Cultura
José Ovejero: “Hace 50 años, la violencia era tan cotidiana que ni tenía nombre”
'Mientras estamos muertos' es la última novela del escritor, una autoficción que ni idealiza ni demoniza el pasado.
La historia de una familia de clase obrera del tardofranquismo es el tema de Mientras estamos muertos (Páginas de espuma, 2022), última novela de José Ovejero (Madrid, 1958): una autoficción con la que el autor, evocando su infancia y juventud, deshace complacencias nostálgicas en boga sin, por otro lado, caer en el extremo contrario del rencor. Su objetivo es no ajustar cuentas con el mundo de sus padres, sino escudriñarlo y comprenderlo. Charlamos con él sobre las claves del libro.
En Mientras estamos muertos se refleja bien la violencia sorda que impregnaba la época: las relaciones intrafamiliares, en los colegios, con los animales… No sé si lo ha escrito, en parte al menos, frente a las nostalgias tipo Pérez-Reverte o José Manuel Soto del momento. Una época –escribe– en la que «los padres pegaban a los hijos porque no sabían qué hacer con ellos. Igual que nosotros pegábamos a los más débiles de la clase, nos reíamos de ellos, los torturábamos en la medida de nuestras posibilidades»; un tiempo de «brutalidad indiferente en el colegio, la competición que manteníamos para humillar a los compañeros más débiles, los celos que mi padre sentía hacia mí y cómo me hacía pagar que mi madre fuese tan cariñosa conmigo».
No es que lo escribiese de manera muy explícita o consciente para eso, pero es verdad que ya hace años me daba cuenta de que había una idealización de la vida familiar de hace cuarenta, cincuenta años, que me parecía muy extraña, porque luego hablaba con alguno de estos autores y autoras y lo que me contaban no encajaba; no me parecía que fuese tan idílico.
Yo, en un momento dado, que quizá tenga que ver con que mi padre murió de alzhéimer, con que no recordaba, quise recordar, y quise hacerlo sin ningún tipo de idealización, pero también sin rencor. Intentar ver qué había ahí. Y me encontré esa violencia tan cotidiana que ni siquiera tenía nombre: el abuso escolar, el bullying, todas esas cosas que por supuesto existían ya y yo diría que existían de una manera más violenta aún, por más aceptada incluso por los profesores. Era lo normal; lo que hacían los chicos sanos de nuestra edad: se pegaban para aprender la dureza de la vida. Lo mismo que decían que había que ir a la mili para hacerte un hombre, uno tenía que ir a que lo maltratasen y humillasen para integrarse en la sociedad.
De su padre escribe: «La vida para él es como un terreno de labranza. Lo abre a azadonazos, sin pararse a contemplar ese pájaro, esa flor, la orilla del río. Abre las puertas a patadas y cuando avanza por un pasillo parece que empuja con su cuerpo a enemigos invisibles». Pero también cuenta el fondo, el origen, de esa actitud: un niño tímido que aprende que tiene que hincharse, que mostrarse violento, para que lo respeten, para que la vida no lo avasalle.
Me han preguntado que si quería ajustar cuentas, y no: yo no quería ajustar cuentas con nadie. No tengo que ajustar en la literatura las cuentas que no ajusté en la vida, ni quiero una falsa reconciliación. Quiero ver qué hay, que es lo que me interesa siempre en la literatura. Ver lo que normalmente no vemos. Aunque el primer cuento está escrito desde el horror de esa primera violencia, después escarbo, y al escarbar te das cuenta de las heridas de los demás, de sus debilidades, de sus fracturas, de qué es lo que están intentando compensar, de qué se protegen. Descubro en la figura del padre a alguien que no quiere ser la víctima. Para no ser la víctima en una situación de violencia, el recurso más habitual es convertirte en uno de los verdugos (dicho sea de una manera un poco exagerada, porque tampoco es que vea al padre como un verdugo).
Habla también la novela, en pasajes deliciosos, de sabor chirbesiano, del anhelo de aquella clase obrera de desclasarse, de prosperar. «El trabajo de mis padres –dice– iba transmutándose, sobre todo, en aparatos, vehículos, metros cuadrados de vivienda y los estudios de mi hermano y míos». Habla también de las consecuencias indeseadas: de los hijos ya universitarios que desprecian el mundo de los padres que se deslomaron; «Benidorm, ¿para qué iba a ir yo a Benidorm?». «[…] en la universidad han aprendido un lenguaje y una manera de mirar el mundo que dificulta la comunicación, ya ves tú, les das estudios y los estudios los vuelven extranjeros en su casa». Esto no deja de ser, también, violencia.
