Política
‘El eco de los disparos’
El estigma de la violencia terrorista pretérita gravita sobre los partidos no 'abertzale' que conforman EH Bildu de un modo que, en ocasiones, genera frustración en dirigentes que, habiéndola condenado, e incluso sufrido, sienten que cargan con la mochila de otros. 'El eco de los disparos' -título del ensayo de Edurne Portela- sigue presente de distintos modos.
Este artículo forma parte del Especial Bildu, por Pablo Batalla. Puedes leer más aquí y en el nuevo número de La Marea en papel.
«No sabes lo que era esto». Escuchamos dos veces este comentario, referido a sendas calles de San Sebastián y Vitoria. Las calles del rollo (así nos las presentarán). «Esto era una caldera». Hubo fuego, humo, hubo plomo y charcos de sangre derramada, en estas rúas ahora apacibles de lo viejo de dos ciudades de un rincón particularmente próspero de Europa Occidental. Uno pertenece a la que aún conoció sus últimos coletazos, la que tuvo pesadillas infantiles con el asesinato de Miguel Ángel Blanco o el asfixiante zulo de Ortega Lara; pero existe ya toda una generación para la que los años de plomo son historia de libro de texto.
Del así llamado cese definitivo de la actividad armada de ETA hace ahora once años: 2011. El mismo año se fundaba Bildu, reunión de partidos que la habían condenado (Eusko Alkartasuna y Alternatiba) con la izquierda abertzale, que la había apoyado, y cuyo referente político se llamaba ahora Sortu; una formación que tardó en ser legalizada por el Ministerio del Interior, pero terminó siéndolo porque no incumplía la ley de partidos: condenaba la prosecución de fines políticos por medios violentos.
Un año después, la plataforma –que ahora incorporaba también a Aralar, surgida en 2011 como escisión pacifista de Herri Batasuna– pasaba a llamarse Euskal Herria Bildu. Una plataforma compleja, diversa; también en lo que respecta a la memoria del terrorismo. La condena y la disculpa, el rechazo y la justificación, siguen conviviendo en el seno de una coalición que fue posible porque la argamasaba –razona Floren Aoiz, presidente de Iratzar, el think tank de Sortu–, no una memoria, sino un diagnóstico y un proyecto: «Cuando unes a fuerzas diferentes, es porque vienen de pasados diferentes. Si las quieres unir en torno a una sola lectura del pasado, alguien tiene que comulgar con una piedra de molino, y eso complica las cosas. Si trabajas sobre una lectura del presente y un proyecto, es más fácil».
«Mis alumnos ya no saben qué fue ETA, y tengo que explicárselo». Lo cuenta –en la calle gasteiztarra del rollo– Hasier Arraiz, profesor de secundaria, vitoriano del 73, presidente de Sortu entre 2013 y 2016. Este último año, cesó como miembro del Parlamento vasco, en el que se sentaba desde 2012, tras ser inhabilitado por colaboración con Batasuna. Aquel día, se despidió de la Cámara con un discurso en el que se dolía de la «falta» de numerosas víctimas «de todas las violencias», apostaba por la «memoria, el reconocimiento y la reparación» y lamentaba unos años en que se «llegó a deshumanizar al adversario, a sus derechos humanos».
Fue duramente criticado por Borja Sémper, del Partido Popular, aunque hoy recuerda que la relación con él en los pasillos del Parlamento había sido, si primero de encono, después de cordialidad. En el País vasco –escuchamos decir muchas veces–, una cosa han sido las posiciones cara a la galería –dictaminadas con frecuencia, no por los aparatos vascos de los partidos nacionales, sino por los madrileños– y otra las relaciones realmente existentes que han ido conectando cual pasadizos las antiguas trincheras.
Arraiz promovía en aquel momento que la izquierda abertzale llegara más lejos en su asunción de responsabilidad en aquello que este ámbito ideológico conoce como el conflicto; que trasladase –evoca hoy– «una autocrítica honesta, una explicación, no solo a las víctimas de la violencia de ETA, sino a la propia sociedad vasca». El mensaje que aspiraba a que la izquierda abertzale emitiese venía a ser este: «Hicimos muchas cosas mal; llegó un momento en que teníamos que haber parado, y no supimos».
