Opinión
Huir con un pedazo de templo en las manos
«En la vorágine del capital que obliga a juzgarnos como guerreros de 'Los juegos del hambre', va cayendo quien ya no puede más: los desahucios provocan suicidios, los despidos, la presión por convertirnos en una marca rentable provoca suicidios, la desatención de los nuestros: enfermos, mayores, niños…, adivinen, provoca suicidios».
Escribe Rosa Berbel, en el último poema de Los planetas fantasma, que «La fiesta terminó (…) Todos los invitados se llevaron consigo / un trozo de la fiesta, como el que arranca / piedras de un bello templo griego». La fiesta, que podría simbolizar ese sistema, ya en ruinas, que un día proporcionó trabajos decentes y permitió vivir con dignidad, o un Estado del bienestar concebido para proteger a la ciudadanía y cubrir sus necesidades, o incluso una biosfera a la que pertenecer sin dañarla, se agotó casi por completo, dejando un puñado de déspotas enriquecidos mientras que al resto, como alertan unos versos de quien, no casualmente, aún no ha cumplido veinticinco años, se nos condenó a los añicos del templo donde no reza nadie.
Esta semana, cuando se han publicado los datos más recientes de suicidios (récord histórico, con 4.003 personas en 2021, junto a la escalofriante cifra de 2.015 en el primer semestre de 2022, un 5% más que el año anterior), es oportuno reflexionar desde múltiples espacios, y preguntar, humildemente: ¿qué conduce a alguien a tomar esa decisión?, ¿por qué querría un ser en su sano juicio abandonar el barco al que fue traído? Aunque ya no parezca haber jolgorio ni música, aunque nos llevemos los pedazos de lo que otrora pintaba una civilización ilustre y hoy invita apenas a la supervivencia. Quizá la respuesta haya que buscarla precisamente en esos despojos como ejercicio de arqueología que nos aporte pistas de lo perdido.
El suicidio es un tema que me ha acompañado mucho tiempo, primero en la consideración propia de ejecutarlo (esos pensamientos oscuros que lo dominaron todo durante aproximadamente dos años, 2015 y 2016) y después en mi viaje intelectual por intentar comprender qué pozo me amarró fuerte a sus profundidades y cómo me dejé vencer hasta casi sucumbir. Como asunto que sigue siendo tabú, tardé en nombrarlo –y a su instigadora ingrata, la depresión–, lo que demoró una recuperación a la que me entregué prácticamente sola, avergonzada de una debilidad que, creía, me degradaba ante los demás. Que yo quisiera morir fue el resultado de los vínculos que cercenó mi emigración a Estados Unidos junto a una (auto)explotación laboral que clausuraba toda rendija donde habría debido colarse el aire: el ahogo era incesante; la salida, nula; y la poca energía remanente la empleaba en escribir una poesía que, afín a la de Berbel, también hablaba de una anulación: «Me llamas y me tacho. / Me llamas y vuelvo a ser / el otro lado invisible / de lo carente». Cuando por fin logré reunir la fuerza necesaria como para intentar ponerme en pie, no lo hice por mí misma (pues yo no era nadie, un fantasma alicaído y automatizado, arrastrado por circunstancias que me superaban), sino por la gente a la que, reconociéndoles un amor incondicional, no quería herir con mi desaparición: mi madre y mi pareja, en ese orden.
Los lazos que me salvaron, pocos pero férreos, suelen ser los que faltan a quienes sí se atreven a cruzar la última frontera, muchos de ellos abatidos por una soledad estructural que de vez en cuando brota en titulares, desgajada del contexto: «La mitad de ancianos con teleasistencia llaman para ‘hablar un ratito’», avisaba La Vanguardia. Reconstruir la red de unos afectos hoy volatilizados es imprescindible, pero para eso no basta ni la mejora de los servicios de salud mental, ni ninguna iniciativa que sitúe el foco de los males en el individuo. Lo que nos está matando es la atomización fabricada por un sistema que ya no augura futuro más allá de los escombros del templo.
