Opinión

La lengua crea y piensa por ti

"Lo que está en juego es la construcción colectiva de una ciudadanía crítica que sepa tanto cuestionar los discursos hegemónicos como diseccionar el poder que detentan las palabras", reflexiona la autora.

Detalle de portada de 'La lengua del Tercer Reich', de Victor Klemperer. EDITORIAL MINÚSCULA

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Cuenta Víctor Klemperer en La lengua del Tercer Reich cómo, durante la ascensión del nazismo y hasta su descalabro en la Segunda Guerra Mundial, las palabras pasaron a impregnarse del ideario del partido, adquirieron nuevos significados y, a base de restringir el margen de lo decible, hasta las víctimas acabaron usándolas. No es casualidad que fuese un filólogo judío como él, acostumbrado a desentrañar el lenguaje, quien se diera cuenta del fenómeno mientras escapaba una y otra vez de la muerte gracias, en parte, a estar casado con una mujer aria.

Así, términos como “fanático” se engalanaron con una connotación positiva, se adoptaron técnicas de la publicidad estadounidense –como el uso de superlativos o la cuantificación de todo, puesta al servicio de la magnificación ideológica–, y las derrotas militares pasaron a llamarse “crisis”, con lo que se eximía de responsabilidad al ejército que estaba siendo vencido.

Klemperer, a quien se ha identificado como el inventor de los estudios culturales, no solo explicaba el funcionamiento de la propaganda, sino que advertía de la enorme dificultad para pensar desde otros marcos y, por tanto, combatir internamente las atrocidades que cometía Hitler. De hecho, hoy sabemos que muchos judíos se trasladaron voluntariamente a los guetos, paso previo a su deportación a los campos de concentración.

En nuestra historia hemos vivido situaciones de manipulación verbal similares: la campaña por Los 25 años de paz lanzada por Franco fue un hito que convenció a mucha gente empobrecida y maltrecha de que la violencia, no solo la guerra, se acabó definitivamente en 1939, silenciando la sanguinaria represión posterior o luchas como las del maquis. Una época aún más cercana y en contextos democráticos nos revela juegos lingüísticos parecidos con los que se ha logrado moldear la aprehensión de gravísimos problemas, transformados, tras la alquimia idiomática, en simples molestias, cuando no directamente en bulos.

Quizá recuerden algunos cómo, no hace tanto, se aludía regularmente en la esfera pública al “calentamiento global”, un término que popularizó el científico de la NASA James E. Hansen en 1988 con la intención de alertar sobre el imparable incremento en las emisiones de gases de efecto invernadero. Según documentos del Washington Post y la CNN, esta expresión fue normativa hasta que, en el año 2002, el consultor estadounidense Frank Luntz envió un memorando a la Casa Blanca, que entonces timoneaba George W. Bush, recomendando sustituirla por otra más benévola, “cambio climático”, con el fin de evitar ecos catastrofistas y sugerir “un desafío más controlable”.

En pocos años, no solo el Despacho Oval emitía comunicados de prensa con esa novedosa terminología libre de toda alusión a la subida de la temperatura terráquea, sino que buena parte del mundo traducía sus vocablos tergiversados, a veces incluso desde el negacionismo: el cambio, al fin y al cabo, podría darse para mejor.

Mucho antes, se habían ridiculizado informes como Los límites del crecimiento (1972), liderado por la científica Donella Meadows, que avisaba sobre la imposibilidad de una expansión económica infinita en un mundo cuyos recursos tienen fin, o el inteligente ensayo de la bióloga Rachel Carson, Primavera Silenciosa (1962), que explicaba los riesgos que suponían los pesticidas décadas antes de que se superara, como ocurrió el año pasado, el límite de sustancias químicas considerado seguro.

Las palabras nunca son inocentes: elaboran realidades –legales, sanitarias, bélicas y hasta emocionales– pero, en un entramado social delimitado por el neoliberalismo, es necesario escudriñar qué beneficios económicos y/o políticos favorecen, cuántos dólares hay detrás de su enunciación y quiénes son los dueños de tales cantidades pecuniarias; podríamos preguntarnos cómo se va a hacer negocio con nuestros cuerpos cuajados de palabras, porque resulta que el lenguaje configura desde la última gota de sangre del moribundo hasta el primer aliento del recién nacido.

Ahora que se han desvelado diversos audios con el periodista Antonio García Ferreras y el excomisario José Manuel Villarejo donde presuntamente se discute un complot para difundir información falsa que perjudicase a Podemos, trama de la que presuntamente también formaría parte la exministra de Defensa María Dolores de Cospedal, de acuerdo a otros archivos de sonido lanzados por el periódico El País, cabe replantearse el papel de los medios de comunicación en la configuración de realidades electorales, como se ha afirmado; pero, más allá, lo que está en juego es la construcción colectiva de una ciudadanía crítica que sepa tanto cuestionar los discursos hegemónicos como diseccionar el poder que detentan las palabras a la hora de fabricar mundos alternativos, tan irrealizables o factibles como permita nuestra inercia o reticencia a rendirnos.

Para ello, sería preciso conocer quién controla los grandes conglomerados informativos. Ayudaría asimismo a nuestra pericia para el escrutinio una alfabetización digital que pase por analizar los mecanismos que mueven a los algoritmos, esa inteligencia artificial que, además de fragmentarnos en cámaras de eco autorreferenciales, es capaz de dirigir los comportamientos individuales, cosa que quedó demostrada tras el escándalo de Cambridge Analytica, la empresa que influyó sobremanera en las elecciones estadounidenses de 2016.

Convendría, también, ser conscientes de nuestras debilidades e identificar la manipulación psicológica que nos incita a buscar validación constante en cada like, o a actualizar compulsivamente el timeline de las redes sociales, diseñadas siguiendo los procedimientos adictivos de las máquinas tragaperras.

Frente al televisor, hacer examen de la ira, lástima o exasperación que concitan determinados contenidos sería muy útil, pero, lejos de convertirnos en maniáticos guardianes de nuestra propia conducta–¿quién podría permitírselo? Y, ¿acaso no acabaríamos locos?–, estas “técnicas” de mejora democrática se podrían articular con la fuerza del trabajo comunitario y la reivindicación de una educación pública de calidad, accesible a todas, cuya pedagogía se oriente a destripar los entresijos que participan en la formación de la opinión pública.

Grandes victorias sociales avalan mi argumento: a nadie se le ocurriría afirmar hoy que se ha producido un “crimen pasional” en lugar de un feminicidio. Con el caso Ferreras, el retardismo climático, la destrucción del estado del bienestar o la denigración del pacifismo como estrategia política nos podríamos aproximar a resultados similares. “La lengua crea y piensa por ti”, decía Klemperer, pero no nos han robado aún el dominio sobre nuestras bocas.

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