Cultura

Jazmín Beirak: “Hay una falta de conciencia del poder de transformación social que tiene la cultura”

Historiadora del arte, gestora cultural y ahora diputada en la Asamblea de Madrid por Más Madrid, ha publicado 'Cultura ingobernable' (Ariel).

Jazmín Beirak. ASÍS AYERBE

De verdad que siempre me he esforzado, creo que con éxito, en evitar clichés como «libro imprescindible»o «de obligada lectura». Nada es imprescindible y la obligación de leer ya no existe más que en la escuela. Pero aquí estoy, con esas dos expresiones en la punta de la lengua. Las matizo un poco: Cultura ingobernable (Ariel), de Jazmín Beirak, es un libro imprescindible y de obligada lectura para cualquiera que tenga poder de decisión en la política cultural, sea local o nacional, para quien programe festivales o actividades artísticas; y también es tu libro si te interesa cómo la manera de administrar la cultura influye en que esta contribuya o no a la profundización de la democracia, la igualdad de acceso a la cultura y al refuerzo de los vínculos comunitarios.

Converso sobre el contenido de este ensayo con Jazmín Beirak, historiadora del arte, gestora cultural y ahora diputada en la Asamblea de Madrid y portavoz de cultura de Más Madrid, una mujer que, cuando era más joven y transitaba por centros sociales okupados, no quería trabajar más de cinco horas al día, y que hoy sospecho que trabaja muchas más.

Parece paradójico que alguien que trabaja en las instituciones que, mejor o peor, gobiernan la cultura, defienda la ingobernabilidad. Y aunque sea empezar por el final, quería partir de esa pregunta obvia: ¿por qué un Gobierno, local, regional o nacional debe favorecer una cultura ingobernable?

En el libro aparecen distintas aproximaciones a la idea de ingobernabilidad. Concretamente en lo que tiene que ver con las políticas públicas hay dos ideas centrales: por un lado, la idea de que existe una cierta desconexión de la cultura con su relevancia social, y por eso es necesario desarrollar políticas públicas que reconecten con ese interés social y con esa capacidad propia de la cultura. Y por otro lado, el carácter ingobernable tiene que ver con la necesidad de que la cultura se multiplique y prolifere, y suceda en cualquier lugar, de cualquier forma, que cualquier persona pueda ser agente. Y debe multiplicarse tanto que desborde a la propia institución y de ahí ese carácter ingobernable; una institución tiene que hacer políticas no para hacer un seguimiento de lo que impulsa, sino para perder el control de lo que sucede.

Luego, en una dimensión más concreta, en el libro se presentan dos modelos clásicos de gobierno de la cultura: por un lado el modelo de la institucionalización de la cultura, el modelo francés, en el cual existe un compromiso público con la cultura, órganos dedicados a ella y una financiación, pero el riesgo es una excesiva injerencia por parte del poder político y una sobredeterminación de lo que es cultura. Y la alternativa, que aparentemente daría más independencia, es el modelo anglosajón, en el que existe una distancia entre el poder político y las instituciones que gestionan la cultura. Y entonces al final habría que elegir entre tener recursos públicos o tener independencia, esa sería la dicotomía clásica de las políticas públicas.

Yo lo que defiendo es que no, que la administración pública debe generar autonomía para que la cultura prolifere en la sociedad y para perder el control. Habrá que pensar en cuáles son las estrategias y las lógicas que permiten generar esa autonomía. Dar recursos para que haya un tejido cada vez más independiente.

Ahí encaja una idea que he encontrado en el libro y que me parece muy interesante: la transversalidad de la política cultural, es decir, la necesidad de pensarla de una manera equivalente al feminismo o la ecología, que tienen que insertarse en otras muchas políticas. ¿Cómo se consigue eso?

Bueno, para mí defender la transversalidad de la cultura es una cuestión de hecho: de facto la cultura tiene que ver con muchos otros ámbitos; quizá el ejemplo más claro es la educación, porque se ha trabajado mucho sobre los beneficios de integrar las prácticas artísticas en los centros educativos, pero en el libro también se recoge el ámbito de la salud, cómo la cultura nos mejora emocionalmente y también las variables clínicas. Hay muchas investigaciones, como las de Cultura en vena, en las que se ve la utilidad de la música en procesos patológicos, en el ámbito penitenciario, en seguridad ciudadana… La cultura tiene que ver con muchos otros ámbitos, no es una compartimento estanco.

