Cultura
Literatura de la enfermedad
Los lectores se acercaron a estas lecturas buscando las respuestas que no encontraban en sus consultorios médicos
La enfermedad ha funcionado como tropo a lo largo de toda la historia de la literatura. Sin embargo, no es hasta el siglo XX cuando se convierte en un tema recurrente, en una manera de proporcionar herramientas –a uno mismo, pero también a los lectores y lectoras– para comprender la propia vida y el mundo que nos rodea. Muchos han sido los autores y autoras que, desde la experiencia, tuvieron la necesidad de contar el dolor. En Illness as Narrative (University of Pittsburgh Press, 2012), Ann Jurecic explica cómo las narraciones de enfermedades empezaron a popularizarse después de la crisis del SIDA, en los ochenta. “Las personas a las que se les había diagnosticado la enfermedad comenzaron a publicar una amplia gama de escritos con sus experiencias”.
Los lectores se acercaron a estas lecturas buscando las respuestas que no encontraban en sus consultorios médicos. Las preguntas que emergen no son pocas: ¿existe un valor terapéutico de la literatura del dolor? ¿Qué es lo que lleva a un/a escritor/a a narrarlo? ¿Qué aporta esta literatura a la enfermedad o qué aporta la enfermedad a la literatura?
En Sobre la enfermedad (1925), Virginia Woolf se quejaba de la inexistencia de “un registro de todo este cotidiano drama del cuerpo (…) Se olvidan esas grandes guerras que libra el cuerpo con la mente esclava en la soledad del dormitorio contra el asalto de la fiebre o la llegada de la melancolía”. Lo cierto es que las posibilidades de exploración literaria de la enfermedad son ilimitadas. En el ejercicio de mostrar(se), el reto es llevar la anécdota a lo universal. Convertir la experiencia en literatura. Como comentaba recientemente Sergio del Molino en Casa América, “dar al dolor un carácter literario, que no sea un reguero de lágrimas”.
Del Molino publicó en 2013 La hora violeta (Literatura Random House), un libro sobre la enfermedad de su hijo, que murió de leucemia siendo un bebé. En 2020 vio la luz La piel (Alfaguara), un relato sobre su psoriasis y el miedo al rechazo. “La enfermedad condiciona la manera de ver el mundo, de relacionarse, de sentir. Es una identidad muy poderosa”, decía en la misma charla. Y añadía: “No se busca la superación de la enfermedad a través de la literatura; quizás la catarsis”. Es posible que esta literatura nazca de la dificultad de lidiar con la enfermedad y no busque tanto la comprensión de ella, sino la comprensión del enfermo.
Comandanta Sontag
Si hay una comandanta de la escritura de la enfermedad, esta es Susan Sontag, que murió de cáncer en 2004. Sobre la enfermedad y sus metáforas (1980) es posiblemente su obra emblema. Sobre el cáncer y la tuberculosis escribe: “La tuberculosis es una desintegración, es fiebre, es una desmaterialización; es una enfermedad de líquidos –el cuerpo que se torna flema y mucosidad y esputo y, finalmente, sangre– y de aire, necesidad de aire mejor. El cáncer es degeneración, los tejidos del cuerpo se vuelven duros”. En el libro disecciona y presenta con brillantez lo que rodea a un diagnóstico.
Para ello, se ayuda de Thoreau –quien, con tuberculosis, escribió en 1852: “La muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consunción”–, Novalis, Lord Byron, Kafka o Thomas Mann y su obra cumbre, La montaña mágica (1924). Ocho años más tarde, Sontag, que nunca aceptó su enfermedad, escribiría El SIDA y sus metáforas.
Otra de las voces que abordó su enfermedad fue Audre Lorde en Los diarios del cáncer (1980). La introducción es una declaración de intenciones: “Soy una mujer post-mastectomía que cree que nuestros sentimientos necesitan voz para ser reconocidos, respetados, y útiles. No quiero que mi ira y dolor y miedo sobre el cáncer se fosilicen en otro silencio más, ni me roben la fortaleza que puede haber en el centro de esta experiencia, abiertamente reconocida y examinada”.
