Cultura
Ni gótico ni andino ni sureño: el terror es el trauma
María Fernanda Ampuero escribe sobre el miedo universal, atemporal y atávico: "Vivimos tiempos siniestros"
“Los malos tratos y abusos a manos de nuestros semejantes, las pérdidas violentas o imprevistas, la traición o el abandono inesperado de los seres queridos, la tortura, los accidentes, los desastres naturales, la guerra (…) nos enfrentan a una ecuación cognitiva de muy difícil solución. ¿Qué sucede? ¿Por qué sucede? ¿He hecho yo algo para provocar esto? ¿Terminará? ¿Qué puedo hacer para protegerme? (…) El trauma es una experiencia ilegible, algo que se resiste a la interpretación y al ordenamiento racional. El individuo no sabe cómo responder, cómo regular las intensas cargas de dolor y miedo que el evento provoca. El trauma, en definitiva, nos arrastra al terreno del sinsentido. Del lado del sinsentido parecen inclinarse muchas de las historias que integran el canon del terror”.
Soy lo que me persigue. Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas. (Dilatando Mentes, 2021)
Cuatro argumentos para escribir relatos de horror me vienen a la cabeza sin pensar mucho:
–El agua de lluvia ya no es potable ni en la Antártida, o sea, ya no hay lluvia limpia, la hemos contaminado toda.
-Las niñas de doce años de un colegio privado de Madrid a las que un profesor graba cambiándose de ropa.
-Los universitarios de un colegio mayor gritando “putas, salid de vuestras madrigueras como conejas, sois unas putas ninfómanas”.
-El partido político de ultraderecha VOX.
El género de terror, desde siempre, ha representado los miedos universales y atemporales del ser humano, pero también el zeitgeist, el fantasma de los tiempos. Es decir, el aire que se respira en una época concreta. ¿Qué les voy a contar que no sepan? El fantasma que atraviesa nuestros días es aterrador. El aire es venenoso. Estamos en peligro.
Quienes no somos hombres heterosexuales, millonarios y poderosos, vivimos tiempos siniestros: los migrantes, el colectivo LGTBI, las niñas, adolescentes y mujeres, las precarias, los desempleados, los refugiados, las que viven en un país en guerra o en esta otra guerra: la del cambio climático y todos, todas, todes, a las que no nos protege el paraguas de ser ciudadanos ejemplares.
Somos “los otros” de “los ellos” que lo controlan todo. Yo tengo miedo. Tengo miedo todo el tiempo. Escribo porque tengo miedo, porque soy mujer, porque me han enseñado a odiar mi cuerpo, porque soy extranjera, porque vivo en un país en el que el fascismo leuda en el horno de la indiferencia general, porque en el país en el que nací aparece decapitada la gente que se niega a pagar a los narcos el derecho a tener un negocio propio, porque todo sube menos mis ingresos, por la precariedad de los que me rodean, porque el planeta está destruido y en Europa no hace más que ganar espacios la ultraderecha.
¿Ustedes no tienen miedo? Díganme, ¿de qué tienen miedo? Muchos escritores y escritoras que nos dedicamos al género del terror lo hacemos porque es esa, quizás, la única manera de sacarnos los traumas, personales y colectivos, de dentro, una lección de anatomía, y eviscerarlos para verlos y luego compartirlos.
La familia, por ejemplo, ese gigantesco generador de traumas, es, también, el germen de cientos de historias del género: hijos poseídos, abuelos que quieren robar la juventud de los nietos, un hogar roto en el que se instala una presencia maligna, una embarazada que sospecha que su marido y sus vecinos pertenecen a una secta satánica, un huésped caníbal en un hogar infeliz, niños que, de pronto, sienten la necesidad de matar a sus padres.
No es difícil entender que las historias de terror existen porque son una hipérbole del miedo cotidiano: mi hijo no me quiere, mi pareja tiene una doble vida, bebo demasiado, la vejez me asusta, siento que vivo con gente a la que no conozco de verdad, cómo voy a criar a estas criaturas sin padre o sin madre. ¿Me estoy enloqueciendo? ¿Qué va a pasar cuando se me acabe el dinero?
