Análisis | Opinión

Hambre y bochorno

"La crisis climática exacerba los conflictos activos y genera otros nuevos, aumenta el porcentaje de personas que no comen lo suficiente -la llamada, inseguridad alimentaria-, alienta a los grupos fundamentalistas, que se nutren del hambre de oportunidades y de esperanza...", escribe desde Mali Patricia Simón.

Sala para el tratamiento de la malnutrición infantil severa en el hospital de Kayés, un proyecto que cuenta con el apoyo de la ONG Acción contra el Hambre (Ricardo García Vilanova)

Mientras en España algunos medios de desinformación ceban falsas controversias sobre la conveniencia o no de subir algunos grados el aire acondicionado o apagar por las noches los escaparates, en lugares como Kayés, en la frontera maliense con Senegal y Mauritania, un bebé de cuatro meses expira rodeado de una legión de madres y enfermeras que se afanan por salvar a una quincena de criaturas de la malnutrición.

En esta sala infecta de un hospital de condiciones miserables, como en buena parte de la región del Sahel -más de tres millones de kilómetros cuadrados que atraviesan África del Atlántico al Mar Rojo–, nadie se atrevería a dudar en voz alta de las consecuencias del cambio climático. Ese fenómeno destructivo que ha sido provocado por los mismos países que colonizaron y expoliaron los países que la integran y que siguen definiendo el alcance de sus penurias e, incluso, el curso de sus guerras.

En esta zona del planeta hace años que ven tan claramente sus efectos como ahora pueden hacerlo en Madrid, Londres o París hasta quienes ponían todo su empeño en ignorarlos. Pero en países como Burkina Faso, Níger o, aquí, en Mali, además, sufren sus consecuencias en forma de masacres, hambre y la peor de las pandemias, la malnutrición de las niñas y los niños.  

“Mira, ese color rubio es un síntoma de malnutrición. No tiene nutrientes suficientes para colorear sus cabellos. ¿Ves cómo está de inflamado? No son solo sus pies, es todo su cuerpo. Claro, las madres los ven así, redonditos, y no se dan cuenta de que están desnutridos”, explica Aminata Coulilsaly, coordinadora del equipo de enfermeras del área de malnutrición infantil del hospital de Kayés. A su lado, Aissata Denbele, de Acción contra el Hambre, la ONG que apoya este programa, da ánimos a la madre del bebé: “Ya no tiene problemas respiratorios, solo hay que conseguir que siga tomando la pasta y agua hasta que recupere el apetito”.

La pasta es el famoso Pumply Nut, paquetes de crema de cacahuetes, leche, vitaminas y azúcar que desde su invención en 1996 llevan salvando de la muerte provocada por la malnutrición severa a millones de niños y niñas. El agua es, sencillamente, agua potable que las esforzadas enfermeras les entregan en latas recicladas de leche en polvo infantil. Porque muchos de estos minúsculos pacientes llegan deshidratados por la otra gran depredadora mundial de infancias: la diarrea.

Desarrollo humano a la baja

Nada nuevo: el mundo contemporáneo ha asumido las hambrunas como un fenómeno natural que se repite de manera periódica entre aquellas poblaciones cuyas muertes han de superar las tres cifras para ser noticia. Tras la primera década de los 2000, en la que África vivió el espejismo de un crecimiento económico que no redujo la desigualdad, el Sahel ha ido volviendo a los peores indicativos de desarrollo humano desde la guerra libia de 2011 y la consecuente regionalización del conflicto.   

El mundo es cada vez más complejo y la guerra de Mali es un excelente paradigma para entender que la mayor parte de los grandes acontecimientos que definen nuestra era solo se pueden analizar si atendemos a sus múltiples causas, actores y factores. Pero también de que ya solo los necios o los psicópatas pueden oponerse a un cambio radical de nuestro modo de vida para ralentizar y mitigar los efectos de la crisis climática a nivel global y dotar a las regiones más afectadas de los recursos necesarios para adaptarse a ellos.