Lorde navega por el sufrimiento físico y psicológico de la enfermedad. “26 enero 1979: no me siento muy esperanzada estos días, ni sobre mi ser ni sobre nada. Manejo los movimientos externos de cada día mientras el dolor me llena como un absceso, y cada toque amenaza con romper la tensa membrana que evita que el pus fluya y envenene toda mi existencia”.
Sobre el cáncer también resultan interesantes lecturas como Desmorir, de Anne Boyer (Sexto piso, 2021) o Raó del cos, de Maria-Mercè Marçal (editada recientemente por Ultramarinos en el volumen Diré tu cuerpo, en el que también se traduce al castellano otra de sus obras, Terra de Mai, poniendo así en diálogo dos poéticas: una del deseo, otra del dolor). En literatura infantil encontramos un título que merece mucho la pena: Mamá se va a la guerra, de Irene Aparici (Cuento de Luz, 2013), un cuento para que los más pequeños puedan entender el alcance de esta enfermedad.
Salud mental y literatura
“Estaré siempre sola en esta habitación en la que la luz está toda la noche encendida, donde las caras de desconocidos profesionales, sin calor ni piedad, me miran a través de la puerta entreabierta. (…) ¿Nadie sabe o a nadie le importa que me esté muriendo entre estas palancas y ruedas? ¿Puede alguien salvarme? (…) no parece que el dolor provenga de esta presión cruel, sino que emane de algún lugar dentro de mi cabeza, del córtex cerebral: lo que me duele es el cerebro en sí”.
Son fragmentos de El descenso (Navona, 2019), de Anna Kavan, textos sobre locura, insomnio, drogas o paranoia en los que la autora ofrece un retrato sobre la psiquiatría de la época. También el deterioro de la salud de Alejandra Pizarnik, que se suicidó a los 36 años, es evidente en su obra, un material escrito con y desde el cuerpo: “No quiero ir / nada más / que hasta el fondo”. Esta evolución también se ve en la obra de Sexton, Storni, Woolf o Plath. En 1963, esta última escribía Edge, su último poema antes de suicidarse.
La salud mental ha sido clave en la obra de decenas de escritores y escritoras. Uno de los últimos éxitos editoriales en España radiografía la depresión. En Fármaco (Literatura Random House, 2021), Almudena Sánchez retrata de manera autobiográfica esta enfermedad. Sobre el proceso de escritura, explica para El Periscopio: “No sabía si este libro iba a funcionar, pero era tal la brutalidad de lo que me pasaba, que necesitaba contarlo; y en primera persona”.
Fármaco es testimonial, con pocas pinceladas de ensayo, y escrito a partir de una voz con la que la autora ya no se identifica. “Preferiría que este libro no existiese. En las correcciones, pensé que era un texto impúdico, y ya no me reconocía; pero mi editora me dijo que se tenía que publicar tal cual”. El dolor insoportable de Sánchez impregna al lector, a la lectora. “La sombra de mi cerebro es más potente que su luz; un frío helador me atasca la cabeza. Vivo en el Ártico (…) Hay tres cosas esenciales que hago para curarme: no pensar, estarme quieta y tragar pastillas”.
Algunas de las novedades de la temporada que ahondan en cuestiones similares vienen de la mano de Anagrama, Sexto Piso, Capitán Swing o Seix Barral. De la primera, llegan dos títulos: Invulnerables e invertebrados. Mutaciones antropológicas del sujeto contemporáneo, de Lola López Mondéjar, y Los brotes negros. En los picos de ansiedad, de Eloy Fernández Porta. El primero es un ensayo sobre el sujeto posmoderno y sus malestares con los males del siglo XXI. Patologías de nuestra era, neurosis, adicciones o depresión son algunos de los temas abordados por la autora, para quien la humanidad se ha convertido en una especie de conjunto de seres invertebrados.
El segundo título aborda los trastornos de pánico y las crisis de ansiedad. Fernández Porta explica, sin metáforas ni romanticismo, su problema. “Hay un tipo de extenuación a la que solo se llega después de dos brotes consecutivos. Los pulmones no dan más de sí. Los ojos se han secado. Una somnolencia leve se va expandiendo. Cuando llego a ese estado, me viene a la memoria aquella expresión de Handke, ‘radiante de cansancio’, con que designaba la fatigosa satisfacción tras una tarde de escritura fructífera”. En esta línea, Sexto Piso acaba de publicar el demoledor Todas las esquizofrenias, de Esmé Weijun Wang, un ensayo con claras influencias de Sontag que relata la pérdida de autonomía, los ingresos y su convivencia con la enfermedad.
