Internacional
400 kilómetros para una sesión de quimio en Kabul
Entramos en el único hospital del país gobernado por los talibanes que trata a las personas con cáncer. No dispone de oncólogos ni radioterapia
KABUL (AFGANISTÁN) // Reposa envuelto en las sábanas azules del hospital con el brazo tendido y tres botellas de infusión de quimioterapia colgadas que se deslizan, gota a gota, hacia su cuerpo. Mohammad Rasool habla calmado de las ocho horas -o 382 kilómetros- que ha necesitado para llegar en autobús hasta el hospital Jamhuriat, en Kabul, desde su aldea en la provincia de Tahar, en el noreste de Afganistán. “El trayecto es realmente difícil, especialmente el paso de Salang. Para una persona que está enferma, se pone todavía más enferma en vez de mejorar”, relata el joven, de 22 años, tumbado en la cama. Le diagnosticaron un cáncer gingival hace tres meses en un estadio 3 de la enfermedad.
Y ahí empezó su maratón particular por curarse. El primer reto, conseguir la medicina. “Un primo mío vive en Pakistán. Le envío la prescripción y él la muestra a un médico, a quien le compra el medicamento”, cuenta. Entonces el paquete atraviesa con cualquier viajante el paso fronterizo de Torkham -entre Pakistán y Afganistán– y, al otro lado, le esperará un familiar suyo que, finalmente, lo llevará hasta su casa. “No puedo permitirme la medicina más cara, así que compro la de un precio intermedio”, dice pese a todo el viacrucis para conseguirla.
Mohammad empieza hoy la quimioterapia en el hospital. De ahora en adelante, deberá acudir al Jamhuriat cada 21 días y al menos durante cinco sesiones para recibir su dosis. El sol de la mañana se cuela por la ventana de su habitación, una de las más luminosas. Desde la altura de la planta de oncología, se ve todo Kabul, con sus esplendorosas montañas al fondo.
Mohammad muestra angustia. Ha tenido que abandonar sus estudios universitarios en Informática y asegura que los retomará cuando acabe el tratamiento. Pero hoy lo que le preocupa, sobre todo, es el tiempo que ha tenido que esperar hasta ser atendido. En total, cuatro horas, hasta las 12 del mediodía, tras llegar temprano por la mañana a la capital afgana. Las colas y discusiones entre personal médico y pacientes se alargan por la mayoría de pasillos de la planta oncológica. Jamhuriat es el único centro en todo el país que trata a los pacientes de cáncer -con dos pequeñas subsedes en Mazar-e Sharif y Herat- y está observando con preocupación cómo en los últimos tiempos no dejan de aumentar los casos de enfermos, sin saber exactamente por qué.
Quien expresa la duda es el doctor Khan Muhammad Akrami, nuevo director general del hospital. Este especialista en medicina interna es talibán. Hace solo un par de meses que ostenta el cargo. Ha ascendido tras la vuelta de los talibanes al poder. Desde su despacho, limpio y pulcro -a diferencia de las habitaciones donde reciben la quimio los pacientes, más descuidadas-, su secretario lo interrumpe cada cinco minutos para indicarle los documentos que debe firmar.
El director talibán, como la mayoría de personal médico, recibe a los extranjeros con los brazos abiertos: que las necesidades de su hospital se difundan en España, por ejemplo, significa para él –según explica– la esperanza de recibir algún apoyo exterior.
Habla inglés perfectamente. Y cuando le preguntamos por las necesidades del Jamhuriat, las enumera minuciosamente, una por una. “No tenemos un programa de investigación en Afganistán sobre los factores que están promoviendo que en los últimos años aumenten los casos de cáncer”, lamenta. Y, además de no disponer del tratamiento por radioterapia, asegura que tampoco tienen ningún oncólogo profesional en Afganistán, solo especialistas en medicina interna. “Organizaciones de otros países deberían ayudarnos, facilitando oportunidades para que nuestros médicos vayan a países extranjeros y los entrenen en los ámbitos de oncología y patología”, pide.
Sin las herramientas necesarias, el reto es enorme. Cada año, alrededor de 40.000 personas son diagnosticadas de cáncer, y entre 16.000 y 20.000 mueren de la enfermedad, según los datos que proporcionó el viceministro de Salud Pública afgano en una rueda de prensa en Kabul a principios de febrero. Datos del mismo ministerio apuntan a que más de la mitad de los casos, el 60%, se da en mujeres, mayoritariamente por cáncer de mama; y el 40%, en hombres, siendo el cáncer de esófago el más frecuente.