Ser las teselas aisladas de un mosaico incomprensible: vales lo que tienes, tú y solo tú puedes, el esfuerzo sisífico se verá recompensado y, en dicho mantra, las vidas-trabajo (a decir de Remedios Zafra) van siendo limadas y forzadas a concebirse como participantes de una competición en la que el otro no puede ser más que enemigo.
La relación entre sumisión laboral, precariedad, meritocracia y desesperanza ha sido estudiada por autores como Richard Sennett, Byung-Chul Han, o la misma Zafra, concluyendo, a grandes rasgos, que cuando no se tiene una seguridad material el mundo se torna un lugar hostil y el espejo se nos rompe frente al rostro, devolviéndonos los fragmentos. Influye, asimismo, el hecho de que el trabajo continúa aún moldeando una identidad que no es capaz de sustituir ninguna afición o parentesco: «¿Tú de quién eres?», se solía espetar en los pueblos, sin importar demasiado el oficio, al menos no como rasgo definitorio.
¿Vale la pena mantener este modelo?
En la vorágine del capital que ya no garantiza ningún tipo de estabilidad y obliga a juzgarnos como guerreros de Los juegos del hambre, va cayendo quien ya no puede más: los desahucios provocan suicidios, los despidos, la presión por convertirnos en una marca rentable y visible en redes sociales provoca suicidios, la desatención de los nuestros: enfermos, mayores, niños… en una era donde los cuidados hay que pagarlos con el mismo trabajo que nos pudre por dentro, adivinen, provoca suicidios. La certeza de que la crisis medioambiental nos ubica en un tiempo de descuento y cada plazo (para reducir emisiones, para restaurar la biodiversidad) parece un ultimátum acarrea también una desolación, un duelo por la tierra esquilmada que crea ecoansiedad, evocando probablemente el abismo de la autólisis.
Como sustrato a todo ello, la gran pregunta que muchos nos hacemos: ¿hasta qué punto vale la pena seguir perpetuando un modelo económico que agoniza, genera tanta desigualdad, destruye hábitats, empuja al malestar más insondable, desbarata los hilos que deberían unirnos y los transforma en lanzas? Tal vez nos encontremos rozando ya la hora de inventar otra fiesta, una de la que no sea preciso huir con un retazo de templo en las manos.
«SE NOS VIENE ENCIMA UNA AUTÉNTICA PANDEMIA DE ENFERMEDADES MENTALES» (Canarias Semanal)
El Colegio Oficial de Médicos de Santa Cruz de Tenerife ha recordado que muchas organizaciones médicas vienen anunciando el incremento exponencial en las conductas suicidas, depresión, ansiedad, trastornos alimentarios y adicción a tecnologías, entre otras afecciones a la salud mental, que deben tenerse muy en cuenta y ser tratadas “cuanto antes”, por lo que se debe mejorar el conocimiento, planificación y adopción de medidas preventivas de la mano de los profesionales en los distintos ámbitos de la psiquiatría.
Se trata – según los profesionales sanitarios – de una situación tan grave que la califican como «una nueva pandemia” tras la Covid-19».
“Las patologías psiquiátricas se han exacerbado tras lo que hemos vivido, afectando a todos los rangos de edad de la población, y de manera preocupante en la etapa infanto-juvenil, que no solo afecta a los que los sufren, sino a sus familias”, explica el vicepresidente del COMTF y psiquiatra infanto-juvenil, Pedro Javier Rodríguez.
“se debe poner en alerta y preparar al sistema sanitario para hacer frente a una demanda asistencial que no ha hecho sino incrementarse, poniendo a prueba a los profesionales de la salud en general y en especial a los especialistas en salud mental”.
«Es importante – insisten – establecer en todos los servicios de Urgencias la atención psiquiátrica, dotada de un especialista en Psiquiatría, que puedan hacer frente, con una atención especializada de calidad, las posibles eventualidades que deban ser abordadas de manera urgente».
Mal panorama tienen los enfermos de bajos recursos que padecen trastornos mentales cuando los gobiernos de sus comunidades están descuidando, arruinando y privatizando la Sanidad Pública.
