Opinión
Irene Montero y la cultura de la violación
"El exabrupto buscaba otra vez deslegitimar a la ministra sin razones, desacreditar su labor a partir de amplias dosis de necedad y odio y, de paso, alimentar el ansia de polémica y posverdad", reflexiona Azahara Palomeque.
Irene Montero parece haberse convertido en la cabeza de turco de la política española; una figura que canaliza el malestar institucional y social, blanco de constantes invectivas, cuando no directamente insultos, independientemente de las iniciativas que lidere en el ejercicio de su trabajo como ministra de Igualdad.
De la misma manera que con cualquier otro representante de la ciudadanía, se puede discrepar de las medidas puestas en marcha en el seno de su cartera, y es hasta señal de salud democrática un disenso constructivo que, desde las distintas fuerzas políticas, contribuya a ampliar derechos, pero lo que se vio en la sesión de control al Gobierno el pasado miércoles no se puede calificar de desacuerdo fructífero; más bien se trató de una sarta de abucheos injustificados tras el uso de la expresión “cultura de la violación” para describir sendas campañas del PP, en Galicia y en Madrid, que sitúan el foco de las agresiones sexuales en la actitud de la víctima y no en el posible agresor.
Siendo coherente con un corpus teórico que lleva forjándose medio siglo, Montero criticó la culpabilización de la mujer cuando se señala la ropa que lleva o el descuido de su bebida en lugar de subrayar el crimen y a su perpetrador. Esto, que jamás se haría en otros contextos –imaginen una hipotética campaña antiterrorista que argumente: “revisa siempre los bajos de tu coche; no debería pasar, pero pasa”–, causó una reacción desproporcionada, obligándola a guardar silencio mientras se calmaban los gritos de espanto y desconocimiento.
Si utilizar la expresión “cultura de la violación” tal como la emplea la ONU, aludiendo a un escenario de normalización y justificación de la violencia sexual, supone tal escándalo, solo queda conjeturar dos cosas: que el PP realmente persigue fomentarla, o que nunca han estado expuestos a tal tradición teórica y, en lugar de celebrar que una ministra de Igualdad acumule dichos conocimientos, pretenden tapar con sus descalificaciones la ignorancia propia, lo cual no deja de ser problemático.
Fue en 1975 cuando la periodista estadounidense Susan Brownmiller publicó Contra nuestra voluntad: hombres, mujeres y la violación, un libro que revolucionó la opinión pública con ese concepto entonces novedoso, recibió buenas críticas y, entre otros galardones, fue incluido en la lista de Libros del Siglo por la biblioteca pública de Nueva York. Muchos años más tarde, la autora contó que ella también tenía los mismos prejuicios sobre las mujeres violadas, y que precisamente emprendió una investigación de cuatro años –de la que surgió el volumen– para librarse de ellos.
El concepto fue ampliamente abrazado por la segunda ola del feminismo, se rodó un documental, se publicaron otros estudios, y ha seguido muy presente en ambientes tanto académicos como populares de Estados Unidos. Para cuando la antropóloga Peggy Sanday sacó su Fraternity Gang Rape (1990), un análisis exhaustivo de las violaciones grupales en los campus universitarios, ya se daba por sentado que este tipo de violencia se integraba en una cultura más amplia donde lo que estaba en juego era la urdimbre de poder masculina y no el supuesto disfrute sexual con la víctima, por lo que era lógico concluir, por ejemplo, que su atuendo influía poco en el ataque (de hecho, Sanday llegó a afirmar que en las violaciones grupales se producía un homoerotismo destinado a sellar la hermandad entre hombres y la mujer era solo un objeto).
Recientemente, el documental The Hunting ground (2014), de Kirby Dick, centrado en la misma temática, alcanzó un gran reconocimiento, y la fundadora del movimiento #MeToo, Tarana Burke, partió de la trayectoria intelectual de la cultura de la violación para afirmar que “todos” debemos cambiarla, desde cada ámbito de la vida pública, privada e íntima que sea posible, sin acusar a quien la sufre.