Y por otro lado hay una cuestión táctica: uno de los elementos que apuntala la falta de relevancia social es la desconexión de la cultura con el resto de esferas, como si fuese una cosa que solo tiene que ver con el mundo de la cultura, y que interesa solo a los profesionales de la cultura… Entonces, establecer alianzas con otros ámbitos nos permite construir una relevancia de facto. Suelo poner el ejemplo de un estudio que hizo la  fundación Cultura en vena en un hospital madrileño sobre pacientes con migraña crónica a los que se ponía música en directo y les aliviaba más el dolor que un analgésico. La cultura es importante porque nos quita el dolor de cabeza, porque nos hace sentir mejor. Así que cuando la vinculo con el feminismo y el ecologismo es porque creo que la cultura por lo que es y por los procesos que genera, y porque, como digo en el libro, la cultura tiene que ver con la mediación que establecemos para relacionarnos con el mundo y por su propia capacidad para generar comunidad, puede servir para reordenar las relaciones sociales, nuestra manera de estar en el mundo y de construirlo, de intervenir en él, lo mismo que el ecologismo y el feminismo. 

Si miramos la Constitución española, como hace usted en su ensayo, da la impresión de que la cultura ya es importantísima, porque se cita un montón de veces en la propia Constitución. Pero también recuerda usted las palabras del exministro de Cultura Rodríguez Uribes, cuando dijo que primero es la vida y luego la cultura, es decir, no la veía como una parte esencial de la vida. Pero si digo que usted defiende que el derecho a la cultura es uno de los derechos humanos habrá quien piense que está llevando las cosas demasiado lejos.

Yo creo que alguien puede pensar que es llevarlas demasiado lejos porque nos hemos acostumbrado a no considerarla como un derecho. En realidad, la cultura está reconocida como derecho humano, no es que yo lo plantee en el libro, sino que hay instrumentos internacionales ratificados por España en los que se incluye la cultura como derecho humano. Ahora, la cuestión es precisamente qué está pasando para que alguien pueda extrañarse de que la cultura sea un derecho humano. ¿Cómo algo tan propio puede percibirse con tanta distancia?

Creo que hay que hacer una labor de concreción de qué significa que la cultura sea un derecho, enumerar los derechos culturales, cuáles pueden ser sus garantías, y en ese sentido es importante el auge que están teniendo las leyes de cultura y los derechos culturales de los últimos tiempos. Y es cierto que, como dices, se habla mucho de cultura en la Constitución y está reconocida como uno de los derechos fundamentales, pero está en el Título III, es decir, se entiende como un principio rector de la política social y económica. Eso quiere decir que, como con la vivienda y la sanidad, si no hay leyes no se puede garantizar su ejercicio. E igual que hablamos de la ley de vivienda para que sea un derecho y no una mercancía, lo mismo sucede con la cultura. En todo caso creo que el marco de los derechos culturales se está instalando cada vez más, sobre todo en los últimos quince años. Y creo que es un síntoma de que el modelo de las industrias culturales está agotado, porque el marco ideológico en el que se sostenía, el neoliberalismo, también está agotado, y los derechos culturales vienen a poner en el centro la necesidad de redistribuir las posibilidades de intervenir en el mundo.

Dice que el marco de las industrias culturales está agotado, pero desde la derecha no parece que se vea así, pues tiende a dejar la cultura en manos del mercado, mientras la izquierda defiende una intervención pública en la cultura. Sin embargo, en su ensayo, usted acusa a la izquierda de una dejación de funciones o, en el mejor de los casos, de una instrumentalización de la cultura. ¿Es así?

Bueno, yo no diría exactamente eso, no acuso a la izquierda de instrumentalización de la cultura, pero sí digo que hay una falta de conciencia del poder de transformación social que tiene la cultura. Es decir, creo que hay una izquierda más clásica que tiende a pensar que la cultura es una cuestión secundaria porque no tiene que ver con los asuntos vitales, con las necesidades básicas (trabajo, comer, salud, educación), cuando en realidad es falso. Precisamente poseer competencias y capacidades culturales incide directamente en mejores oportunidades y mejores condiciones materiales de vida. 

