Internacional

Chile, un país de estudiantes

«Lo que enciende la llama de las protestas no suelen ser grandes ideas ni conceptos abstractos, sino la defensa hacia una medida concreta que los vulnera»

Protestas en Santiago de Chile en 2019. JORGE SILVA / REUTERS

El próximo 4 de septiembre, los chilenos y chilenas votaremos si aprobamos o rechazamos una nueva constitución para el país. Un larguísimo y abigarrado texto redactado a lo largo del último año por 155 constituyentes elegidos democráticamente y reunidos en una convención paritaria y con escaños reservados para los pueblos indígenas. Y del que ya hay un borrador que circula incansablemente por las redes y los grupos de WhatsApp.

El plebiscito de salida, como se llama, será el cierre de un proceso que tuvo su punto más álgido en octubre de 2019, cuando el país vivió meses de protestas que solo lograron apaciguarse tras un acuerdo prácticamente unánime para escribir una carta magna que sustituyera a la que nos rige actualmente, avalada por Pinochet y firmada en dictadura. En los días del estallido social de 2019, visité un par de colegios en Puente Alto y en La Florida, dos comunas de la periferia de Santiago, la capital. Era justo la mañana siguiente a la noche en que representantes políticos de distintos partidos (entre ellos, el actual presidente, Gabriel Boric) firmaran el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, un documento que ofrecía una salida a las demandas y protestas.

Y aunque ese día lo previsto era conversar con los estudiantes sobre libros y literatura, fue imposible no charlar de la contingencia, de lo que estaba pasando en el país desde hacía un mes y medio, y sobre todo de lo que ellos estaban viviendo en las calles. Eduardo, un alumno del liceo Pedro Apóstol, se levantó de la silla y dijo: “¿Nosotros vamos a poder votar en lo de la Nueva Constitución? Porque fuimos nosotros los que comenzamos todo esto”. Eduardo tenía razón.

En las protestas de octubre fueron ellos, los de 14, los de 15, los que saltaron el torniquete del metro, reclamaron la subida de 30 pesos del pasaje y dinamitaron en pocos días la normalidad y la percepción que se tenía de este país aparentemente invulnerable y a salvo de lo que ocurría en los territorios vecinos, ejemplo de laboratorio del triunfo del neoliberalismo en América Latina. Pero el papel protagonista de los jóvenes en los procesos sociales que ha vivido Chile en las últimas dos décadas, viene de más atrás. Hay una línea muy clara que une las diversas protestas estudiantiles y que comienza en 2006, en la denominada “revolución de los pingüinos”.

La mayoría de los estudiantes chilenos que iniciaron el estallido social de octubre recuerdan casi nada y saben poco de las protestas de mayo de 2006, cuando ellos tenían dos o tres años, cuando tal vez ni siquiera hubieran nacido. Pero allí hay que rastrear las señales: en la revuelta de los adolescentes de 2006 y la de los estudiantes universitarios de 2011, y también en las protestas feministas de las universitarias en 2018. Porque durante el estallido social, esos jóvenes, conscientemente o no, recogieron la posta del espíritu que animó a sus predecesores: que el bien común es algo a lo que no podemos renunciar. Los que saltaron el torniquete no se veían afectados directamente por la subida del pasaje del metro, pero reclamaban a favor de sus abuelos y sus padres. Sin líderes visibles, sin caudillos carismáticos, sin partidos políticos que les dictaran la agenda, pronto aclararon las verdaderas demandas del estallido: no era solo por el pasaje del metro, era por la dignidad, la educación, la salud, las pensiones… por una nueva constitución.

También los pingüinos de 2006 pedían cosas pequeñas al principio, como un bono de transporte o la gratuidad en la prueba de ingreso a la universidad. Tras semanas de movilizaciones, demandaban una educación gratuita y de calidad para todos, y la derogación de una ley heredada de la dictadura. En 2011, los universitarios comenzaron a marchar contra la participación de un conglomerado económico en la Universidad de Chile. Un mes más tarde exigían reformas profundas al sistema, unas que fortalecieran el rol del Estado en la educación.

Marcha del 8-M en 2020. SABINE GREPOR / REUTERS

Las protestas de las estudiantes feministas de 2018 se iniciaron como un llamado para que se cumplieran los protocolos contra los acosos. Luego clamaban por una educación no sexista y por la paridad en todas las instancias. Siempre de lo pequeño a lo global. De lo contingente a lo estructural. A lo largo de la historia, la mayoría de los movimientos estudiantiles ha comenzado como una respuesta rápida a una injusticia puntual que dispara la indignación. Lo que enciende la llama de las protestas no suelen ser grandes ideas ni conceptos abstractos, sino la defensa hacia una medida concreta que los vulnera. A partir de allí, a veces surge una reflexión más profunda y también demandas en torno a problemas estructurales más complejos, sistémicos. Como ha sucedido en Chile.