Naciones Unidas ha documentado cómo el Sahel es una de las zonas más degradadas ambientalmente, una región en la que la temperatura subirá 1,5 grados de media más que en el resto del planeta y donde las inundaciones y las sequías son cada vez más frecuentes. Las madres de estos bebés anémicos han experimentado, y así lo cuentan, cómo, tras la caída del régimen de Gadafi en Libia, la guerra se extendió a su país, primero con la rebelión de parte de los tuaregs, luego con la incorporación de los grupos yihadistas; cómo, a la vez, los enfrentamientos por el acceso a la tierra entre comunidades étnicas dedicadas, respectivamente, a la agricultura, el pastoreo y a la caza, se fueron volviendo cada vez más brutales y las cosechas, más escasas; cómo la recolecta llega cada año más tarde y cómo las reservas cada vez se acaban antes; cómo otra guerra, esta vez la de Ucrania, ha provocado un encarecimiento del precio del trigo, del arroz, de todo; y cómo, en consecuencia, cada vez más vecinas tienen a criaturas con el pelo descolorido, que no crecen, que se les enganchan del pecho buscando consuelo a un llanto cada vez más jadeante, más quedo, más agotado. 

Y detrás de todo ello, una pugna por los recursos naturales en la que también participan las excolonias y otras potencias mundiales, un cielo cada vez más imprevisible, una tierra cada vez más yerma, violenta y ensangrentada. La crisis climática exacerba los conflictos activos y genera otros nuevos, aumenta el porcentaje de personas que no comen lo suficiente -la llamada, inseguridad alimentaria-, alienta a los grupos fundamentalistas, que se nutren del hambre de oportunidades y de esperanza, y contribuye así a hacer de nuestro mundo un lugar aún más despiadado, injusto, violento e inseguro. 

No apoyar a estas alturas un cambio político radical para atajar la crisis climática es tan injustificable e inaceptable como definirse hoy como racista, machista o clasista. Porque más allá de las severas consecuencias que el calentamiento global tiene ya en Europa o en Estados Unidos, seguir con nuestro actual modelo productivo y de consumo supone defender, de facto, que las poblaciones más pobres del planeta deben morir, cada vez en mayor número, en medio de guerras por la supervivencia. Y, sobre todo, que sus vidas han de ser un infierno mientras estén vivas. 

Todas las capas de la guerra

Infiernos como en los que viven las personas desplazadas por la guerra de Mali. Poblados chabolistas construidos incluso sobre basureros y estercoleros en los que decenas de miles de niños descalzos y semidesnudos chapotean en aguas residuales envueltos en una nube de moscas. Muchos de ellos, terminarán sepultados por la diarrea, por el tifus, por la malaria, por la malnutrición. Y, entonces, sus madres mirarán al cielo, no solo para clamarle que los acoja en su eternidad, sino también porque saben que en el origen de su desdicha, que debajo de todas las capas de esa guerra que gobiernos, analistas y diplomáticos llaman ‘crisis multicausal’, está la falta de tierra, de lluvia y de un Estado y de una comunidad internacional que generen oportunidades para hacer posible la paz.

Una conclusión que no tiene nada de novedoso. Pero sí que tras este verano de 2022 nadie debería seguir teniendo el valor de cuestionar  nunca jamás el calentamiento global y que los estados del Norte deberían aprobar, por su propio interés en términos de seguridad, pero, sobre todo, por daños, perjuicios, justicia y dignidad, presupuestos para que los países más afectados desarrollen estrategias de adaptación al nuevo contexto climático. Y evitar así que nuestras emisiones agudicen lo que sembró la colonización y mantiene el orden geoestratégico internacional, eso que gobiernos, analistas y diplomáticos llaman altas tasas de mortalidad infantil. Eso que aquí son, cada vez más, tumbas con bebés inflamados y que en España se traduce en que haya líderes políticos que tildan de autoritarismo medidas sobre los escaparates o el aire acondicionado. Eso que ya tiene un nombre, ecofascismo, y que en un contexto de colapso global demuestra que si algo no tiene límites es la estupidez humana.