En Capitán Swing y Seix Barral encontramos Sedados. Cómo el capitalismo moderno creó la crisis de salud mental, de James Davies, y El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero, respectivamente. El primero examina críticamente cómo se está abordando el tema de la salud mental: el problema recae en la psicologización de la rabia acumulada por un sistema que maltrata a los individuos y la imposición de la industria de la felicidad. Sobre esto también escribe Francisco Martorell en Contra la distopía (La Caja Books, 2021): “Empuñando doctrinas similares, la industria de la felicidad exculpa al sistema de los males que genera y culpabiliza a las personas que lo sufren. Domestica el descontento y el deseo de cambio en la medida en que supedita la solución de las contrariedades al esfuerzo individual, no a la acción colectiva”.
El personaje de Hans Castorp afirmaba en La montaña mágica que “la enfermedad, en cierto modo, tiene algo de noble”. O quizás no. Quizás los ejemplos mencionados, una pequeña muestra de lo que es hoy la literatura de la enfermedad, tan solo sean un esfuerzo individual por dejar salir el dolor del cuerpo y la mente. Lo que sí parece evidente es que se trata de una temática en auge, y que en los últimos años ha encontrado su público en un mercado lleno de individuos que necesitan de las palabras de los otros para descifrarse a sí mismos y poder comprender qué es lo que les pasa.
Escribir sobre la enfermedad del otro
Desde la literatura también se ha abordado la enfermedad del otro, algo quizás igual de complejo que abordar la propia miseria. Joan Margarit, escribía en el poema L’últim passeig: “Ja no menjava/ em queien els cabells/ tot el dia tenia els ulls tancats/ Però, de matinada, era al balcó/ i algú entre els arbres del carrer em parlava/ amb una veu semblant a la veu de la mare,/ que dormia en el llit del meu costat / De sobte vaig deixar d’estar cansada/ i vaig baixar al carrer sense les crosses/ (…) Vaig mirar enrere cap al meu balcó,/ la barana com una partitura, / i vaig dir adéu al pare i a la mare/ La vida em va elegir pel seu amor./ La mort, també”. En estos versos, Margarit habla en boca de su hija Joana, nacida con una discapacidad intelectual y con problemas en la columna y los fémures, a quien dedicó varios poemas.
Rosa Montero también abordó el cáncer de quien fuese su pareja en La ridícula idea de no volver a verte: “La vida fluía, tan normal y, de pronto, el abismo. (…) Esos días que pasé con Pablo en Nueva York, apenas un mes antes de que diagnosticaran el cáncer, son ahora una memoria incandescente: él estaba enfermo y yo no lo sabía, estaba tan enfermo y yo no lo sabía, le quedaba un año de vida y yo no lo sabía”. Otros ejemplos son Mortal y rosa, de Francisco Umbral (1975), Noches azules, de Joan Didion (Literatura Random House, 2011), El tiempo vivido, sin su fluir, de Denise Riley (Alpha Decay, 2020) o Si la muerte te quita algo, devuélvelo, de Naja Marie Aidt (Sexto Piso, 2021).
Las fotografías que ilustran este reportaje son de Olatz Vázquez. Forman parte de un libro en proceso de preparación en el que las imágenes van acompañadas de pequeños textos, frases que la periodista escribió durante su enfermedad. El libro se titulará Minbizia, que significa cáncer en euskera. Olatz falleció en septiembre de 2021.
Agradeceros el articulo y aportar las referencias que al leerlo se han venido a mi cabeza:
Varios clásicos: La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, el jugador de Dostoievski, el almuerzo desnudo de Burroughs, opiniones de un payaso de Böll, viaje a través de la locura de Barnes, diario de duelo de Barthes y los poemas de Leopoldo Panero.
Y un par de peliculas: Cleo de 5 a 7 de Varda y las invasiones bárbaras de Arcand.