Opinión

La cutrez deliberada

Pablo Batalla escribe sobre una tendencia de los tiempos: pergeñar adrede un aspecto de amateurismo y espontaneidad que disfrace la condición elitista o millonaria del líder o proyecto en cuestión

Bolsonaro ofrece a Trump la camiseta número 10 de la selección de Brasil. CHRIS KLEPONIS / POLARIS / POOL / ABACAPRESS.COM

Hay personas que capturan como nadie el espíritu de una época. Abel Caballero, alcalde de Vigo, es uno de ellos. No se amasa más del 60% de los votos sin capturar diestramente, sin encarnarlo, el espíritu de una época. Es una cuestión de olfato, de instinto. No captura el espíritu de una época quien quiere, sino quien puede. Caballero demuestra encarnarlo de muchas maneras. Y una de ellas es lo que podríamos llamar la cutrez deliberada. Hay muchos ejemplos que ilustran de qué se trata, y cómo lo practica Caballero, este fenómeno de los tiempos; pero ninguno como el inglés macarrónico que el regidor vigués se arranca a hablar a veces, en discursos tropicales para la inauguración de un Primark o de la ya célebre iluminación navideña, que después hacen las delicias de los trending topics y los programas de zapping. 

El primer español en doctorarse en economía en Cambridge, donde estudió con los discípulos de Keynes, máster también en Essex, puede hablar un inglés más refinado, pero elige consciente, deliberadamente, no hacerlo; disimular su condición indiscutible de miembro de la élite —¿qué español nacido en 1946 se doctoraba en Cambridge?—  para configurarse un aspecto de campechano hombre del pueblo, estrafalario pero entrañable, un viejo chistosamente torpe, e incluso algo pasado, pero honesto. La última inauguración de las luces navideñas volvió a mostrárnoslo practicando esta calculada extravagancia, en una de esas escenas sórdidas del crepúsculo de una era. Caballero, micrófono en mano y con éxtasis de telepredicador evangélico, grita en gallego-spanglish, antes de apretar el botón que encenderá el alumbrado: «¡Nine! ¡Eight! ¡Seven! ¡Seis! ¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Ún! ¡Cero! ¡Arrancóu a Navidad do planeta! ¡Viva la Navidad! ¡Viva Vigo! ¡Esta es la luz! ¡Esta es la luz de la Navidad! ¡Esta es nuestra forma de entender la Navidad, en la alegría, en la cercanía y con el confeti que ya nos inundó a todas y a todos!».

En Brasil, otro miembro indiscutible de la élite, Jair Bolsonaro, practica también la cutrez deliberada. Lo hace, por ejemplo, en sus redes sociales; en su agitprop consistente en compartir fotos y vídeos mal hechos adrede; mal encuadrados, mal grabados con tecnología intencionadamente tosca que lo captura o lo graba exhibiendo desaliño indumentario e impartiendo discursos de un basto patrioterismo en un churrasco o ante una bandera brasileña compranda en un bazar, colgada sin planchar y de cualquier manera de la pared humilde de un galpón. Hay que salvar distancias para encontrar puntos en común entre Jair Bolsonaro y Abel Caballero, pero es exactamente la misma la pretensión maestra detrás de su comunicación política: transmitir la espontaneidad de un Juan Nadie con pocos conocimientos, pero las cosas claras; la torpe sensatez de una licenciatura en la Universidad de la Vida. 

En las últimas elecciones brasileñas, Lula da Silva basó su campaña en transmitir de sí la imagen de un hombre excepcional; el que, partiendo de la nada, alcanzó la presidencia de su país y acabó con su hambre. El trumpismo, en todas sus expresiones globales, es el afán contrario: vestir a los plutócratas de hombres comunes que frecuentan los pubs castizos o dicen palabrotas; un majismo del siglo XXI, versión contemporánea del que en el XIX vestía de gitanas y bandoleros a los aristócratas cercados por una era revolucionaria que los obligaba a parecer pueblo y a aparcar la estética afrancesada de la generación anterior. De aquel, otras manifestaciones se olisquean por doquier. Así también, por ejemplo, en la moda castiza que se detecta en el Madrid pijo, y de la que puede ser expresión que la emblemática sala But haya pasado a llamarse La Paqui. Los mismos que, antes, blasonaban o blasonarían de cosmopolitismo, abrazan ahora la gramática chulapa.

Los grandes diseñadores ponen a desfilar a los y las top models con ropa de mendigo, las tiendas de ropa venden monos azues de trabajador fabril que cuestan cientos de euros, los raperos adinerados impostan la procedencia de barrio humilde, televisiones o podcasts con millones de euros de presupuesto —de derecha o, a veces, de teórica izquierda simulan un aspecto de amateurismo, de escasez de recursos, de cosa pergeñada en un garaje que lance el mensaje de «somos cuatro valientes donnadies contando la Verdad que nadie cuenta». Nada es lo que parece, nada es lo que dice ser, en las sociedades barrocas, tiempo de trampantojos.

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Comentarios
  1. Tanta irresponsabilidad demuestra este hombre, como la ciudadanía de la nación española y el gobierno que le permiten semejante dispendio y mal ejemplo en una época en la que no nos podemos permitir ni un gasto superfluo, en que se trata de simplificar, de vivir con sencillez.
    Tiene que haber una ley que penalice el perjuicio que él y la mayoría de los ayuntamientos incluída la propia sociedad (que sería la primera que protestaría si no se iluminaban las calles y sin adornos de navidad) están infringiendo a la Casa Común y a sus habitantes.
    Contaba Cayo Lara, como ejemplo del gran poder del capital, que él de chaval trabajaba en el campo y si se rompía los pantalones su madre le echaba la bronca, él capital ha impuesto que cuanto más rotos más caros se vendan.

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