Parar antes: ¿cuándo? Arraiz no rehúsa responder, pero lo hace con una larga reflexión dubitativa, sin concretar un momento entre la Transición –y no antes– y la ponencia Oldartzen: aquella que decretó la, por ETA así bautizada, «socialización del sufrimiento», ampliación del decálogo de objetivos tradicionales de sus atentados (sobre todo, policías, guardias civiles y militares) a periodistas, intelectuales o, sobre todo, cargos políticos del PP y el PSOE. «La voluntad de una parte de la sociedad vasca» que estos encarnaban debería haber sido respetada, considera hoy un Arraiz que, de todos modos, evita pronunciar una condena tajante, y demanda comprensión para este hecho: «La otra parte nos seguía dando, y eso nos sumergió en una espiral que lo centrifugó todo».
Entre la ETA de los setenta y la de los noventa, la de los ochenta «quizás debió parar cuando, nos gustara o no, el marco de la Transición había sido legitimado por la sociedad», sopesa Arraiz; pero eso vuelve a no ser un momento concreto –señala él mismo– si se duda de la cualidad legitimadora del régimen del 78 de las victorias del PNV, formación schrödingeriana donde las haya en su relación con el Estado.
Escuchamos otras defensas parciales de ETA entre militantes, simpatizantes y votantes de EH Bildu: las anteriormente comentadas, pero no solo; también la de la ETA ecologista, cuyos secuestros y asesinatos tumbaron la central nuclear de Lemoiz o la que oímos formular a M., miembro de LAB, el sindicato abertzale: «Aquí tenemos las mejores relaciones laborales del Estado, por una razón: se ha peleado. Antes el empresario tenía miedo; no se atrevía a hacer las cosas que hacen ahora que ya no hay nadie que les pueda castigar. Las mafias no venían aquí porque estaban los que estaban».
La ETA que no está
Otros vienen a ensalzar, no a la ETA que estuvo, sino a la que no está, y hubiera impedido que el Tren de Alta Velocidad destrozara tal o cual valle. Pero también se oyen y se leen condenas tajantes. En EH Bildu milita el diputado Maiorga Ramírez, que evoca la doble insumisión que lo condujo a Eusko Alkartasuna; rechazo de la mili española a la vez que de ETA bajo el lema Militarrik gabe askoz hobe!, esto es, «sin militares es mucho mejor». EA –rememora– «era el único partido radicalmente abertzale y radicalmente pacifista».
Por las mismas fechas, a Begoña Vesga, militante de Alternatiba, le sucedía lo que recuerda de este modo en Alterkaria, la revista de este partido cofundador de EH Bildu: «Me he estado manifestando casi yo sola con el lazo azul». EH Bildu es todo esto y posiblemente –aunque esto no se puede asegurar, pues existe una izquierda abertzale enemiga de Bildu, indignada con su moderación– el grafiti que vemos pintado en varias esquinas de Usurbil, feudo abertzale guipuzcoano: una estrella roja y la leyenda «1958-2018», el año de fundación y disolución de ETA; sesenta años lacónicamente celebrados en una totalidad en la que caben el atentado de Hipercor o las amputaciones de Irene Villa.
Para el sociólogo durangués Ion Andoni del Amo, militante de EH Bildu que lo fue de la extinta Aralar, la coalición arrastra como un lastre su incapacidad de «ser más valiente a la hora de abandonar ciertos tabúes»; de «reconocer que la violencia estuvo mal». Arnaldo Otegi, apunta, «ha llegado a acercarse a ese discurso; el problema es que eso todavía cruje en determinados sectores».La autocrítica no es fácil –expone Hasier Arraiz– para una cultura política militarizada y masculina, en que la ética o el arrepentimiento tienden a despreciarse como una intolerable blandura y cuesta sacar del armario la disensión que germina en el fuero interno.
No fue de orden ético la motivación de apear las armas en 2011, sino estratégico; la fría constatación de que la violencia alejaba a la izquierda abertzale de sus objetivos en lugar de acercarla, reconoce Arraiz, quien añade que solo presentándola así era posible comprometer con ella a militantes que no hubieran aceptado otro razonamiento. Pero asegura que la reflexión ética sí se iría dando después. Y como Floren Aoiz, considera que la actitud del Estado –contraparte simétrica de un conflicto entre varias violencias equiparables en su inmoralidad en la cosmovisión abertzale–, no facilita las cosas no pareciéndose a la de María Jauregui. El discurso conciliador de esta hija de Juan Mari Jauregui, concejal socialista asesinado en 2000, gusta mucho en el entorno abertzale.
