Opinión

Contar historias

"Contar historias en el sentido de un tiempo que avanza nos constituye como seres humano", escribe Azahara Palomeque

Libros antiguos. LYNN GREILING / Licencia CC0

“Y por qué no te quedas embarazada?” –espetado a una mujer en el paro.
“Y por qué no te haces emprendedora?” –espetado a una mujer en el paro.
“Y por qué no te mantiene tu marido?” –espetado a una mujer en el paro.
“Y por qué no te largas a tu país?” –a una inmigrante
.

“La flecha del tiempo se ha roto; no tiene trayectoria en una economía política continuamente rediseñada, cortoplacista y que odia la rutina”, explica el sociólogo estadounidense Richard Sennett en su ensayo La corrosión del carácter (Anagrama, 2006 –publicado originalmente en inglés en 1998). Si el tiempo no pasa, no corre o adopta algunos de esos verbos con que le atribuimos linealidad, entonces quizás salte, permanezca en suspensión o nos catapulte a su contrario destrozándonos por dentro.

Esto, que puede parecer un desvarío, Sennett lo concretiza llevándolo al terreno del trabajo: la constante flexibilidad exigida en un mercado laboral donde las certezas se han volatilizado y el trabajador es mano de obra desechable, muchas veces barata, destruye no solo la estabilidad económica, sino, sobre todo, la posibilidad de pensarnos como una pieza imprescindible de una cadena de valor (para los demás, para nosotros mismos), y de elaborar una historia de vida. 

A muchos nos ha pasado: un contrato temporal encadenado con otro, una beca que termina sin que después exista más que el precipicio o, incluso, la constatación de que nuestro trabajo puede ser, quizá, inservible, o cercano a la extinción si se automatiza o se traslada a algún país donde lo desempeñen personas en condiciones de semi-esclavitud. Recuerdo que, en la etapa final de mi doctorado, pasé casi un año y medio buscando algún lugar donde “colocarme”, siguiendo el dicho popular que apunta a una función duradera: cuándo te vas a colocar, criatura, preguntaba incesante mi abuela, como si yo fuera un jarrón o un cuadro en la pared, es decir, el empleo destilaba connotaciones de vida entera y rutina, seguridad al fin y al cabo.

Frente a la sabiduría de mi querida octogenaria, en Estados Unidos recibía multitud de exabruptos que me mandaban ser ama de casa, madre, emprendedora, o directamente sugerían mi deportación. De ahí surgió el poema que cito al principio, primero de mi libro Currículum, pero también una conciencia de abismo que, a decir de Sennett, requería nuevas destrezas en nada comparables a las que había adquirido durante mis estudios. En otras palabras: no existía “el largo plazo” y, sin eso, la biografía se cortocircuita, el sujeto queda perdido entre la culpa y el remordimiento; la depresión, ese cíclope que ansía encerrarnos en su cueva, a veces lo consigue.

Contar historias en el sentido de un tiempo que avanza nos constituye como seres humanos. En ese acelerar a la velocidad constante de la mejora social radican todas las teorías de la modernidad y, desestimadas otras concepciones de lo social formuladas, por ejemplo, por distintos pueblos indígenas, hemos crecido creyéndonos los protagonistas de una fábula que transcurría hacia adelante. Sin embargo, desde hace unas pocas décadas no solo el estado calamitoso de la economía nos obliga a cuestionar tal mito, sino también otros fenómenos como la crisis climática.

Para una especie que ha confiado en su eternidad, que incluso le atribuye al tiempo cierta justicia poética –“la historia me absolverá”, esgrimió Fidel Castro–, escuchar advertencias que señalan los posibles desastres dentro de unos años se ha convertido en poco menos que la observación de un puente que se cae a pedazos. Tenemos que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a la mitad antes de 2030; de seguir como hasta ahora, en una década no quedará hielo en los polos; si no cumplimos una serie de objetivos la temperatura subirá hasta 2, 3, o 4 grados para 2050, no, para 2080. Esta sucesión de números, inédita en nuestros imaginarios modernos, evocan plazos que son ultimátums, páginas de una novela arrancadas, discontinuidades.

Así, cuando se habla de que en España los suicidios aumentaron un 7,4% en 2020 respecto al año anterior, o cuando se demuestra que ésta es ya la primera causa de muerte entre los jóvenes, lo que se afirma es que hay gente –no estadísticas– que perdió comba en su guion, no fue capaz de encontrar un papel entre los múltiples que conforman la narrativa común pues, en última instancia, son las relaciones de interdependencia las que aportan la habilidad de escribirnos, y por eso las ruinas del capitalismo y del planeta (de nuestra casa, oîkos, presente en la etimología de economía y ecología) nos afectan tanto. 

La salud mental, podría decirse, es un lápiz que traza palabras inteligibles y no arde en uno de los incendios que asolan la Península. Para mí, fue un currículum a la contra, tachado y en constante búsqueda de lo relevante –desde que ese poemario vio la luz, he decidido cerrar mi cuenta de LinkedIn, para que no compitan–. Otros hallarán solaz en el salvamento vecinal de un árbol o en las huelgas que rebaten el abuso empresarial. Pelear por la casa, como sustento-refugio-aire, afila el grafito y responde a la pregunta con que Sennett pone fin a su libro: ¿quién me necesita? Todos. Que nadie se quede sin la capacidad de contar historias.

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