Yo entiendo perfectamente ese desclasamiento. Si hubiese sido mi padre, probablemente también habría querido dejar un trabajo precario, de explotación y que te obliga a echar cuentas todas las semanas de si llegas a fin de mes. Lo que pasa es que desclasarte tiene consecuencias: perder tus raíces, los lazos de solidaridad y ayuda mutua que había ahí a pesar de todo, llegar a un sitio en el que no encajas del todo y en el que siempre tienes que estar justificándote, fingiendo, notar el desprecio de los que ya estaban allí… Y, sobre todo, sí: el caso ese en el que los padres consiguen dar estudios a los hijos y de pronto el lenguaje, la visión del mundo de estos, de la familia, cambia, se rompe. El esfuerzo que han realizado les lleva otra vez a una pérdida de vínculos, en este caso con los hijos que se rebelan contra ese mundo que sus padres quieren imponerles.
¿Chirbes es una referencia para usted como escritor?
Lo fue mucho. Leí varios de sus libros y me interesó mucho ese interés por lo social sin perder nunca lo literario, que es algo que me parece muy valioso y que encuentro también en gente como Isaac Rosa o Marta Sanz.
También es muy interesante, en la novela, la figura del tío Ángel; ese joven bohemio y melancólico, que acaba enredado en adicciones.
Tiene que ver también con esa separación entre padres e hijos: la gente que llega del campo y cuyos hijos se encuentran en un mundo al que no saben adaptarse, que les ofrece trabajos muy precarios y muy duros, y donde algunos encuentran una salida en otras cosas. En los años setenta, en Vallecas, que es de donde yo vengo, ya hay bastante droga, y la droga lleva aparejada la pequeña delincuencia, que puede llegar a ser delincuencia mayor. Yo veía cómo tíos míos, primos míos, acababan perdiéndose en ese mundo, quizá porque tampoco acababan de sentirse agusto en el colegio o de ser capaces de estudiar, no tenían una salida atractiva y se escapaban por ahí; por esa vía de escape con la que lo que pasaba era que, si no dabas marcha atrás, acababa cerrándose.
También es muy bonito el pasaje en el que cuenta la historia de la relación de sus padres. El amor, no como un asunto de flechazos o almas gemelas, sino como algo que se construye, se trabaja y hasta se descubre; una convergencia progresiva en la que uno va encariñándose con el otro con el tiempo.
Uno sabe que sus padres tienen historia, pero rara vez se pone de verdad a pensar en ella. Los padres vienen como algo dado, que parece que ha estado siempre ahí. Me interesaba reconstruir una posible historia de pareja de clase obrera que se encuentra, se casa y tiene hijos cuando son muy jóvenes; y que lucha todo el rato por salir de esa precariedad que entonces no llamaban así. Para mí fue muy interesante hacer esa reconstrucción y decidí contarla sin separación ninguna entre ellos, sin puntos y aparte, pasando de uno a otro para verlos como un conjunto que va evolucionando hasta que, de pronto, por razones obvias, biológicas, eso se parte y aparece, con una especie de soledad, de individualidad indeseada, el primer punto y aparte.
Mientras estamos muertos es un libro que se presenta como de autoficción. La biografía propia como materia prima; no necesariamente como producto final.
Eso es. Parto de un montón de experiencias propias, pero no tengo ningún interés, digamos, confesional, de contar mi intimidad ni mi historia. Puedo utilizar una experiencia cercana y atribuírsela al personaje; puede que a mí no me pasase eso exactamente así, pero eso pasaba exactamente así. Como digo en uno de los relatos, todo lo que sucede a nuestro alrededor nos sucede a nosotros. El mundo que nos rodea nos permea y construye, y esa autobiografía tenía que ser necesariamente colectiva.
¿Su estructura fragmentaria, casi formada por cuentos independientes, pretende traslucir la naturaleza fragmentaria de la propia memoria?
Es como los álbumes de fotos: entre dos fotos siempre hay un vacío. Nuestra memoria es realmente fragmentaria y lo que hacemos es irla uniendo, construir una narración con esos fragmentos. Yo, aquí, quise no ocultar lo fragmentario; dejar que fuese así, que hubiese esos vacíos, hasta el punto de que hay gente que habla del libro como un libro de relatos y otra que habla de novela o de cuentos o de capítulos. Me parece bien esa indefinición. Uno de los relatos, que se titula Agfa Synchro Box, parte de esa reconstrucción a través de fotografías y muestra cómo nunca puedes reconstruirlo todo, por más que te esfuerces. Si intentas darle un orden lógico a esos fragmentos, falsificarás bastante.