Aoiz lamenta que «hay mecanismos y espacios de convivencia y de curación colectiva mucho más fuertes de lo que da de sí el debate político, donde hay juegos de rentabilidad que dificultan que se llegue tan lejos como las condiciones sociales permitirían si se gestionara la cuestión con más altura de miras». Denuncia una «tremenda desproporción» entre «quien ha hecho un ejercicio de autocrítica profunda y quien no lo ha hecho» e ironiza sobre el «único conflicto del mundo en el que solo había una parte».
«Hay una sensación de añoranza del escenario anterior. Se trae a ETA constantemente a la palestra porque era el gran elemento de justificación que daba sentido a todo lo que hacías. Un régimen es un conjunto de amigos y enemigos. Si quitas el enemigo, cae todo. Y aquí hay todo un sistema de privilegios; desde el interés de gente por vender libros hasta oscuros chanchullos de ciertas asociaciones que han obtenido beneficios de todo esto. Con los sueldos de la Guardia Civil, hay un debate anual sobre si deben seguir cobrando un plus por peligrosidad. Hay una necesidad de decir que el peligro sigue existiendo para que te sigan pagando más por estar aquí», afirma. Hay también –apunta– «la voluntad de encubrir una promesa incumplida. Todo el discurso de los Pactos de Ajuria Enea y demás durante cuarenta años era que el día que terminara la violencia se podría hablar de todo. No se cumplió. Y ¿cómo se gestiona una promesa incumplida? Acumulando agravios que hagan que tú no seas el que incumple una promesa, sino la víctima de los mismos».
La mochila
El estigma de la violencia terrorista pretérita gravita sobre los partidos no abertzale que conforman EH Bildu de un modo que, en ocasiones, genera frustración en dirigentes que, habiéndola condenado, e incluso sufrido, sienten que cargan con la mochila de otros. En Eusko Alkartasuna recuerdan el tiempo en que sus alkartetxes eran vandalizados por la kale borroka; en Alternatiba, una dirigente evoca off the record con irritación la primera vez que, en un pleno, fue acusada de guardar cadáveres en el armario. Otro miembro de Alternatiba, María del Río, próxima candidata bilkide a las alcaldía de Bilbao, manifiesta su hartazgo ante «esto de que te hagan una entrevista en el Parlamento después de aprobar con el aval de EH Bildu leyes importantísimas y que la pregunta sea: ‘¡¿Pero condenas!?’. Es como: ‘Oiga, ¿podemos hablar de otra cosa?’».
Bildu crece y mira el futuro con optimismo en estas tierras en las que el hartazgo era tal que –a juicio de Ion Andoni del Amo– «algunas cosas se han superado mucho más rápido de lo que se pensaba» y la violencia se «dejó atrás como si hubieran pasado veinte años, cuando habían pasado cinco». Una paz, esta, cuyo apresuramiento la torna agridulce para algunos de quienes la desearon. «Hau ez da gure bakea», «esta no es nuestra paz», dice, por ejemplo, el feminismo vasco, reclamando su propia forma de hablar de «todas las violencias»: una que aproveche los procesos de introspección ética abiertos en el País Vasco –atentos no solo a los asesinos, sino a la vasta porción de la sociedad que miró para otro lado al toparse el Terror– para curar las sorderas morales de una sociedad que no ha dejado de ser violenta.
Va apagándose en el País Vasco y Navarra El eco de los disparos, título del libro de la escritora Edurne Portela sobre la memoria de la violencia; una aproximación no maniquea, pero no equidistante, que recoge las torturas del Estado o los asesinatos de los GAL sin equiparar al de ETA el volumen de su vesania.
Ninguno de nuestros interlocutores abertzale lo ha leído, pero todos hablan de Portela con simpatía. Fue deseable que se apagaran los disparos, pero ¿lo es la presteza en apagar su eco; lo es que esta Transición se edifique sobre el olvido? Política y memoria: binomio complicado.
Mientras España (casi) entera se desgañitaba llorando la muerte de Franco, y aún hoy este país de manipulados, desinformados y con el síndrome de Estocolmo, le recuerda con cariño, había dos pueblos, el vasco y el catalán, que nunca dejaron de luchar contra la dictadura y que descorchaban eufóricos botellas de champán.
«El terrorismo es la guerra de los pobres, la guerra es el terrorismo de los ricos».
En la ignorancia de los pueblos está el dominio de los príncipes, dijo Quevedo.
Eta nació por la represión ejercida por el fascismo español contra el pueblo basko .asesinatos indiscriminados torturas y desapariciones.eso lo teníais k.contar no los justificó.para nada .pero parece k.solo hay un malo en esta película