Por otro lado, hay una izquierda más culturalista, consciente de la importancia de lo simbólico en los procesos de transformación social, de que todo cambio político conlleva un cambio cultural y, sin embargo, desatiende las políticas concretas con las cuales puede apuntalarse ese proceso de transformación social a través de la cultura.

Así que yo más bien lo que diría es que la izquierda tendría que tomar conciencia del papel de la cultura, no asumir el marco de la cultura como espectáculo; tampoco entender que es algo que sirve para vehicular determinados contenidos ideológicos, sino que  la potencia de la cultura no está tanto en que sirva para promover determinadas representaciones sino en que interviene en la capacidad de construir comunidad, de relacionarnos con los demás, de fortalecer el vínculo democrático, porque la cultura también nos lleva a entender a los demás más allá de nosotros mismos. Esa es la verdadera potencia del campo cultural en procesos emancipatorios y de transformación social. Pero tampoco vamos a poder garantizar derechos culturales si al mismo tiempo no garantizamos derecho al tiempo, derecho a la renta, derecho a la vivienda…

En relación con esta idea de que no son solo los contenidos los que importan en la cultura, yo siempre he dicho que la cultura militante está muy bien, es necesaria, pero que necesitamos aún más una militancia cultural. Y usted dice algo, creo yo, similar, citando a Rancière y su idea de que lo que hace que el arte sea político, no está en su mensaje ni en los sentimientos que transmite. ¿Es entonces la creación por sí misma una intervención política, o es esta una afirmación excesiva?

(Duda) Yo creo que esto que dices está relacionado con otra de las acepciones de lo ingobernable… Cuando empecé a escribir el libro me gustaba esa idea de lo ingobernable porque me permitía explicar que no hay ningún contenido cultural que a priori sea más transformador. Hay ciertos tics en la izquierda de pensar que solo ciertas aproximaciones a la cultura –cultura popular, revolucionaria– son lo que verdaderamente va a transformar, cuando en realidad no sabemos lo que produce la cultura. De hecho en el libro se pone el ejemplo de que puede haber películas de Hollywood que de repente generen determinados procesos sociales.

Entonces, no es tanto la creación en sí… a ver, cómo diría esto. Déjame que piense un segundo.

Sí, claro, tenemos tiempo.

Yo no creo que podamos decir que la cultura en sí misma ofrece la certeza de un mundo mejor. Sí es un campo de posibilidad y como tal lo que necesitamos es que sea lo más abierto posible, que esté en movimiento, que sea rico, de ahí la idea de proliferación cultural, porque solo mientras eso esté vivo vamos a tener la posibilidad de construir sociedades mejores.

Por eso me parecen importantes las políticas públicas, porque son determinadas políticas las que pueden ensanchar ese campo y hacer que todo el mundo intervenga y tenga acceso a la posibilidad de relacionarse a través de lenguajes culturales o pueda estrecharlo. Es decir, yo puedo favorecer la centralización cultural y entonces serán las mismas personas, los mismos agentes, los mismos territorios los que tengan acceso a la cultura, o puedo favorecer una descentralización; puedo favorecer la competencia entre los agentes o puedo favorecer la colaboración; es decir, a través de las estrategias que yo ponga en marcha es como voy a poder redistribuir el capital cultural y la capacidad de intervenir en cultura y creo que, cuantas más personas intervengan, más rico será el campo y más posibilidades habrá de que podamos crear… no sé si un mundo mejor pero que se mantenga la idea de estar transformándonos. Lo importante es seguir en movimiento, seguir pensando, seguir cuestionando el estado de las cosas.

Lo que dice me recuerda el ensayo del filósofo Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano, en el que señalaba el fracaso del ideal humanista, según el cual la cultura mejoraría las sociedades. Él decía que, por lo menos después del nazismo, es imposible seguir pensando eso y que no podemos esperar que la cultura por sí misma sea transformadora. Y eso encaja con lo que decía usted: son necesarias muchas otras condiciones que arropan lo que es la cultura, su producción, su consumo…

Eso es. La cultura es un campo de posibilidad, a mi juicio privilegiado, porque tiene que ver con dos elementos que nos permiten hacer nuestra vida mejor individual y colectivamente, que son la capacidad de pensar y entender nuestra experiencia con unos lenguajes que no son racionales, con lenguajes simbólicos, emocionales, corporales; es decir, nos permite otra aproximación a la realidad, por eso hablo de mediación. Es una mediación que nos permite entendernos a nosotras mismas, relacionarnos con las demás de una manera singular;  y por otro, es un campo en el que podemos generar comunidad, como decía antes, desde entender la existencia de un otro a través de un relato que nos permite identificarnos con él, hasta tener proyectos con otros colectivos, gestionando un espacio, o participando en una banda de música… Esos dos elementos, mediación y comunidad, me parecen singulares del campo cultural. 

