellos en moto hasta la panificadora que lo ha contratado. Simplemente, los amigos le han puesto un papel delante y él lo ha firmado. Así se precipita muchas veces la Historia.

Hay algo decididamente hanekiano en el relato de Mungiu. Su tono fatalista, su pretensión (trágicamente lúcida, lógicamente espantada) de hacer una pintura negra que resuma los males de Europa remite al siniestro director austriaco, que intentó algo parecido en La cinta blanca (la perspicaz comparación es del crítico Sergio F. Pinilla). Mungiu titula su película con las consonantes de su país (RMN) y sitúa la historia en un pueblo de Transilvania marcado por su condición multiétnica: en él conviven habitantes de raíces húngaras, rumanas y alemanas con sus particularidades lingüísticas y religiosas. Las tensiones, los inevitables roces entre comunidades, le servirán también para colorear su tétrico mural.

En este pueblo, los vecinos de origen húngaro son católicos en un país mayoritariamente ortodoxo. Y será precisamente en su iglesia, y con la aquiescencia del párroco, donde se articule la reacción xenófoba contra tres pobres trabajadores de Sri Lanka. «No hemos echado a los gitanos para que ahora vengan estos» es un argumento que los vecinos esgrimen a menudo. El racismo, azuzado con la ayuda de las redes sociales, llega al límite de dejar de comprar el pan que se produce en el pueblo porque lo han tocado unas manos morenas.

Mungiu y el espíritu de nuestro tiempo
Los vecinos del pueblo de ‘RMN’ se reúnen en asamblea. BTEAM PICTURES

Mungiu va desgranando su relato con pinceladas cortas y precisas. Se suceden las escenas breves en las que presenta acciones y personajes. Se desliza aquí una frase racista, allí un comportamiento violento. Pero cuando alcanza su máxima expresividad es en un largo plano-secuencia que muestra una asamblea en la que se reúne todo el pueblo para afrontar la artificial crisis de convivencia que emerge tras la llegada de los migrantes. Las voces participantes lo mezclan todo: teorías conspiranoicas, cuestiones de género, inquietudes ecologistas, reivindicaciones salariales, viejas rencillas territoriales… Se expresan en húngaro, pues es la lengua materna de la mayoría de los vecinos, pero no falta quien, en lo más álgido de la discusión, se levanta y espeta a los asistentes: «¡Estamos en Rumanía, así que hablemos en rumano!». ¿Les suena, verdad?

Una salvadora mirada femenina

En este torbellino de insensateces sólo un puñado de mujeres mantiene la cabeza fría. Mungiu siempre ha mostrado una sensibilidad especial hacia los personajes femeninos, como demostró en las tremendísimas 4 meses, 3 semanas y 2 días (2007), con la que ganó la Palma de Oro en Cannes, y Más allá de las colinas (2012). En RMN, la esposa de Matthias (Macrina Barladeanu) se enfrenta a su marido por la crianza de su hijo, un niño muy frágil, con dificultades para hablar, al que él quiere endurecer con una educación más varonil; Csilla (Judith State) es la gerente de la panificadora que ha contratado a los migrantes y los defenderá, llegando incluso a meterlos en su propia casa para protegerlos; y la señora Dénes (Orsolya Moldován) es la propietaria de la fábrica que observa horrorizada los acontecimientos xenófobos que se han desencadenado tras contratar a los migrantes.

Mungiu trata muchos temas en RMN, quizás demasiados. En cualquier caso, su esfuerzo es loable, casi envidiable. Aunque insiste en que su película no habla exclusivamente de Rumanía sino del mundo entero (y singularmente de Europa), hay que aplaudir su decisión de colocar la cámara sobre su propio país y reflexionar en torno a él. En España, por regla general (y El año del descubrimiento o Alcarràs serían honrosas excepciones), no podemos decir lo mismo. Probablemente sea porque las teles que financian nuestro cine no lo crean necesario, rentable o políticamente cómodo. O que a los directores no les interese como tema. O que no sepamos darle a nuestros episodios nacionales una vocación universal. El caso es que España le ha dado la espalda a ese espejo cóncavo y deformante que tan bien la refleja. Y si por casualidad lo miramos es para echar unas risas en plan broma privada. Ojalá otro cine fuera posible también aquí. Un cine europeo, político, reflexivo. Ojalá.


‘RMN’ llega a las salas el miércoles 28 de diciembre.

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