Hay una privatización “activa” de la provisión sanitaria, realizada por las administraciones con sus decisiones a través de conciertos, concesiones y otras fórmulas. También hay una privatización pasiva (o inducida) del aseguramiento; es decir, la compra de seguros médicos privados a causa de las deficiencias (generalmente, listas de espera) de la sanidad pública, relegando a un muy segundo plano las reformas que precisa el Servicio Canario de Salud.
Para la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Canarias (ADSPC) la privatización inducida es, con mucho y de lejos, la más dañina y letal para la sanidad pública. Está causada por unas administraciones sanitarias que infrafinancian su sanidad y que carecen de voluntad política e instrumentos para gestionarla de forma que responda a las necesidades de la ciudadanía. Lo más peligroso de la privatización pasiva es que, por ser silenciosa, no causa alarma social. Carece de coste político para los gobiernos que empujan al aseguramiento médico privado a sectores de las «clases medias con recursos». La huida al seguro privado de un porcentaje alto de la población, es letal para la sostenibilidad social y política de la sanidad pública.
El sistema estará, ójala sea así, en ruinas; pero morirá matando, el será el último en morir.
Este sistema se nutre de la destrucción, de la muerte, de la codicia, es un sistema de chacales, o peor aún, pues las fieras sólo matan para cubrir sus necesidades.
Las energías de destrucción, muerte, codicia. ect., lógicamente no son de felicidad ni de esperanza; muchas personas sensibles las recogen involuntariamente, las respiran y se ve envuelta en la depresión, en la apatía, en la desesperanza. Si a ésto le sumas la inhumanidad, llámale si quieres individualismo, que se ha enseñoreado de nuestro entorno y la falta de perspectivas, la verdad es que este no es mundo para personas sensibles.
Yo fuí una persona depresiva en mi juventud, se instalaba la tristeza en mí sin entender por qué, no tener ganas de vivir es lo peor,
y aún peor que quienes te rodean, te digan: «tú lo que tienes es mucho cuento», que no te entiendan o no te quieran entender.
Por suerte con los años me hice fuerte, superé aquellas depresiones y entendí que habemos personas que recogemos mucho de lo que hay en el ambiente.
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11.000 NIÑOS YEMENÍES MUERTOS O MUTILADOS EN LA GUERRA
Otra guerra que no existe para los medios occidentales.
Después de lanzar un llamamiento urgente de ayuda humanitaria para los niños en el Yemen devastado por la guerra, el Fondo Internacional de Emergencia para la Infancia de las Naciones Unidas publicó el lunes un informe que muestra que más de 11.000 jóvenes han resultado muertos o heridos en el conflicto respaldado por Estados Unidos.
El verdadero número de muertes de niños probablemente sea mucho mayor, dijo la agencia, comúnmente conocida como UNICEF, ya que millones enfrentan hambre y enfermedades.
«Miles de niños han perdido la vida, cientos de miles más siguen en riesgo de muerte por enfermedades prevenibles o hambre», dijo la directora ejecutiva de Unicef, Catherine Russell , en un comunicado.
Aproximadamente 2,2 millones de jóvenes yemeníes enfrentan desnutrición aguda, dijo UNICEF, y una cuarta parte de esos niños tienen menos de cinco años. Con 10 millones de niños sin acceso a la atención médica debido a que las clínicas de salud se vieron obligadas a cerrar, la mayoría de los niños del país ahora corren un riesgo extremo de contraer sarampión y otras enfermedades prevenibles por vacunación, así como cólera.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo estimó un número mucho mayor de muertes entre los niños en Yemen hace más de un año, y dijo que para fines de 2021, se esperaba que 377,000 yemeníes hubieran muerto como resultado de la guerra, ya sea por ataques aéreos, hambre. , peligros asociados con el desplazamiento o la enfermedad. Se estima que el setenta por ciento de los muertos eran niños, dijo el PNUD en ese momento.
«Así que en realidad son unos 263.000 niños muertos si contamos todas las muertes provocadas por la guerra».