En un país como este, en el que la dictadura desmembró el tejido social y arrasó con la educación pública, apenas habíamos tenido la oportunidad de ser lectores lúcidos de nuestra sociedad, de ejercer como ciudadanos, de entrenarnos como agentes de cambio. Pero durante el estallido, y gracias a los estudiantes, el brío por el colectivo, la conciencia ciudadana y las ganas de aprender, inundaron una sociedad pocos meses atrás apática y casi analfabeta en compromisos sociales y políticos. Ante la posibilidad de una nueva constitución, se organizaron cabildos en las plazas de cada barrio, reuniones y asambleas de los distintos gremios, universidades de verano constituyentes.

En ellas hablaban profesores, explicaban, ilustraban, y los participantes preparaban temas, los exponían, todos los discutían. Habíamos vuelto a ser estudiantes. El país se convirtió en esos meses en una gran aula abierta que no solo quería instruir, sino también canalizar el descontento y conciliar las posturas, tender un puente entre la ciudadanía y la clase política. La marcha feminista del 8-M de 2020, en la que salieron a las calles más de dos millones de mujeres en todo el país (según la Coordinadora Feminista), fue el clímax de aquel estado de cosas. Y pocos días más tarde llegó la pandemia. Y el anhelo por conquistar la calle y recuperar el ágora desembocó en un país confinado, como estaban todos en este planeta. Sin embargo, de manera menos bulliciosa, menos vociferante, el proceso seguía su curso, aunque fuera a través de las pantallas y los zooms.

En los meses siguientes, salimos a votar en los ratos en los que paraba la cuarentena. Seguramente nunca hemos votado tanto como en estos dos últimos años: el referéndum para el proceso constituyente, la elección de los constituyentes, las primarias presidenciales, la primera y la segunda vuelta presidencial, las elecciones de alcaldes, gobernadores, diputados, senadores, consejeros regionales, etcétera. “Este último año he votado más veces de las que he follado”, escribía alguien en un Twitter.

En la última de esas peregrinaciones a las urnas, en diciembre del año pasado, elegimos como presidente a un líder estudiantil de 36 años, un millenial que, con las herramientas de su generación, se comunica directamente con sus seguidores; un hombre carismático y brillante, buen lector, amante de la música y de la poesía, capaz de escuchar, conciliador. Es el más joven que haya tenido Chile, y el que ha sido más votado. Un todavía estudiante (egresado de Derecho, aún debe presentar su examen final de grado), que a los 28 años llegó al Congreso de los Diputados y que dirige al país flanqueado por antiguos compañeros de las protestas estudiantiles. Cuando se cumplieron diez años de la Marcha de los Paraguas, la gran manifestación de 2011, aparecieron en redes muchas fotos de Gabriel Boric, más joven aún, más barbudo, más delgado, junto a Camila Vallejo, Izkia Siches y Giorgio Jackson, su núcleo más cercano de ministros.

“¿Ya has leído el borrador?”. La pregunta circula una y otra vez en los mensajes y en las llamadas. Cada norma propuesta, cada artículo aprobado de la nueva constitución se ha seguido en vivo y en directo y ha desatado aplausos y furia en las redes sociales, en los programas de televisión y en la prensa. Un país paritario. Un país ecológico. Sin Senado. Con derechos reproductivos garantizados. Un país plurinacional (seguramente la norma que provoca más escozor). Donde el voto será obligatorio. Un país inclusivo y descentralizado. Un país que garantice una educación gratuita, no sexista, laica y de calidad en todos los niveles, con establecimientos que no puedan lucrarse con ella. Tras estos largos meses de preparación, se nos convoca de nuevo a estudiar, a votar informados, a leer, a reflexionar y pensar sobre casi 500 artículos del texto constituyente. El examen será en septiembre. Ya veremos si como sociedad aprobamos. O no.

Ojalá el ruido de las fake news, la campaña del terror de la derecha o el agotamiento por seguir tan de cerca un proceso lleno de contradicciones y exabruptos no desinflen la importancia de lo que vamos a votar. Los estudiantes menores de 18 años, esos que comenzaron todo, no van a poder decidirlo. Nosotros, los adultos, decidiremos por ellos. Sin embargo, en la nueva constitución hay una norma para que puedan votar, voluntariamente, los jóvenes de 16 y 17 años. Eduardo, aquel alumno que conocí en 2019, estaría feliz. Seguro lo aprobaría.

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