Desmadejar cualquier historia de terror sobrenatural hace que nos encontremos con el tuétano del miedo humano: amo y no quiero que desaparezca mi ser amado, no quiero sentir dolor, no quiero morir, quiero creer que hay un dios que me protege del mal, necesito sentirme seguro en mi hogar, quiero proteger a los míos, no quiero que me hagan daño, quiero dormir y no tener pesadillas, quiero que me amen, quiero paz económica, no quiero invasiones extranjeras ni guerras, quiero saciar mi sed y calmar mi hambre. Cualquier historia de casas embrujadas, de posesiones satánicas, de invasiones extraterrestres, de zombis, de vampirismo, de sectas, de objetos que cobran vida para destruirnos, cualquiera, todas, son símbolos del miedo atávico que tenemos a la muerte, al dolor, a las enfermedades, a la locura, a la maldad, a la pérdida de control y a no poder defender a los que queremos ni a nosotras mismas.
El terror no existe sin apelar a miedos universales, y las personas, las sociedades, tenemos miedo a lo desconocido, a lo que irrumpe para destrozar la normalidad, al famoso unheimlich (literalmente: que no proviene de casa) de Freud: la extrañeza que aniquila la normalidad, lo siniestro.
¿Qué es más siniestro que la muerte, el hambre y la sed, la violencia, que desaparezcan nuestros seres queridos, la guerra, la destrucción de la naturaleza, la extinción, que quieran dañarnos por ser quienes somos, el dolor físico, perder nuestros espacios seguros, el no poder hacer nada frente a la apisonadora del capitalismo?
Es decir, tenemos miedo a todo lo que está pasando a nuestro alrededor.
Por supuesto, no es nuevo que el terror aborde lo que sale en las noticias.
Mary Shelley escribió en Frankenstein sobre el peligro de jugar con la tecnología (la electricidad) para dar vida a los muertos. Drácula de Bram Stoker es la historia de un enamorado que busca venganza por el feminicidio de su amada, pero también es la historia de la lucha del mágico mundo antiguo frente al cínico mundo moderno. Stephen King cuenta en Mientras Escribo que Cementerio de animales es una historia que se le ocurrió cuando vio con un estremecimiento la cantidad y la velocidad de los camiones que pasaban frente a su casa y que cualquier día podían atropellar a su hijo. La niebla, del mismo autor, publicada en los años ochenta, habla del peligro de la energía nuclear. Guerra Mundial Z, la novela de Max Brooks, habla sobre el horror de la guerra y hasta dónde podemos llegar los humanos para exterminar al otro (se publicó en 2006 cuando Estados Unidos estaba en Afganistán).
Lo que es nuevo son las noticias. Y las voces que quieren escribir sobre eso.
Por eso Liliana Colanzi (Nuestro mundo muerto, Ustedes brillan en lo oscuro) y Samanta Schweblin (en Distancia de Rescate, por ejemplo) escriben terror ecológico. Por eso Mónica Ojeda (Mandíbula, Las voladoras), Dolores Reyes (Cometierra), Magela Badouin (La composición de la sal) o Brenda Navarro (Casas vacías) escriben sobre el terror de ser niña, adolescente, mujer. Por eso Mariana Enríquez (Nuestra parte de noche, Los peligros de fumar en la cama, Las cosas que perdimos en el fuego) escribe sobre el terror social, económico y político, sobre el trauma colectivo de una sociedad que vivió una dictadura asesina y cubrió con silencio, tierra y agua a los desaparecidos. Sobre su obra, la escritora argentina dijo en una entrevista con Medium: “Los miedos que planteo tienen que ver más con la pobreza, el desamparo económico. Aquí el miedo no está en el hombre que echa una maldición. Es esa clase media-baja aterrorizada de perder lo poco que tiene y que se puede convertir en un monstruo. Un poco en las consecuencias o la persistencia de los efectos de los traumas colectivos de violencia institucional, creo que eso aparece todo el tiempo en mis cuentos. Tratar de comunicar con muertos, tratar de encontrar huesos… qué se yo… porque en Argentina, como en tantos países de Latinoamérica, esto sucede. Y en Argentina la cuestión es que tuvo un montón de muertos y hay un montón de traumas sin cuerpos”.
