Opinión
Cuando fue verano
La autora reflexiona sobre la presión de ser productiva, las comparaciones inevitables sobre otras vidas que filtran las redes sociales y el capitalismo interiorizado en los momentos de ocio en verano.
No se ha ido el dolor de espalda. Pensaba que varias semanas de vacaciones eran el bálsamo perfecto, la medicina ideal para todos mis males. Que necesitaba el mar, el aire, rodearme de verde, beberme la vida a zumos, cañas, botellas de agua bien fresca. Pensaba que necesitaba cambiar de aires, irme lejos, escaparme, esconderme del mundo, enterrarme en arena y rebozarme de sol y salitre.
Me imaginaba tumbada sobre una toalla desteñida de veranos, oliendo a crema solar y respirando profundo y muy despacio mientras se me descontracturaban todos los nudos, mientras se relajaban las piernas y los brazos morían a ambos lados del torso, inerte, con una respiración tan lenta que pasaba casi desapercibida.
En una mano, un libro; en la otra, un mojito. Móvil apagado, mente en calma. Y, solo, respirar. Sería el fin, también, de mis dolores de cabeza; de la maraña de ansiedad que, algunas mañanas, apretaba el estómago; de mi estrés cotidiano, tan humano y tan común en los tiempos que corren.
Pensaba, ilusa, que podría desconectar haciendo eso.
Pero la mente no se apagó. El tiempo la dejó libre, le soltó las muñecas para que pudiera volar y, al contrario de lo que pensaba, no desplegó las alas y emigró lejos durante el tiempo de calor. Presa de sí misma, volvía, de cuando en cuando, a colgarse de las mismas ramas de pensamiento, cíclico y repetitivo, donde una idea bloqueaba todo intento de escape: no haces suficiente.
El móvil, eterna alarma de vidas ajenas y despertador de envidias e inseguridades, se me subía a la mano cada poco. Trepaba por mis dedos y se me ofrecía, mostrando sus notificaciones de forma sugerente.
Abrirlo era una ventana a otras vidas que, siempre, parecían mejores. Personas a las que admiro escribiendo reportajes desde el otro lado del mundo me hacía sentir que estaba mal descansar todo este tiempo. Que debería usar mis días en completar parte de esa lista de proyectos profesionales personales parados temporalmente. Y abría la lista en mi teléfono y me ponía a escribir citas, referencias, ideas inconexas.
Miraba de nuevo y veía a personas escribiendo, más rápido, más libros, más interesantes. Cerraba la lista y retomaba el otro archivo, el que se llama ‘novela’ desde hace años. Y avanza lento, con menos páginas que los días que han pasado desde que nació. Y me ponía a escribir ansiosa esa obra que, hace tanto, se gesta sin llegar a término.
Al rato veía a quienes habían viajado a otras culturas, a quienes disfrutaban de su rol de exploradores y pensaba que debería haberme ido más lejos, ser más intrépida, más aventurera, más ambiciosa, más relajada. Entonces acababan por llegar a mí otro tipo de vacaciones, con menor impacto ambiental, con menor gasto, más eco-conscientes y me arrepentía de haberme movido en coche, de haber comprado un alimento envuelto en plástico, de haber usado tantas botellas de agua.
Y entendí, en un breve momento de claridad, que era difícil descansar sin hacerlo de mí misma, de las expectativas y las presiones autoimpuestas; de esa presión por ser productiva, de ese capitalismo interiorizado, de esa necesidad de ser quien deseaba pero no quien era en realidad. Que debía dejar de lado la ambición de ser más, de hacer más; y estar, simplemente estar. Presente. Escuchándome. Y para escuchar, tenía que silenciar las vidas ajenas que se filtraban por la pantalla del teléfono. Así que lo apagué. Me apagué. Y me lancé al mar. Sola, sin voces, sin fotos, sin historias ajenas. Y me dejé flotar. Y fue entonces cuando fue, realmente, verano.