Aquí, donde las madres de críos desmadejados, con su dignidad silente, te hacen olvidar el asfixiante calor saheliano, no se puede sentir más bochorno: es el que se produce cuando la lógica y la ética arden y se esfuman ante nuestro ojos. Nada nuevo lo que recoge este texto. Solo un humilde intento de que la infamia, al menos, nos siga consternando.



Este análisis forma parte de una cobertura en Mali realizada por Patricia Simón y Ricard García Vilanova en el marco de un proyecto del Institut de Drets Humans de Catalunya, con la colaboración de la Escola de Cultura de Pau,  financiado por la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo. 

Si te gusta este artículo, apóyanos con una donación.

¿Sabes lo que cuesta este artículo?

Publicar esta pieza ha requerido la participación de varias personas. Un artículo es siempre un trabajo de equipo en el que participan periodistas, responsables de edición de texto e imágenes, programación, redes sociales… Según la complejidad del tema, sobre todo si es un reportaje de investigación, el coste será más o menos elevado. La principal fuente de financiación de lamarea.com son las suscripciones. Si crees en el periodismo independiente, colabora.

Comentarios
  1. La clave del problema, Alfonso, es de mentalidad, de educación y por extensión, de valores.
    Mientras tengamos una sociedad narcisista preocupada únicamente de su propio ombligo y que usa el término «ecologista» como algo incluso despectivo, tendremos una degradación del planeta y de los que vivimos en él.
    Relacionar el hecho de apagar escaparates con la malnutrición en cualquier parte del mundo no es muy afortunado. Es este sentido admito que la queja que pretende elevar el artículo se politiza, y al herir sensibilidades de aquellos que se afilian a colores e ideologías no ayuda a corregir el problema.
    Es tan desafortunado como hablar de la basura en la recepción de Greta Thumberg (suena a la típica respuesta ególatra de pelea de adolescentes).
    Pero más allá de la política, de si los ecologistas o de si los fascistas, la realidad es que todos y entre todos tenemos la responsabilidad de que nuestros hijos tengan un futuro alentador.
    Y no estoy hablando solo en el ámbito económico (que es como la observan únicamente aquellos que asocian evolución a un incremento del PIB), sino a una mejora generalizada.
    Con el COVID hemos experimentado en muy breve espacio de tiempo cómo las consecuencias de lo local se convierte en general.
    «Pandemias» estamos viviendo muchas, lo que pasa es que algunas se extienden con mucha más lentitud que otras.
    Ante los síntomas que sugieren migraciones como consecuencia de guerras, pobreza y cambio climático, ¿qué es lo sensato? ¿invertir millones de euros y generar acuerdos con políticos autoritarios y represores (como Erdogan o Mohamed VI) para evitar la entrada de esas personas, o hacerlo en tratar de resolver los problemas que se están produciendo en origen?
    Cualquiera con dos dedos de frente entenderá que es de interés general abordar el cambio climático, la pobreza y todos los ODS de la agenda 2030.
    Aunque sea únicamente un acto egoísta.

  2. Esa es precisamente la clave del problema. Cuando la temperatura en el Sahel no suba un grado y medio más que en el resto del mundo, no se exigirán responsabilidades a los ecologistas y estos podrán buscar más desgracias que agravar y capitalizar. ¿Cuánto vale una sociedad que permite sugerir que al apagar la luz de un escaparate, millones de niños dejarán de morirse de hambre? Y, encima, pretenden culpabilizar al Fascismo. Como si hubieran sido los fascistas quienes fueron a recibir a Greta Thumberg, dejando el suelo lleno de basura porque la fiesta había terminado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.