#UnaMareaDeLibros | Cultura
Mujeres vulneradas
"Suena a cliché afirmar que es un libro que se lee conteniendo la respiración. Pero es que de verdad me descubrí sin respirar en más de una ocasión", escribe José Ovejero sobre 'La ciudad', de Lara Moreno.
#UnaMareaDeLibros // En el último El Periscopio, el suplemento cultural de La Marea, encabezaba la reseña que escribí de Punta Albatros, de Margarita Laoz, diciendo que no todo tiene que estar escrito con las tripas y que, a pesar de que se observe esa tendencia a lo visceral en muchas obras recientes, también hay espacio para una literatura más distante y pausada como la de Leoz.
Pues bien, hoy me voy al extremo opuesto, a una novela en la que casi cada página duele: La ciudad, de Lara Moreno. Soy consciente de que suena a cliché afirmar que es un libro que se lee conteniendo la respiración; lo que sucede es que no se trata aquí de una imagen manoseada, es que de verdad me descubrí sin respirar en más de una ocasión.
Lara Moreno nos acerca al día a día de tres mujeres que viven en el mismo edificio: Horía, una inmigrante marroquí sin papeles que se ocupa de la portería después de haber sido explotada como temporera agrícola en Huelva, y cuya principal preocupación no es la propia supervivencia, sino tener noticias de su hijo Aziz, del que sabe que va a intentar cruzar el Estrecho; la segunda mujer es Damaris, inmigrante colombiana al servicio de una familia acomodada; cuida a los gemelos, cocina, limpia y, en general, hace todo aquello que le piden. Y, en tercer lugar, la que ocupa más espacio en la novela, Oliva, madre de una niña, atrapada en una relación de maltrato que la va destruyendo poco a poco.
A pesar de lo dolorosas que son las historias, Moreno no abusa del dramatismo; e incluso podemos caer en la tentación de consolarnos diciendo: podría ser peor. Al fin y al cabo, Max, el maltratador, salvo por algún empujón y un momento hacia el final que no quiero anticipar aquí, no agrede físicamente a Oliva y a ratos es extremadamente cariñoso (la misma Oliva parece justificar la relación aferrándose a que Max no la agrede físicamente, como si su agresión psicológica no fuese aún más devastadora y, quizá lo más terrible, como si Oliva no se viese empujada a la autoagresión como única expresión posible de su impotencia y de su rabia); los patrones de Damaris son gente amable, se preocupan por ella, le dan dinero para el taxi (que ella se guarda y va a pie, porque necesita ahorrar). Y Horía ha encontrado un trabajo, da por aquí y por allá con gente que la ayuda, aunque a veces esa ayuda no es gratuita y se convierte en una forma de sometimiento.
Podría ser peor, porque siempre todo puede ser peor, pero la vulnerabilidad, el miedo, el dolor y la precariedad dominan sus vidas. Cuando digo «precariedad» no me refiero solo a los trabajos mal pagados e inseguros, salvo quizá en el caso de Oliva, sino a que son vidas que se tienen conformar con el mínimo imprescindible para salir adelante; un mínimo de afecto, un mínimo de esperanza, un mínimo de autoestima.
Los personajes de esta novela recorren Madrid y mientras lo hacen van trazando sobre la ciudad un plano de sus desigualdades, porque la geografía urbana refleja siempre la geografía social. Las tres caminan, casi siempre exhaustas, apenas interactuando con su entorno, pero su entorno sí interactúa con ellas: las define, las limita, las recorta, las vulnera.
Venzo ahora la tentación de contar y de interpretar más, como quizá debería hacerse en una reseña, porque no quiero reducir el vértigo de quien se asome a este pozo que es La ciudad. Un pozo en cuyo fondo se reflejan no solo las vidas de las protagonistas, sino también las vidas de tantas mujeres que tienen todas las de perder, porque así lo establecen las estructuras de poder que las oprimen. Bracean para no hundirse, incluso fantasean con alcanzar la salida. Si dejamos de respirar mientras las contemplamos es porque deseamos que consigan salir pero somos conscientes de que las posibilidades son mínimas. Contenemos la respiración como quien espera el golpe, como quien lo espera con ellas.
Y, por supuesto, a la intensidad de las sensaciones que se obtienen en esta lectura contribuye un lenguaje que se amolda a las distintas situaciones, y por eso puede ser descriptivo y pausado o, cuando lo requiere el momento, se disloca y fractura, se vuelve rápido, jadeante, violento.
La ciudad es una novela difícil de cerrar y, sobre todo, difícil de olvidar.
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Lara Moreno
La ciudad
Lumen, 2022
Mujeres hubo en este país que se comprometieron y lucharon por un mundo más justo y que les fué muchísimo peor precisamente por su compromiso:
Lorenza, Narcisa, Inocencia, Josefa, Julia, Isidora, Melania, Felisa, Andresa, Leonor y Martín llevaban un mundo nuevo en su corazón.
Uncastillo se ha volcado en el homenaje a estas once personas vecinas de la localidad, asesinadas por los fascistas en el verano de 1936 por sus ideales políticos. Recuperadas y exhumadas gracias al trabajo del movimiento memorialista, 86 años después los cuerpos han recibido por fin un entierro digno.
La comarca de las Cinco Villas, donde se enclava la villa de Uncastillo, fue una de las señaladas para ser rápidamente sometida a control militar tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, por su profunda tradición de lucha agraria y reivindicaciones sociopolíticas. La Guardia Civil, apoyada por las milicias locales de Falange y Requeté, inició una sangrienta ola de represión, detenciones ilegales y cientos de asesinatos extrajudiciales.
Lorenza Arilla Pueyo, Narcisa Pilar Aznárez Lizalde, Inocencia Aznárez Tirapo, Josefa Casalé Suñén, Julia Claveras Martínez, Isidora Gracia Arregui, Melania Lasilla Pueyo, Felisa Palacios Burguete, Andresa Viartola García y Leonor Villa Guinda fueron asesinadas por su destacado papel social y político durante la II República en Uncastillo o como víctimas sustitutas de sus parientes varones, destacados militantes de izquierdas (Juventudes Socialistas, CNT y UGT), huidos a zona republicana. Fueron rapadas, arrastradas y violadas, antes de ser asesinadas.
(Arainfo, 18/9/2022)