Opinión
Dulce
La cotidianidad con la que abrimos el grifo y vemos correr el agua o con la que llenamos un vaso para saciar nuestra sed contrasta con el trastorno de un corte en el suministro o el malestar del ardor en la garganta. Lo “normal” es tener agua a mano y, cuando esto no sucede y su inaccesibilidad se prolonga en el tiempo el espacio, se vuelve inhabitable. Vivimos, sin embargo, en la cotidianidad del vaso de agua. Un vaso sobre el escritorio. Otro en la mesilla de noche. Es la “menor de las cosas”, según un poema de Francis Ponge, “es lo menos de las cosas que se pueden ofrecer”, pero al mismo tiempo es el mayor de los bienes para un cuerpo sediento, un objeto precioso en la sencillez de una transparencia salpicada a veces de mínimas burbujas de aire en contacto con el vidrio, un gesto de hospitalidad y reconocimiento al desconocido, un punto de comienzo y también un respiro.
Y así, existencia, calma, sencillez y belleza, calidez, hospitalidad y posibilidad de comienzo, todo eso se encuentra a la altura de nuestros ojos y al alcance de nuestra mano. Bien mirado, el vaso de agua no tiene nada de normal: es extraordinario. Si el agua es el fluir, el vaso es la quietud que nos hace a veces olvidar su importancia. El agua, pero no un agua cualquiera, sino la dulce, la corriente, la cotidiana, la transparente es la que nos permite vivir. Y, sin embargo, el agua dulce que tratamos con familiaridad es también ignorada con mayor facilidad.
Esto que parece de cajón es más bien aquello que hemos guardado en la cómoda para transformar la transparencia de su condición en la invisibilidad de nuestra concienciación mientras abrimos una cerveza fría de la nevera. En pleno confinamiento o ante la amenaza de suministro, nada se dijo sobre el agotamiento de agua embotellada en el supermercado. Papel higiénico, cerveza y harina. Tres productos que, por cierto, necesitan del agua: sin ella no hay papel, no hay líquido para fermentar, no hay pan. Y aquí está de nuevo el vaso de agua ante mí, pero también el agua en otras declinaciones.
No me refiero a la lluvia, al hielo o al vapor, ni a los verdes parques ni a este cuerpo nuestro que es en su mayor parte agua, sino a la vida que me rodea y a los objetos que me circundan. Esta mesa misma fue la madera de un árbol que regaron las tormentas. Esta manzana que también he asumido como corriente y cotidiana es hija del agua dulce. Estas mismas ideas que ahora está leyendo necesitan de mi cuerpo hidratado. Y dice Sartre de Ponge en El hombre y las cosas: se trata de escuchar lo que las cosas, incluso las más nimias y cotidianas, las que pasan desapercibidas, tienen que decir.
Hemos convertido el agua dulce en un trozo de materia esclavizada como si estuviera ahí siempre al alcance y no fuera al revés: que nosotros mismos somos esclavos y dependientes de ella. Muchas veces el vaso lleno aún queda sobre la mesa y ya caliente, la tiramos. No la guardamos de nuevo. Lo hacemos así porque es corriente: podremos tener más con solo abrir el grifo o verter la botella. Qué más da. Pero ¿y si ya no hubiera agua dulce? ¿y si lo corriente se conviertiera en extraordinario? ¿y si el acceso a ella pudiera privatizarse hasta tal punto que su precio fuera negocio? ¿tiraríamos el agua por el desagüe? ¿dejaríamos el grifo abierto? ¿tiramos la gasolina sobrante? Nunca sobra gasolina, se dirá… Efectivamente tampoco en realidad nunca sobra agua, aunque la que necesitemos en ese momento sea una cantidad menor de la disponible.
En el agua dulce confluyen los aspectos más importantes del vivir y, por ello, es rica en metáforas. En el vaso es sed y saciedad, en su fluir es vida y transitoriedad que se escurre entre los dedos. Es memoria, pero también olvido, como el Leteo del Hades griego cuyas aguas borran los recuerdos de lo vivido. Es también fertilidad y posibilidad de regeneración, del mismo modo que de quien tiene el alma seca se dice que está desnutrido o ha sido exprimido y está quemado. Hablamos de la abundancia del agua y así decimos que nos “ahogamos” en un vaso cuando nos exceden las circunstancias. Olvidamos que solo hace falta no poder llenar ese vaso con agua para hacer de cualquier circunstancia algo insoportable e insostenible.
Es el infierno del sediento que se presenta cuando no se puede beber, como el destino de Tántalo, porque el agua dulce se retira, se manipulan los cauces para hacer negocio o se privatizan o porque no haya nada que beber. La áspera sequía, la amarga aridez de un mundo sin frescor, sombra y dulzura. Un mundo sin agua es como una plaza de hormigón sin vegetación: inhabitable.
¿Qué podemos hacer en un mundo con escasez de agua dulce? Seguramente, al convertirse en algo raro, recordaremos aquel vaso olvidado en la mesita de noche sedientos y apesadumbrados. Nos han robado el agua, pensaremos. Pero no: seamos responsables y consecuentes. Nos habremos dejado quitar el agua para comprar refrescos carbonatados. Que el agua potable sea dulce no significa que esté azucarada. Como otro vaso de agua, esta vez de Horacio, el poeta latino nos indica que si ha de elegir el lugar más deseado, en él no puede faltar jamás un manantial de agua viva. Y es que olvidamos que el agua que bebemos no es agua muerta. Hay por tanto dos contrarios del agua: su ausencia y la impotable.
Nunca nos faltará el agua en los mares, pero tierra adentro hay carencia y en todos lados, de no cuidarlo, puede haber aquella que no se deba beber. No se olvide la advertencia de Wallace Stevens porque si bien es cierto que el estado del agua cambia, también lo es que su propia existencia no está asegurada. Y si el comienzo de la vida es el agua, como sugieren las mitologías mesopotámicas más antiguas, quizá su fin tenga que ver con el imperio de sus contrarios.
¿y si el acceso a ella pudiera privatizarse hasta tal punto que su precio fuera negocio? Ya lo está. Y la ciudadanía, como siempre, alimentando al tiburón, dándole vida.
(VÍDEO) Cosas que piensa el presidente de Nestlé: “el acceso al agua no tiene por qué ser un derecho humano”
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«Un mundo sin agua es como una plaza de hormigón sin vegetación: inhabitable».