Opinión

Nacionalizar Twitter

¿Son las grandes redes sociales, convertidas en pilares de la sociedad moderna, infraestructuras críticas, que no debieran dejarse al albur del mercado?

Elon Musk en 2015. NVIDIA CORPORATION / Licencia CC BY-NC-ND 2.0

Hubo una época, hace pocos años —diría que al final de mi veintena—, en que tenía con cierta recurrencia lo que no era exactamente una pesadilla —no me despertaba sudando, gritando—, pero sí un sueño desasosegante. Consistía en lo siguiente: iniciaba sesión en MSN Messenger, y no encontraba a nadie conectado, o, si acaso, a unas pocas personas con el aviso de no disponible marcado. Estaba solo, y, al sentirlo, me invadía una sensación de desamparo. Al despertarme, no me costaba nada interpretar el significado de la cosa: se trataba de un sueño aparejado a la angustia por la pérdida de la juventud, del tipo del que todos tenemos en ese momento de la vida en que la dicha despreocupada de la mocedad va perdiéndose en el horizonte y nos vemos rodeados del océano temible de la adultez. 

Consisten típicamente estos sueños en la visita a un lugar querido y frecuentado —frecuentado físicamente— en esos años y la zozobra de encontrarlo vacío o en ruinas. El bar en que se paraba, la discoteca a la que se iba, el parque en que se quedaba. Tempus fugit. Mi cerebro, en cambio, decidió en aquellos años que el paraje que mejor representaba mi dicha adolescente era una red social; la red social primigenia, popularizada en los años de mi ESO y mi bachiller. Internet transforma, ha transformado, nuestra antropología de un modo que afecta hasta a nuestros sueños. Nicholas Carr explicaba hace años en Superficiales: ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? que estaba transformando, de hecho, nuestra misma estructura cerebral, neuronal. Cambia la base y cambia la superestructura. Cada modo de producción segrega sus propios sueños; pero sueños que son, en realidad, un cambio de atrezo en el mismo puñado de Urphantasien freudianas. El sueño que yo tenía de un Messenger vacío, mis remotos ancestros paleolíticos lo tuvieron, tal vez, con una cueva vacía u otro espacio querido abandonado.

La perspectiva, finalmente frustrada, del colapso de Twitter debido a los desbarajustes desencadenados por el desembarco de Elon Musk se vivió durante unos días en esta red social como una suerte de interesante simulacro a pequeña escala del fin del mundo. Gente que se despedía de sus mutuals con melancolía y solemnidad convivió aquellas horas en el timeline con otros que afrontaban el final con humor y bromas, pero también con quien manifestaba estar viviendo la crisis con alguna ansiedad. Es fácil burlarse de estos últimos, considerarlos expresión de una era decadente, pero esa ansiedad no dejaba de ser la comprensiblemente motivada por la demolición de un lugar en el que se pasan varias horas al día, se hacen amigos, se aprende, se traba, se comparten intimidades con otros, se ríe y se llora con ellos. La forma digital de las sillas y mesas de este bar, de las barras y gogoteras de esta discoteca, de los bancos, columpios y árboles de este parque, es irrelevante al lado de una función y una vivencia idénticas a los de un espacio de encuentro físico.

Una cuenta de Twitter es para mucha gente entre la que me cuento, a la vez, un bloc de notas, un diario, un púlpito del Speakers’ Corner del Hyde Park, uno del Club de la Comedia, un perfil de LinkedIn, un bajo con los colegas y el diván de un psicólogo (y, para algunos, también un perfil de Tinder). Y es una infraestructura crucial, cuya caída tendría o hubiera tenido consecuencias de calado en una buena lista de órdenes, que incluye la prensa, la cultura o la política: no en vano, en aquellas horas que parecían de agonía, se nos contó que cundió el pánico entre los community managers del mundo entero, volcados a diseñar apresuradas estrategias de reubicación de las audiencias de sus empresas.

Twitter es escaparate de muchos artistas, de creadores de toda clase; y es también un archivo histórico, registro del pensamiento y las discusiones de toda una generación. Jónatham Moriche bromeaba con la posibilidad de que Joe Biden enviase «400 maromos en full tactical gear a ocupar la sede, poner esto bajo recta tutela del Departamento de Seguridad Nacional y mandar al afrikáner a la celda de al lado del alien del Área 51». Era una humorada, pero partía de un hecho serio, cierto: Twitter es una infraestructura crítica, uno de esos pilares de carga, too big to fall, del mundo contemporáneo.

Solemos hablar, en la izquierda, de la necesidad de una banca, un sector eléctrico o una aseguradora públicos; de la certeza de que hay cosas, sectores, demasiado importantes para que estén sujetos al capricho de los mercados. Nunca incluimos en esa lista de crucialidades a nacionalizar, que este columnista haya visto, las redes sociales. Pero tal vez haya que darle una pensada. ¡Exprópiese!

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Comentarios
  1. Hoy día hay una solución bastante fácil, que la Unión ya está probando: abrir servidores de Mastodon. Solo hay que pensar en que estos servidores fueran montados por administraciones públicas de toda Europa. No serían obligatorios, obviamente, pero serían una línea de defensa contra un posible «ataque» de las empresas privadas para hacerse con el control.

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