Ahora, eso no está dado, es como si buscas oro, necesitas unas técnicas y unas estrategias para poder extraer eso que está ahí. Porque la cultura puede ser un campo de empatía pero también puede serlo de consolidación de prejuicios. Es ahí donde las políticas culturales son clave y es en ellas donde está el contenido político, es decir, que el hecho de que yo defienda que es mejor favorecer la colaboración que la competencia, que es mejor apostar por la proximidad y la cercanía que por grandes equipamientos, que es mejor la participación frente a una distribución excluyente del campo cultural, ahí está el contenido ideológico.

Eso es algo, creo yo, que se olvida mucho en la opinión pública. Cuando hablamos de las guerras culturales parece que solo van de contenidos: de si hay que contar la historia de una manera u otra, de si se debe censurar tal obra de arte, de si los toros son cultura… Pero, por ejemplo, Bolsonaro en Brasil o VOX en España, aunque jueguen a hacer ruido con los contenidos, lo que hacen es transformar el tejido y las estructuras donde se producen los contenidos. A menudo a través de la intervención en los presupuestos.

Tal cual. De hecho, yo creo que determina más el tejido cultural que se externalicen los centros culturales de determinado territorio a empresas de la construcción durante veinte años, como puede ser en la Comunidad de Madrid, y se trata de empresas que lo mismo llevan un centro cultural que centros tutelados que comedores infantiles, que el hecho de que se haga una gran exposición sobre Magallanes el descubridor; lo simbólico es importante, pero se suele atender más a ese carácter simbólico que a la materialidad de los simbólico. A mí me gusta hablar de que al final, cómo externalices los centros, cómo son los contratos y las especificaciones, cómo son las condiciones de los trabajadores, cómo se distribuye el acceso a la cultura, todo eso son las condiciones materiales de la cultura. En las políticas públicas tendemos a desatender esas cuestiones porque pensamos que son meramente técnicas, o de gestión, cuando ahí está el núcleo ideológico de la propuesta, y lo que va a determinar y configurar el tejido cultural.

El problema es que la política no es una ciencia exacta y puede promover medidas que luego no arrojan lo que se podía esperar. Por ejemplo, la política cultural española está muy centrada en el apoyo a la producción; sin embargo, como nos recuerda, la situación de los creadores es extremadamente precaria. Indica usted que en 2016 solo el 8% de los actores podía vivir de su profesión, una situación similar a la de las artes visuales o la literatura.

Pero yo creo que ahí no es que los efectos fuesen contrarios a lo que se esperaba, sino que es bastante coherente. La política cultural se ha centrado en que existan productos, en que exista una oferta. Pero las condiciones de producción de esa oferta no ha sido lo central. Quiero decir que después de cuarenta años que llevamos de políticas públicas de cultura recién hace un año que estamos viendo avances en el estatuto del artista. No ha habido atención ni a las condiciones de producción, ni a las de participación, recepción y distribución. Lo central ha sido que exista una oferta, una programación, un itinerario de actividades. 

Hace unos años yo intenté conseguir una subvención para un documental. Y me di cuenta de que tenía que aportar datos y estructuras que tenían que ver mucho más con lo empresarial que con la creación. ¿Qué pasa entonces con toda esa gente que quiere crear pero no quiere ser empresa, que no pretende generar beneficios?

Es que es curioso, porque si lo pensamos, puede que el ochenta o el noventa por ciento de la actividad cultural de las personas no se plantea en términos mercantiles. Desde bailar en una fiesta de barrio hasta tener ganas de expresarte, por ejemplo, como tú dices, para crear un documental sin buscar beneficio, porque sí; pero las políticas culturales se han centrado en ese diez por ciento mercantil, y habría que reequilibrar la balanza, que abracen toda esa parte que se ha quedado fuera y tiene que ver con los derechos culturales, el derecho a crear, a expresarse, a participar, etc. Y en España el apoyo es muy desigual. Hay lugares en los que los proyectos creativos sin ánimo de lucro tienen mayor asignación presupuestaria que en otros, como por ejemplo aquí en la Comunidad de Madrid, donde hay muy poco presupuesto destinado a proyectos que no se mueven en el marco empresarial. Y creo que hay que romper de una vez por todas con la idea de que la cultura es solo un producto de consumo y que solo tiene un enfoque empresarial e industrial.