Si bien es cierto que en España no se popularizó la expresión hasta que salió a la luz el caso de La Manada, no hay ninguna excusa que justifique pasar por alto media centuria de pensamiento feminista, sociológico, antropológico y, sobre todo, no hay ninguna excusa para reprochar a quien sí ha hecho las tareas una reflexión tan acertada, y además vanagloriarse de ello exhibiendo los peores modales.
Como ya ocurriera con el bulo de la pederastia, o con las soeces y machistas referencias a la actividad sexual de la ministra, el exabrupto buscaba otra vez deslegitimarla sin razones, desacreditar su labor a partir de amplias dosis de necedad y odio y, de paso, alimentar el ansia de polémica y posverdad que parece conformar el único contenido rentable del entramado mediático de derechas.
Sin embargo, el respeto a cualquier persona y, específicamente, a quien ostenta un cargo público, cuyo cometido es velar por el bienestar de todos, no es negociable. Valga para cada punto del espectro ideológico. Los que se niegan a comportarse con una mínima dosis de civismo, esencial para la calidad democrática de cualquier país, quizá no deberían dedicarse a la política.
La culpa es de Franco. Ministerio de Igualdad, oposición, jueces, violadores y periodistas son todos inocentes.
La propaganda no atiende a la torpeza sino que es obra de la habilidad. Su objeto, sujeto de la política, es al que le sobra la misma una vez que agitado por ella, enervada su pulsión identitaría, identificado en el grupo al que cree pertenecer, no es capaz de percibir la manipulación a que es sometido y responde a las repulsiones que les sirven en sus fobias. Los sujetos de semejante oferta (los propagandistas) no caen ni creen en los errores de sus destinatarios, muy al contrario saben que palillos tocar y como agitar los miedos para conseguir la demonización que mueve con sus horrores. Ellos saben de sobra que el error de la ley en cuestión ni puede ser causa de semejante campaña, más habituales en muchas otras de lo que aquí aseguran, ni justifican el espanto; pero sí que, debidamente manejado y transferido, desde los violadores y su castigo; por quienes en realidad se resisten a cambiarla y castigalo de manera más eficaz el machismo (y aquí tienen más importancia los medios, las fundaciones, think tank…todas aquella estructura que Susan George describe en Pensamiento Secuestrado, que los propios grupos políticos); al fantasma de los votantes, el efecto logrado y sus agentes quedan invertidos: los que legitiman la “Cultura de la Violación”, (las condiciones en las que medra el machismo y su violencia); los que intentan que las cosas no cambien o cambien poco siguiendo el lema “gatopardiano” de cambiar algo para que nada cambie; los que intentan esconder la violencia machista, (contra la mujer por ser mujer), en la violencia intrafamiliar, desplazando el objeto de la cuestión; aparecen así cómo los defensores de aquello contra lo que afanan.
No hay ningún error de objetivación en el enfoque de Montero, sino de enfoque del debate; de cómo presentarlo de modo que quede en evidencia, de qué lado está cada uno en esta lucha. La realidad no es la coincidencia de los hechos con la verdad, es lo que plantean, sino que cantidad de gente cree en ella: esto es lo que justifica la propaganda goebbelsiana, sobre que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
La derecha de este país ya sabéis que es cerril e incivilizada.
Y cada vez más inculta e irracional.
Cuando no mandan ellos su táctica es el juego sucio por sistema, sin sonrojo, a lo hooligan, no dejar hacer. Sólo pueden mandar los señoritos Ivanes.
«Españolito, y a la españolita todavía le irá peor, que vienes al mundo te guarde dios una de las dos Españas ha de helarte el corazón»
La historia se repite, templanza, quieren ponernos nerviosos. Aún está por ver quien gana esta vez.