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Adelanto editorial | Dientes de leche
'El bosque' abre 'Dientes de leche', un conjunto de relatos escritos por Lana Bastašic sobre el siempre traumático proceso de hacerse mayor.
Me costó mucho estrangular a papá. Y eso que era un hombre esmirriado, incluso enfermizo. Las mujeres del pueblo nos mandaban botes llenos de remedios homeopáticos y todo tipo de hierbas milagrosas cada vez que lo veían pasar por el camino del bosque. Se te ha marchitado, le decían a mi madre, como si hablaran de las hortensias del jardín. ¿Te come bien? ¿Cómo se ha debilitado tanto?, preguntaban sin esperar respuesta, intentando disimular con el ceño fruncido lo mucho que gozaban con aquellos sermones. Y lo único que hacía mamá era encogerse de hombros.
Come lo mismo que nosotros, dos o tres huevos para desayunar. Ayer teníamos cabeza de ternero, se comió medio cerebro con pan hecho en casa. A la niña le dimos la lengua.
Entonces me ponía a mí de ejemplo, me pellizcaba el brazo, me daba golpecitos en la barriga, me pegaba en el culo con una risa falsa, para hacer que se rieran ellas.
Si por lo menos esta quisiera adelgazar un poco, decía escudándose detrás de mi grasa.
Pero las mujeres del pueblo sabían más de estas cosas. Esto sale de él, del corazón y del hígado, algo lo con- sume por dentro. Papá solía ir al bosque, solo, a «despejar la mente». De qué, nunca nos los dijo.
¿Y dónde me despejo yo?, decía mamá, viendo por la ventana cómo se alejaba mi padre sobre el asfalto, cada vez más pequeño, hasta que, en un momento dado, cuando llegaba donde el sendero desemboca en la carretera, desaparecía del todo. Regresaba cuando todavía no había caído la noche, con peor aspecto que antes, como si todo ese tiempo en el bosque se lo hubiera pasado discutiendo con alguien terriblemente pesado. Las mujeres del pueblo lo repasaban de arriba abajo: sus piernas escuálidas dentro de los pantalones arrugados, la cara chupada y, aunque nadie se atrevía a verbalizarlo, la tristeza. Papá estaba deprimido, pero por aquel entonces esta palabra no se usaba. Así que cuando las mujeres del pueblo decían que había algo que consumía a mi padre por dentro, la idea tenía una base científica: era que le faltaba alguna vitamina, dormía en un espacio poco ventilado o, en el peor de los casos, que se encarga- ba de las labores de la casa. Podía ser que el pobre tuvie- ra demasiado trabajo, porque, en el más absoluto secreto, asumía incluso las tareas que correspondían a la mujer.
Yo no permitiría que mi marido planchara, dijo una señora detrás de nosotros en la cola de correos, preferiría que me pillaran robando antes que dejarlo ir de esta guisa por el mundo.
Otra añadió: Se ve enseguida qué tipo de mujer tiene este hombre en casa.
Mi madre pagó los recibos sin decir nada, me agarró del brazo y salió ultrajada de allí como si correos fuera una casa de citas. Pero gritó a papá otra vez. ¿Qué quería? Lo tenía todo limpio, planchado. Desayuno, comida y cena siempre en la mesa. ¿Por qué tenía que ir todo el día vagando por el pueblo como si viviera solo en una chabola y no en una casa con una mujer como Dios manda? Pero él apenas respondió levantando la mano. Qué más da lo que se diga en el pueblo.
Qué más te da a ti, chilló mamá. ¡Pero a mí me llevarás a la tumba!
Papá callaba. Papá se iba al bosque. No recuerdo cuándo empecé a seguirlo. Esperaba hasta que desaparecía por el sendero y entonces me acercaba al canal que había detrás de la última casa del pueblo para otear la pe- queña silueta entre los árboles inmóviles. Algunas veces no sabía si lo que veía era su espalda o un tronco. Cuando estaba segura de que ya se había alejado bastante, yo también me adentraba en el bosque. El suelo estaba lleno de ramitas que crujían, de hojarasca y de charquitos engañosos, era difícil pasar inadvertido. Arriba, sobre nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas desnudas y húmedas de los árboles altos que rasgaban el cielo. Entre las botas de agua, entre el suelo fangoso y las hojas podridas, se percibía el latido de la vida. Aquí se cobijaban los gusanos y los topos, las culebras y las orugas, las hormigas y los escarabajos. Todo se arrastraba, se ocultaba y estaba al acecho siguiendo los instintos más primarios. Toda aquella vida vergonzosa proliferaba libre, salvaje, sin palabras, junto a setas venenosas y grandes raíces intricadas, mientras yo me quedaba inmóvil, como una piedra, dentro de mis botas de los chinos. Tras algunos minutos en el bosque ya me había olvidado de que a poco menos de un centenar de metros se extendía una recta de asfalto, monocroma, como si la mano de un albañil torpe hubiera extendido una capa de cemento sobre un cuerpo vivo. Me olvidaba de las casas y de las mujeres que asaban cabezas de ternero mientras en la pequeña pantalla dos amantes intercambiaban miradas llorosas. Solo existían mi padre, el bosque y el miedo. Se deten- drá, dará la vuelta y me mirará desde lejos: mis piernas
y mis brazos robustos perturbando esa paz salvaje. Pero nunca me vio. Siempre sucedía lo mismo: se metía muy adentro entre los árboles más alejados, se sentaba sobre un tocón, se desabrochaba los pantalones y se metía la mano entre las piernas. La primera vez que lo vi pensé que algo lo atormentaba, que por dentro le reconcomía algún dolor, o un prurito, o una indisposición, y que luchaba por sacarlo sobre la tierra mojada. Más tarde comprendí que se trataba de otra cosa, que papá se hacía a sí mismo esa cosa sucia, lo que hacía que los granujas y los borrachos del pueblo asaltaran a las chicas de la ciudad cuando volvían de la feria por la noche. Miraba alrededor con miedo a que alguien pasara por allí y lo sorprendiera en mitad de un acto tan vergonzante. Sopesaba cómo podía avisarlo, cómo ser lo bastante rápida para gritar antes de que alguien lo pillara en plena faena. Pero eso no sucedió nunca.