Sí, porque la cultura se manifiesta también en actividades como los clubes de lectura bibliotecas y librerías de barrio, que no solo fomentan la lectura, que también, sino que además fortalecen el tejido social, las relaciones entre los miembros de la comunidad.

Sí, aquí hay que volver a la idea de la importancia de la cultura como campo de transformación social: es a través de ese tipo de actividades culturales, como los clubes de lectura que mencionabas, bandas de música, centros culturales, centros cívicos, como fortalecemos el vínculo social. Y eso es una misión pública. Si yo entiendo que una democracia es más fuerte cuanto más intervención tienen en lo público los sujetos sociales, mi labor en la política pública será fortalecer esa capacidad de intervención. Yo digo que a través de la cultura podemos reforzar la democracia, que es un papel de las instituciones. Reforzar la democracia como auto organización social, capacidad de intervención en la esfera pública y fortalecimiento de los vínculos sociales.

Vamos a ir terminando la conversación, pero no quería hacerlo sin tocar un tema que me interesa mucho. Hace poco hablaba en un encuentro de escritores en el que participé de que tenemos la falsa impresión de que, al menos en los círculos culturales mainstream, no hay clases sociales. Nos relacionamos en los mismos espacios, tenemos los mismos interlocutores en la administración, nos alojan en los mismos hoteles si vamos a una feria del libro o a un encuentro, nos pagan lo mismo por nuestras charlas (bueno, esto no es del todo cierto, pero tendemos a creerlo), y entonces parece que la clase no es tan importante. Y pienso que es tan falso como sería pensar –y eso creo que nadie lo piensa– que el género es irrelevante en la cultura. ¿Cómo influyen la clase y el género en la creación y también en el acceso a la cultura?

En lo que tiene que ver con el género, tenemos en los últimos años cantidad de estudios que revelan que hay una desigualdad importante en lo que respecta a las mujeres profesionales, por ejemplo, las que pueden cobrar derechos de autor, en las programaciones públicas o los festivales de música, es decir, que existe una desigualdad en la presencia y la visibilidad femenina, aunque es verdad que eso se va acortando, se va mejorando. Eso no se ve tanto en el público, que es mayoritariamente de mujeres.

Y en lo que tiene que ver con la clase, me gusta decir, aunque es un poco provocador, que la precariedad cultural hay que poder permitírsela. Es decir, que poder estar combinando trabajos precarios, que si ahora doy clase aquí, que ahora colaboro con esta revista, que luego tengo un programa de radio, etc., esa inestabilidad e incertidumbre uno a menudo se la puede permitir porque tiene rentas familiares o una perspectiva de rentas familiares. Y creo que es un problema que haya una reproducción de clase tan asentada en el ámbito cultural, aunque también depende de los sectores; los hay como el cine y la televisión en los que hay un mayor ascensor social, pero hay otros como la literatura o las artes visuales en los que la posibilidad de ascenso es más estrecha. Y esto hay que ponerlo en el centro, primero por la igualdad de oportunidades pero también por la pérdida de diversidad de relato, de construcción de imaginarios, porque al final es un segmento muy concreto el que puede seguir construyendo esos mundos en los que todos nos reflejamos.

Y una cosa que dice en el libro, que me ha llamado la atención, es que la mayor parte de la cultura financiada con fondos públicos la consume no la población con menos recursos sino la que más recursos tiene.