El trauma, entonces, es el verdadero motor de esto que por esa frenética necesidad de etiquetas y casillas se ha llamado “gótico andino”, “gótico tropical” o “neogótico latinoamericano”. La literatura latinoamericana contemporánea, sobre todo la escrita por mujeres, escribe y describe el trauma a veces subiéndole el volumen para transformarlo en algo lo sobrenatural, a veces envolviéndolo en lo poético y simbólico y, a veces, pegado al realismo.
No deberíamos, creo, hacer diferencia entre los monstruos que existen y los que no porque, en realidad, como hemos dicho, los seres y sucesos sobrenaturales son solamente una proyección, una hipérbole, un símbolo de los que nos persiguen en la vida real.
El unheimlich, lo que no pertenece a nuestra casa, lo siniestro, está ahí, aquí, allí. En su hogar y en el mío.
El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, por ejemplo, la historia del feminicidio de la hermana de la autora, es una novela aterradora en el sentido en el que un hombre, por celos, por rabia, por machismo, asesina a una chica llena de gracia y deja moribundos para siempre a todos quienes la quisieron.
Dice Aristóteles que para alcanzar la catarsis se necesitan dos elementos en el espectador, en el lector: eleos y phobos, piedad y temor. Y en el libro de Rivera Garza se encuentran ambos, de la mano, como en las historias de terror más espantosas y dolorosas.
Huaco retrato, de Gabriela Wiener, es otro ejemplo de la literatura no estrictamente de género que produce terror: el expolio, el colonialismo, el odio a una misma que nos han inoculado desde el racismo, el miedo, la extranjeridad, la soledad de las distintas, la precariedad. Wiener escribe descarnadamente su trauma individual, que es, como suele ser, colectivo y que, como los monstruos de la literatura y el cine, se quedan espantándonos en el sótano del alma.
Stephen King escribe: “El terror surge de una penetrante sensación de descentralización: todo se desmorona a nuestro alrededor. Si esa sensación de desmoronamiento es repentina y parece personal (si le golpea el corazón), entonces se incrusta en la memoria”.
El proceso de desalojo del barrio El Poso en la novela La Virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara, de un horror inenarrable, es otro ejemplo de esas novelas que se han publicado en la última década en América Latina que hablan de abusos de poder, asesinatos, drogas, explotación sexual, precariedad, violencia policial y que recogen todos los terrores de la desigualdad social del continente desde un punto de vista descarnado y fresco. Esta novela, por ejemplo, recoge el trauma de una comunidad que no importa a nadie, salvo a la hermana Cleopatra, una transexual líder espiritual. Pura marginalidad, pura supervivencia, puro miedo.
En estas novelas se muestra cómo la escritura latinoamericana contemporánea exorciza el trauma individual y el trauma colectivo para crear con esa materia monstruosa obras literarias que permitan poner en palabras la herida. Como escribió Piedad Bonett en Lo que no tiene nombre: “La realidad, ya sabes, está siempre más allá de los hechos, más acá de la sombra que crece en las palabras”.
Este artículo forma parte de ‘El Periscopio’ de #LaMarea91. Puedes conseguirla aquí.
Si luchas puedes perder, si no luchas estás perdidx.
El miedo es nuestro enemigo. Dicen que se vence enfrentándose a él. Y creo que dicen bien.
También creo que el diablo, es la dictadura del capital que nos ha desposeído de valores, de ideales, de cordura.
La tecnología ha contribuído a convertirnos en una especie de robots, de seres dirigidos que ya no sabemos pensar por nosotros mismos.
Tengo suficientes años para haber observado, y dejo que me distraigan pocas cosas.
Sólo veo que a medida que el capital ha ido tomando el mando del mundo, los seres humanos estamos yendo hacia atrás en todos los aspectos y sí, da miedo, sobre todo el silencio de los corderos.