Las viejas siguieron trayéndonos huevos frescos, miel y hierbas y diciéndonos que qué pena que un hombre como aquel languideciera así. En sus palabras había cada vez menos compasión y más reproche explícito. Empezaron a evitar a mi madre. Lo que al comienzo habían sido sermones amables, se convirtió en miedo al contagio. Al final dejaron de venir. Solo veíamos a la vieja rutena a la que comprábamos los huevos.
No te lo tomes a mal, hijita, pero tu marido no mejorará, dijo aquel día en la cocina mientras mi madre metía los huevos en la nevera. En el pueblo no se habla de otra cosa… Te lo digo como si fueras mi hija.
¿Qué se dice en el pueblo?, preguntó mi madre, concentrada en el contenido de la nevera como si no le inte- resara la respuesta. Pero las manos le temblaban. Tenía la cara lívida como la cáscara de un huevo. Parecía que se iba a romper en cualquier momento.
¿Y si resulta que va con malas compañías? ¿Lo sabes?, preguntó la vieja. Eso habría solucionado todos nuestros problemas: las malas compañías. Pero mi madre solo movía la cabeza y se agarraba la frente como si padeciera de golpe una de sus terribles jaquecas. ¿Qué pasará si esta también nos abandona? Ya no tendremos huevos.
Tal vez fue eso, aquellos huevos, lo que provocó que decidiera hacer algo. Fue como las demás veces: volvió de trabajar y dijo que iba a despejarse. Tomó el sendero y yo lo esperé detrás de la última casa y lo dejé avanzar bastante antes de adentrarme en el bosque. Cuando llegó al tronco y se desabrochó los pantalones, no me detuve. Di un paso y después otro. Seguí andando, tan sigilosa como las lombrices de tierra que tenía alrededor de las botas, mientras buscaba una piedra lo suficientemente grande. Había una medio enterrada en la tierra mojada. Brillaba como una patena. Me costó bastante sacarla. Bajo la piedra apareció una cavidad húmeda de la que, sorprendidas por los rayos de sol y por mis dedos enormes, pequeñas arañas y lombrices huyeron despavoridas. No me oyó cuando me acerqué por la espalda, estaba profundamente concentrado en su ocupación abyecta.
Tuve que darle dos golpes en la cabeza para que cayera al suelo. En la piedra había un rastro de sangre, sobre papá un rastro de tierra. Se quedó tumbado de lado, como durmiendo, con el miembro expuesto, arrugado y sucio como la muerte, como un topo calvo, tocando el suelo enlodado. Me di cuenta de que seguía respirando. El pecho se hinchaba y se deshinchaba. Le abroché los pantalones y lo puse boca arriba antes de empezar a estrangularlo. Me costó bastante. En un momento dado abrió los ojos, pero no me vio. Miraba a través de mí, como un ser sin lengua, sin juicio. Estaba cansada. Aunque estaba inconsciente, algo en él se resistía, no quería irse, una cosa nerviosa y ciega, que venía de muy adentro. Hasta que, de repente, abandonó.
Después fui a casa y me duché mientras mamá estaba viendo una telenovela. Cenamos caldo de pollo juntas. Papá ya no está, dije, y añadí un poco de sal a su plato.
Come, hija, come, dijo mamá.
Ella masticaba un mendrugo sin desviar la mirada de la telenovela, con la cuchara llena de caldo suspendida en el aire. La protagonista se probaba el vestido de boda. Mamá la miraba con rabia. Aquella actriz tan guapa se había puesto aquel vestido solo para ella, como si quisiera decirle algo, algo inexpresable, algo que solo mamá podía entender. Y, como si hubiera captado el mensaje, asintió satisfecha, se tragó aquel mendrugo y siguió cenando tranquilamente.
Dientes de leche
Lana Bastašic
Trad. Pau Sanchis Ferrer
Sexto Piso, 2022
«Violencia eclesiástica contra niñas y mujeres»
Domingos Laicos – Paradigma Radio.
Las víctimas de la violencia eclesiástica son muy diversas. Algunas han sufrido realidades por todos y todas conocidas, pero que no han llamado tanto nuestra atención porque no han copado titulares. Hoy vamos a contar con dos testimonios menos denunciados, pero no por ello menos devastadores, ya que el abuso infantil perpetrado por monjas y la violencia psicológica y explotación económica a la que el Opus Dei somete a sus numerarias no son asuntos menores.
Para quien quiera ahondar más en el caso del Opus Dei os recomendamos vivamente los «Recuerdos del camino‘ de Carmen Charo publicados en Opuslibros.org.
https://laicismo.org/programa-58-de-domingos-laicos-violencia-eclesiastica-contra-ninas-y-mujeres/269103