Dice de aquella época, y con esto terminamos, que «quizá de forma injusta me parece triste, como si no tuviesen todas sus desequilibrios y sus patologías». Invita a no ser complacientes con nuestra propia época.
Eso es. Aquella época, a menudo, o se idealiza o se demoniza. Parece que, o aquella época era luminosa y sus habitantes más valientes y alegres, o hay un progreso continuo y ahora estamos mucho mejor. Yo no veo ninguno de los dos extremos. Recuerdo aquella época como triste, pero eso no significa que lo fuese, o que lo fuese continuamente. Tenía sus violencias y sus brutalidades, por supuesto, pero ¿no tenemos nosotros las nuestras, tremendas? La precariedad que de pronto ha vuelto a la vida de muchísima gente, los desahucios, la violencia policial que se refuerza… No sé cómo se mirará nuestra época dentro de cuarenta años. Lo mismo la recuerdan como una época triste.
ALFON FERNÁNDEZ, EX PRESO POLÍTICO: «EL MALTRATO EN LAS PRISIONES ESPAÑOLAS NO ES UNA COSA DEL PASADO»
«Durante el tiempo que estuve en prisión pasé algunos años en régimen FIES»
Ayer – escribe el ex preso político «Alfon» – fui al cine a ver «Modelo 77» y he de decir que me pareció brillante. Ahora bien, la película refleja fielmente un periodo de nuestra historia. Lo que me preocupa es que la gente crea que es un periodo vencido, que como sociedad no tenemos tareas pendientes al respecto.
Algunos presos, como yo, éramos incluidos en el fichero por nuestra militancia antifascista. Otros por crimen organizado, bandas….Y otros por organizar o participar en motines en las cárceles españolas. Las historias que contaban estos últimos, junto con las historias de los más viejos del lugar, eran escalofriantes. Y no tan lejanas en el tiempo. Sin ir más lejos, tenemos el ejemplo de los compañeros presos de Cuatre Camins que en el año 2004 iniciaron un motín tras la muerte de un preso cuando se lo llevaron a aislamiento y una serie de agresiones por parte de los funcionarios. El compañero Solís fue uno de los portavoces de los presos en aquella reivindicación, la cual era una cuestión de vida o muerte pues el trato de los carceleros con los internos era tal que los presos temían por su propia vida.
Yo mismo he tenido que soportar como me pisaban mis pertenencias, mis fotos de familia, mis libros o mi ropa, durante los cacheos. Como lanzaban riéndose mi ropa interior al retrete para que luego tuviese que cogerla. He presenciado como golpeaban a presos, he soportado que me diesen manotazos en la cabeza por negarme a contestarle a un carcelero cuando me preguntaba si llevaba algo en los bolsillos. He sido testigo del trato vejatorio hacia presos y familiares día sí y día también durante los años que estuve encarcelado.
He conocido y me han contado algunos compañeros historias de todo tipo, desde suicidios dudosos, palizas o violaciones a presas, hasta denuncias entre funcionarios porque algunos son los que meten la droga y los objetos prohibidos en las cárceles. Y es que, para ser justos, he de decir que existen carceleros que no olvidan que están tratando con seres humanos, que respetan como a cualquiera de sus iguales al preso y que no comulgan con las corruptelas y los abusos de sus compañeros.
Todas estas historias las he conocido en estos años, en estas generaciones. No es un problema del pasado, es un problema del presente. Y si no hay revueltas y motines cada semana en las prisiones es porque hay miedo. Yo mismo lo he sentido. Porque a la mínima que asomas la cabeza para exigir lo que te corresponde como ser humano comienzan las amenazas, el acoso y el terror. No tiene por qué ser violencia. A mí por ejemplo en 2012 con 21 años el educador del módulo me amenazó con que me iban a enviar a Canarias, lejos de toda mi familia. Y ya os digo que lo hacen, vaya que si lo hacen…
Con todo existen presos que resisten a día de hoy. Están aislados, dispersos e invisibilizados en las cárceles más remotas de España. Pero están. Y por eso también me he visto en la obligación de juntar estas letras. La cuestión penitenciaria en España no es un asunto del pasado, no es un conflicto resuelto. Como tantas otras cosas en este país, es un conflicto tapado a fuerza de garrote, de miedo y de silencio.
Los presos siguen sufriendo trato vejatorio, siguen padeciendo el miedo a decir lo que piensan, a organizarse para exigir los derechos y la dignidad que todos merecemos. Y por mucho que no les veamos, por mucho que estén escondidos tras esos muros, una ingente masa de miles de hombres que nacieron con la cruz del proletariado a cuestas permanecen, día tras día, instante tras instante, viviendo rodeados de la miseria material y moral que encierran las prisiones del capitalismo.
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