Opinión
Vivir peor que nuestros padres
"Lo que puede parecer equivocado desde el punto de vista nutricional o económico, es perfectamente lógico emocionalmente", escribe Azahara Palomeque
Mi generación, la de los millenials, y otras que han venido y vendrán más tarde jamás van a poder vivir mejor que sus padres (o abuelos). A pesar de que hay quien sigue culpando a Netflix o a las cañas como patrón de unos gastos que, de evitarse, nos permitirían en teoría comprarnos una vivienda o gozar de las facilidades que disfrutaron muchos boomers, los datos macroeconómicos están ahí y no engañan a nadie: el crecimiento se ha ralentizado en buena parte del globo y, junto a esto, se ha producido un debilitamiento de los estados del bienestar en la mayoría de los países occidentales, unido a una rebaja de impuestos a los que más tienen, resultando en niveles de desigualdad sin precedentes desde hace décadas.
Demonizar el ocio de los sectores más precarios no sólo demuestra una postura conservadora y prejuiciosa respecto a estos jóvenes, sino una ignorancia desvergonzada frente a un problema que han estudiado multitud de expertos. Cuando el sociólogo y premio Pulitzer Matthew Desmond cuenta en su libro Evicted (Desahuciadas) cómo un señor que recibe cupones de comida del gobierno para paliar el hambre decide gastarlos todos en un banquete de langosta un día no adopta un enfoque punitivista; al contrario, usa el ejemplo como forma de demostrar que, sin esos pequeños gestos placenteros, la vida directamente no tendría sentido.
En otras palabras, lo que puede parecer equivocado desde el punto de vista nutricional o económico, es perfectamente lógico emocionalmente, pues ese hombre necesitaba sentirse ciudadano pleno, miembro de una sociedad que valoriza al rico, sus caprichos y despilfarros, mientras criminaliza al pobre prácticamente por cada paso que dé. Legítima resulta, por tanto, la rabia contenida en el club de los treintañeros y menores alrededor de una injusticia que no da tregua, e incluso cierta nostalgia evocada para atacar la falta de igualdad de oportunidades, aunque a veces esa pulsión visceral se enuncie en forma de resentimiento generacional (contra nuestros mayores) en lugar de canalizarla hacia los manubrios neoliberales y sus numerosos destrozos.
Y aquí es donde el tema se vuelve espinoso, porque algunos piden más capitalismo neoliberal, tal vez con cierta ampliación de derechos, pero basado en la expansión industrial y el expolio del Tercer Mundo (también más zonas de sacrificio dentro del Primero), con el fin de mantener un tren de vida biofísicamente imposible. Si acaso un dilema atraviesa a nuestra generación de manera más punzante, sería ése: el complejísimo equilibrio entre los anhelos de bonanza pecuniaria de antaño y la constatación de que el planeta muestra un preocupante agotamiento de los recursos, ya que otros los han explotado antes.
En una época que demanda frugalidad, ahorro energético, disminución urgente de las emisiones de gases de efecto invernadero, pero donde nociones como la austeridad exudan connotaciones fuertemente negativas (rescate a bancos con dinero público, desmantelamiento de servicios básicos, paro), los objetivos climáticos –que son existenciales– chocan una y otra vez con las exigencias de justicia social que a menudo se resumen en “más riqueza para todos”. Desde abajo, la población que no llega a fin de mes, o que ha visto cercenadas sus expectativas laborales porque trabaja por cuatro duros con más másteres que su acaudalado jefe boomer, no quiere oír hablar de recortes, y hasta se difunden eficaces teorías que aúnan, en un relato conspiranoico, las múltiples crisis que han caracterizado nuestras biografías. Si algunos ecologistas proponen decrecer, las garras brotan contra ellos, y si el gobierno atiende a una situación de guerra con medidas congruentes dentro del marco europeo, se escucha “apaga tú las luces primero”, que yo llevo años aguantando un panorama más oscuro de lo que quisiera. En contextos disímiles, las naciones del llamado Sur Global esgrimen argumentos parecidos: el medioambiente que lo protejan los ricos, que nosotros queremos “desarrollarnos”.
Quizá lo que tengan en común todas estas quejas, reivindicaciones e invectivas sea que nacen de un mismo eje discursivo, el statu quo capitalista, el cual delimita el margen de lo pensable y, para reclamar justicia, igualdad, bienestar, nos remite a marcos obsoletos. En este punto no hay soluciones milagrosas: hay quien denuncia, desde la razón, la proliferación de la moda rápida fabricada por mano de obra infantil con ingentes cantidades de combustibles fósiles, pero esos cuantos trapos de poliéster en el armario de los ciudadanos occidentales más desfavorecidos aportan satisfacción y una falsa percepción de gran poder adquisitivo.
Regresando a nuestro hombre hasta las cejas de langosta, ¿quién se atrevería a decirle que la pesca de arrastre está cargándose la fauna marina, alterando ecosistemas enteros, y él debe pasarse al veganismo? No cuento con respuestas infalibles para las descomunales encrucijadas de este siglo, no guardo la caja de los milagros ni una varita mágica; a veces, hasta me cuesta entender los detalles de la vorágine contemporánea pero, como millenial, tengo claras dos cosas: que las crisis financieras me han atravesado de lleno, con daños nada desdeñables, y que nos queda poco tiempo para intentar enmendar mínimamente la catástrofe climática. De cómo sepamos gestionar estas variables depende nuestra supervivencia. Comenzaría, eso sí, con una redistribución masiva de la riqueza y, una vez desmochada la pirámide, tal vez se allanase el camino hacia los cambios culturales que, en la base, urge adoptar.