Por si el panorama no fuera ya desolador, el ascenso talibán al poder hace poco más de medio año ha traído todavía más dificultades. Son obstáculos que no menciona el director en su despacho, pero sí lo hacen médicos y enfermeros dentro del hospital. “El problema más grande es que durante la noche, 10 o 11 personas del Emirato Islámico vienen con armas, y esto afecta muy negativamente a nuestro personal. Si solo hay una mujer trabajando por la noche, es un reto para ella, y la familia no lo permite. Antes, por la noche nadie chequeaba a las mujeres, pero ahora los talibanes buscan, revisan, y las familias no quieren que las mujeres [de su familia] vayan a ningún trabajo”, cuenta Manochehr Samadi, gerente de enfermería a cargo de la planta de oncología del hospital.
“La situación se ha vuelto muy peligrosa. Los talibanes entran con armas diciendo que los tenemos que tratar a ellos primero porque han estado muchos años luchando en las montañas”, prosigue el enfermero en voz baja, mientras caminamos por los pasillos del hospital. Asegura que antes del cambio de gobierno, un 45% de la plantilla de trabajadores eran mujeres, y ahora conforman solo el 30%. ¿Dónde están? Según el enfermero, algunas han abandonado Afganistán, pero otras simplemente han quedado relegadas al hogar.
Otro de los problemas, probablemente uno de los más importantes, son las dificultades para viajar al exterior, teniendo en cuenta que el hospital no puede ofrecer la radioterapia, un tratamiento importante para la curación del cáncer. Si salir de Afganistán ha sido difícil en los últimos años para sus habitantes, el cambio de gobierno lo ha entorpecido todavía más. “Ahora mismo la frontera está cerrada y algunos de nuestros pacientes necesitan radiación, especialmente en los países vecinos como Pakistán, Irán e India”, explica el enfermero. El cambio de régimen ha dejado un hecho igual de inquietante: el personal médico del hospital, compuesto por 865 personas que atienden, en total, a 20.000 pacientes al año, no ha cobrado su salario desde entonces. “Es el gran cambio que hemos tenido. Nuestro personal médico toma prestado dinero de familiares, de otra gente. Estamos luchando contra estos retos”, explica Manochehr Samadi.
Buscando la normalidad
Mientras continuamos caminando por los pasillos de la planta de oncología, discretamente se entreabre la puerta de una de las habitaciones y, tímidamente, una mujer invita a los extranjeros a entrar. Enseguida indica que no es ella la enferma, sino el pequeño al que acompaña, que yace encima de la cama. Ella es Narghis y su hijo, Shuayb, de tres años y medio, tiene cáncer de riñón. Llegó por primera vez al hospital hace ocho meses. Finalizó el tratamiento, pero no fue satisfactorio, así que le toca volver a pasar nuevamente por la quimioterapia.
Narghis, dentro de la desgracia, tuvo la fortuna de conseguir que una conocida suya con familiares que trabajan en Francia pudiesen facilitarle los 3.500 afganis -unos 35 euros- que le cuestan las botellas de tratamiento de quimioterapia. El hospital facilita el servicio y la estancia gratuitamente, pero los pacientes deben adquirir los medicamentos por su cuenta.
Dentro de la habitación y alejados de los médicos, narra cómo la situación política del país les afecta directamente a ella y a su hijo. “El doctor dice que no han recibido su sueldo durante meses, y que por eso no pueden tratar bien a los pacientes. Dicen que deberíamos estar agradecidos por cualquier cosa que nos sirvan porque lo están haciendo gratis”, lamenta esta mujer de 38 años y originaria de la provincia de Kunar. Shuayb es el más pequeño de sus cinco hijos. Dice que una de sus hijas tiene polio. Hace 18 meses, los combates entre las fuerzas afganas y los talibanes en su provincia hicieron que la familia decidiera trasladarse al barrio pobre de Pul-e-Charki, en las afueras de Kabul, para mejorar su seguridad.
“Los talibanes deben ser reconocidos como gobierno, así las cosas volverían a la normalidad. Es lo mejor que pueden hacer los países extranjeros para que vuelvan los trabajos y todo regrese a la normalidad”, repite Narghis. Normalidad, un concepto que algunas sociedades atribuirían a aburrimiento, es en Afganistán el mayor de los deseos, tras 40 años de guerra. Reconocer o no reconocer a los talibanes es ahora un debate abierto. Mientras, el tiempo corre en contra para los enfermos de cáncer en un país que ha quedado aislado internacionalmente.