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El hombre que añoraba las luciérnagas
"Pasolini fue una especie de 'rojipardo' virtuoso que hubiera despreciado a algunos de quienes lo reivindican tramposamente en nuestros días", escribe Pablo Batalla sobre la premiada biografía escrita por Miguel Dalmau.
Vivimos –ya es incuestionable– tiempos apocalípticos. Las señales de ese apocalipsis son evidentes a veces, pero hay otras que se despliegan de forma más sutil, no siendo, sin embargo, menos espeluznantes. Recientemente hemos sabido de una catástrofe perteneciente a este segundo orden: una gran extinción entomológica. Una cuarta parte de los insectos europeos está al borde de la desaparición. En España, por ejemplo, las mariposas han caído un 70%. Silvia Ferreira, una entomóloga portuguesa, proporciona en un reportaje una ocurrente manera de que los legos nos demos cuenta del desastre: «Si lo pensamos, hace unos años, cuando viajábamos unos cientos de kilómetros en coche en verano, había un momento en que necesitábamos parar en una estación de servicio para limpiar los cristales. Ahora hemos conseguido recorrer miles de kilómetros sin esa preocupación. Es hora de pararse a pensar en el miedo que da eso».
Lleva mucho tiempo jodiéndose este Perú cuyos estragos el común de los mortales solo advierte ahora. Pero hubo quien los advirtió con la precocidad que caracteriza a los hombres sensibles. Tal como un John Ruskin, a fuerza de mirar las nubes, se daba cuenta ya a finales del siglo XIX de las primeras, levísimas, manifestaciones del cambio climático, Pier Paolo Pasolini vio en la desaparición de un insecto concreto un heraldo del Gran Desastre contra el que se pasó clamando toda su vida, toda su obra.
En febrero del año fatal de 1975, al final del cual moriría asesinado en la playa de Ostia, el director de El evangelio según san Mateo escribía sobre el fenómeno «rápido y fulminante» de la desaparición, a causa de la contaminación del aire y el agua, de las luciérnagas. La industrialización, la sociedad de consumo, el capitalismo en suma, habían hecho desaparecer del paisaje cuyas noches un día iluminaron a estos seres delicados y asombrosos, minúscula poesía alada.
Nadie ha odiado tanto, ni tan hermosamente, el capitalismo como Pier Paolo Pasolini. Enemigo irreconciliable del orden burgués, este intelectual renacentista –poeta, novelista, ensayista, además de director– encontró en las borgate, los suburbios lumpemproletarios de la Italia de los cincuenta, sesenta, el último resto, postrer fulgor de luciérnagas, de una autenticidad humana no pervertida aún por el consumismo. Su voz ha ido cobrando validez y vigencia con los años en lugar de perderlas, convertida en ese os lo dije que escuchamos, a veces, decir desde la tumba a los genios adelantados a su tiempo. ¿Hay algo más rabiosamente vigente que esto: «Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En no ser un trepador social. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos, ante esta antropología del ganador prefiero mil veces al que pierde»?
En una época de descreimiento de los grandes metarrelatos, Pasolini sigue teniendo la «desesperada vitalidad» (Godard dixit) del profeta inclasificable que nunca se casó completamente con nadie, sino que los incomodó a todos. Demasiado comunista para los católicos, demasiado católico para los comunistas, demasiado gay para ambos, Miguel Dalmau teoriza con solvencia en su premiada biografía Pasolini: el último profeta que, por lo que sabemos de él, también hubiera sido un probable adversario del Orgullo Gay de nuestros días, en lo que tiene de conversión por el capital de la condición LGTB en una mercancía de consumo más.
Fue asimismo una especie de rojipardo virtuoso que hubiera despreciado a algunos de quienes lo reivindican tramposamente en nuestros días, detectando en ellos una carencia crucial, que él nunca tuvo: la de la compasión. Dejó dicho: «Soy una fuerza del pasado, solo en la tradición está mi amor», pero advirtió también de que «muchos católicos, al hacerse comunistas, llevan consigo la Fe y la Esperanza, pero olvidan sin darse cuenta llevarse la Caridad. Por eso nace el fascismo de izquierdas».
Fue la compasión la que hizo a Pasolini identificarse con los policías –hijos de las periferias menesterosas de Italia a los que el poder absorbía, vistiéndolos «como payasos», para mantenerse a salvo–, y no con los estudiantes rebeldes –niños bien que jugaban a hacer la revolución– en la batalla de Valle Giulia, sobre la cual escribió un famoso poema. Amar al policía, no por serlo, sino porque no tuvo más remedio que ser policía; despreciar al estudiante pijo que protesta, no por hacerlo, sino porque «cuando un obrero se levanta y toma una fábrica, hace la revolución, mientras que un estudiante, cuando toma la facultad solo está haciendo la guerra civil… La guerra contra los mayores de su misma clase».
Pasolini, cuando el brillo de las luciérnagas de la tradición se apagó en Italia, dedicó los últimos años de su vida a buscarlo en el Tercer Mundo, para cuyos hijos tenía nuevamente la compasión que les niegan los amantes de las concertinas. En otro hermoso poema, recreó de este profético modo (el poema se titula, de hecho, Profecía) la llegada de un inmigrante norteafricano a las costas europeas: «Llegará desde Argelia, en barcos/ de vela y remo. Con él vendrán/ miles y miles de hombres/ de cuerpo menudo y los ojos/ de perro pobre de sus padres».
Quiso Pasolini crear un arte que no fuera fagocitable, cuya aura no fuera apagable por la era de la reproductibilidad técnica sobre la cual escribiera Benjamin; que fuera indigerible por el buche del capital. Lo conseguiría con Saló, su perturbadora última película. Pero tal vez su gran obra de arte indigerible fuera él mismo, su propia inmortalidad.
La exquisita biografía de Dalmau, meritorio desenmarañamiento de la complejidad del personaje, es una manera inmejorable de aproximarse a esta figura trágica de la que el ensayista catalán tiene «la íntima certeza» de que «habría sido asesinado igual en cualquier otra época de la historia. En todas las épocas. Incluso en aquellos periodos de bonanza, los más apacibles, aquellos que han sido escritos con la tinta dorada de los pasados plenos de armonía, Pasolini también habría sido asesinado. Incluso en un mundo en paz, él habría concitado las últimas iras, los odios primordiales, todo aquello que es anterior a la cultura y la civilización, en suma, a la palabra».
Pasolini. El último profeta
Miguel Dalmau
Tusquets, 2022
P.P.Pasolini: «Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En no ser un trepador social».
Así debían educar los maestros de la II República española.
El 5 de octubre es el día proclamado por la Unesco como día del Docente.
Recordemos que en 1931, el analfabetismo alcanzaba a un 40% de la población total. Los primeros Gobiernos de la República intentaron reducirlo mediante una serie de medidas tendentes a dotar al país de unos servicios educativos y escolares suficientes, entre los que cabe destacar: la creación de nuevos centros educativos y el incremento de las plantillas de profesorado.
En 1931 tan sólo existían 32.680 escuelas. El Ministerio de Instrucción Pública confeccionó un plan quinquenal para crear un total de 27.151 escuelas primarias.
Desde la proclamación de la República hasta diciembre de 1932 se crearon en España 9.620 escuelas.
Mientras que desde 1922 a 1931 se crearon 8.665 plazas de maestros, es decir, un promedio anual de 962 maestros, el promedio de nuevas plazas durante la República fue de 3.232 por año, a pesar del notable frenazo que el bienio radical-cedista representó para la política educativa.
Homenaje y recuerdo a tantos y tantos maestros que sufrieron represalias en nuestro pasado reciente