Sí, hay ahí un circuito cerrado entre quienes tienen ya un capital cultural y quienes acceden a las políticas públicas que tendrían la misión de redistribuir ese capital cultural. Por eso hay que poner en el centro el derecho a la cultura y políticas que rompan con el statu quo del acceso y la participación cultural. En el libro menciono una investigación que hicieron en el Arts Council, que dice que solo el 2% de la población accedía a actividades financiadas por el presupuesto público. Eso es insostenible en términos democráticos; los equipamientos culturales tendrían que llegar al máximo de la población. Ahí está otro de los problemas tradicionales: como siempre se ha pensado que la mera existencia de una oferta ya interviene en la desigualdad, se ha obviado que hay muchos otros elementos que la condicionan. O el hecho de que cuando se piensa en términos de acceso se piensa en el acceso a objetos y no la redistribución de un capital cultural, es decir, la capacidad de interpretar, de poder acceder a la trama de referentes de esos objetos, de poder intervenirlos y transformarlos. Creo que hay ahí un reto democrático y de diversidad cultural, porque cuanto más estrechos sean los sectores que acceden y producen la cultura más van en detrimento de la riqueza y la diversidad para todos.

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Comentarios
  1. La Piel de Toro es un país que destila cultura por todos sus poros, afortunadamente.
    He aquí un ejemplo:
    «Mientras España y toda la UE se dirige hacia una profundísima crisis económica, los ayuntamientos en este país siguen destinando millones de euros de dinero público al fomento de la tauromaquia»
    «Los festejos crueles con los animales son una actividad que cada vez genera más rechazo social y debate público. Sin embargo, cada vez recibe más ayudas directas y subvenciones de las instituciones» .
    Animanaturalis y Cas Internac.: Hemos realizado una intensa investigación en todos los municipios de España para descubrir cuánto dinero público se destina a mantener los festejos crueles con los animales. Utilizando el portal de transparencia, se ha contactado a cada uno de los ayuntamientos y la cifra para Navarra asciende a 1.744.571 euros.
    Los Ayuntamientos que más dinero destinan a fiestas crueles que involucran reses son Peralta/Azkoien (107.301,51 €) y Lodosa (56.763,88 €). El Ayuntamiento de Pamplona declara no destinar nada de dinero a los festejos de San Fermín, ya que se financia exclusivamente por recursos privados. La investigación realizada proyecta un total que supera los dos millones de euros, que podría ser más ya que varios Ayuntamientos se han negado a facilitar información. A pesar de que la ley exige transparencia en el destino del dinero público de cada municipio, los Ayuntamientos de San Adrián y Villafranca, por ejemplo, han agotado todos los plazos oficiales para dar respuesta a los requerimientos de información.
    Desde las organizaciones estamos mirando de iniciar acciones judiciales, y pediremos responsabilidades a las autoridades que están obstruyendo el acceso a la información que están solicitando a todos los ayuntamientos de España que dedican parte de su presupuesto municipal a las fiestas populares con toros.
    BASTA DE FINANCIAR EL MALTRATO ANIMAL- NO CON MI DINERO.
    Firma nuestra petición:
    https://www.fiestascrueles.org/

  2. Dios los cría y ellos se juntan: Capitalismo y religión. Yo aborrego, tu aborregas, juntos aborregamos a la población.
    El parlamento europeo tendrá por primera vez en la historia un belén.
    Inédita violación de la laicidad institucional del Parlamento Europeo. Esta institución ha sido referente de laicidad, incluyendo sus premios a la libertad de conciencia. En un mismo año hemos visto cómo se desvirtuaban los premios, que se han visto pervertidos para utilizarlos en el posicionamiento de la UE respecto de la Guerra de Ucrania, y ahora vemos cómo se instalan símbolos religiosos en la sede parlamentaria imponiendo la presidenta de la institución sus creencias al conjunto de la Cámara, sus trabajadores, y sus visitantes.
    Ninguna institución pública, nacional o supranacional, debería identificarse con ninguna religión o convicción particular. Es un privilegio antidemocrático el instalar símbolos religiosos de una confesión particular en un espacio común donde deben imperar los principios de convivencia, y en particular el de laicidad, única garantía democrática de igualdad y no discriminación entre convicciones religiosas y de otra índole.
    La iniciativa parte de la petición de la diputada Isabel Benjumea (Partido Popular), española y católica, en el 2019. En la ocasión ella contaba con el apoyo de Roberta Metsola, maltesa y actual presidente del Parlamento, y de la diputada española Dolors Monserrat.
    https://laicismo.org/ue-el-parlamento-europeo-tendra-por-primera-vez-en-la-historia-un-belen/273738

  3. Me resulta increíble que una mujer tan ilustrada pueda pertenecer .l partido que con las estructuras de U.P. no perciba. el egoísmo y deslealtad de sus fundadores., Errejon y Carmena.

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