Internacional

El “bien resuelto” de Pedro Sánchez o las caretas arrancadas tras la guerra de Ucrania

Las palabras del presidente español sobre Melilla, comparadas con su reacción con respecto a las personas que han tenido que huir de Ucrania, son un ejemplo más de que vivimos en países con instituciones y sociedades estructuralmente racistas, reflexiona Patricia Simón.

Marina habla con su hermano por videoconferencia después de conseguir huir en tren desde Odessa a la frontera polaca, donde le esperaba su marido. P. SIMÓN

En apenas unas semanas, aprendimos que somos capaces de memorizar el nombre de un buen puñado de ciudades de nombres impronunciables; descubrimos que la palabra también abraza o agrede, y que mejor que de Lviv hablásemos de Leópolis, y que Kiev debía cambiarse por Kyiv si queríamos dejar de emplear la lengua del agresor. Después, volvimos a hablar de Lviv y de Kiev, cuando recordamos que la lengua materna de muchos ucranianos es el ruso y que si, como periodistas, queríamos mantener el interés por esta guerra entre nuestros lectores y lectoras, mejor nos centrábamos en lo fundamental: los muertos, los huidos, los supervivientes.

Poco después, entendimos que escribir sobre otros aspectos menos urgentes podía ayudar a entender las causas de las muertes, la huida, la supervivencia; constatamos que la misma Polonia que meses atrás había repelido militarmente a los refugiados que intentaban cruzar por la frontera bielorrusa era capaz de acoger gustosamente a más de un millón de ucranianos y que Hungría podía mostrarse hospitalaria con los huidos a la vez que revalidaba la presidencia del ultraderechista Orbán. Observamos cómo los designados por la Unión Europea y por Estados Unidos para evitar la guerra mediante la palabra cambiaron inmediatamente sus trajes de chaqueta de diplomáticos por la chamarreta de corte militar para defender que la guerra solo se detiene con más armas, con más muertos, con más violencia. Y, sobre todo, confirmamos que lo primero que arrasa la guerra no es la verdad, sino las máscaras.

La guerra de Ucrania nos ha devuelto un incómodo reflejo de las sociedades occidentales en plena crisis de legitimidad de la Unión Europea. Pocos días después de que el 24 de febrero comenzase la invasión rusa, el penoso éxodo de centenares de miles de personas llenaba horas de las pantallas de los móviles y de las televisiones de todo el mundo. Se asumió como lo natural que las mujeres se hicieran cargo de los cuidados de los menores y de las personas dependientes o ancianas y que los hombres de entre 18 y 60 años estuvieran obligados a permanecer en el país por si tenían que defenderlo mediante las armas. No hubo apenas crítica ni indignación por ese retorno impuesto a los roles de género más reaccionarios: las mujeres, a las labores reproductivas; los hombres, a la guerra.

Tras la disolución de la URSS, la economía de Ucrania se hundió y las mafias de trata generaron redes transnacionales para explotarlas sexualmente. Por ello, en 1998,  Loyubov Marsymoveyeh fundó Women ‘s Perspective, una de las primeras ONG dedicadas a ayudar a sus víctimas a poder retornar a un país donde se encontraban con el estigma de la prostitución. Tras la invasión rusa, el riesgo para las mujeres y niñas refugiadas era evidente. Por ello, crearon un refugio en la ciudad de Leópolis destinado a enseñar a las mujeres que se disponen a abandonar el país a identificar los indicios de captación y los recursos europeos dedicados a su protección.

Al mismo tiempo, buena parte de los gobiernos de la UE anunciaron inmediatamente mecanismos exprés para acoger a estas familias de refugiados y para garantizarles la documentación que les permitiría trabajar y moverse libremente por su territorio en poco tiempo. Así de sencillo se hacía realidad, en un instante, lo supuestamente imposible. Esos mismos Estados, por el contrario, no muestran ningún tipo de pudor por seguir rechazando la regularización de aquellas personas migrantes y refugiadas que pueden pasarse años en un territorio en una situación administrativa irregular. Aunque las únicas diferencias son que las primeras son blancas, de un país europeo y de tradición cristiana. 

Basta ver los últimos hechos acaecidos en Melilla, donde más de una veintena de personas han muerto intentando llegar a España y el «bien resuelto» pronunciado por Pedro Sánchez. A ver quién puede negar ahora que vivimos en países con instituciones y sociedades estructuralmente racistas. Cómo si no explicamos que la población civil se organice para acoger en sus casas a niños ucranianos o, inclusive, a familias completas, mientras siguen llegando embarcaciones a Canarias con los que llevan dos años siendo percibidos no solo como indeseables, sino que sus muertes ni siquiera resultan noticiables cuando no alcanzan las dos cifras. A su vez, mientras Boris Johnson se reunía con Zelensky en Kiev para decirle que se olvidara de las negociaciones y que caña al mono, Reino Unido anunciaba que quienes lleguen irregularmente a su territorio a través del Canal de la Mancha serían deportados a campos de detención en Ruanda.

Durante su visita a Ucrania, el presidente español tuiteó: “Conmovido al comprobar en las calles de Borodyanka el horror y las atrocidades de la guerra de Putin. No dejaremos solo al pueblo ucraniano”. No encuentra ninguna incompatibilidad entre esta política y la de mantener la venta de armas a Arabia Saudí. Un país responsable, en gran medida, de la guerra de Yemen, que comenzó como la del Donbás en 2014 y que ya se ha cobrado la vida de 150.000 personas, además de condenar al hambre a dos de cada tres de sus habitantes: 20 millones de personas.

Ucrania lleva años siendo uno de los polos más importantes de gestación de bebés mediante vientres de alquiler. Como ya pasó durante los primeros meses de la pandemia de covid-19, la invasión rusa supuso que cientos de recién nacidos por este procedimiento no hayan podido ser recogidos por los extranjeros que los habían comprado. El coronel responsable de la portavocía de BioTexCom, la más importante del sector en el país, se ha dedicado a mostrarlos a los periodistas internacionales para aumentar el apoyo internacional a su Gobierno.

Mucho más cerca, en nuestras ciudades y, especialmente, en el Levante español, la mafia rusa sigue lavando su dinero mediante la compra de viviendas y el establecimiento de todo tipo de negocios sin oposición por parte de la clase política ni de la población local. Desde hace dos décadas, los gobiernos de Catalunya, Comunitat Valenciana, Andalucía y de España han convivido sin problemas éticos con esa red de empresarios cercanos al Kremlin. Y ya sabían que Putin bombardea Siria, encarcela y aniquila a sus oponentes políticos, a periodistas, a activistas feministas y del colectivo LGTBIQ+ y a cualquiera que manifieste públicamente su oposición a la autocracia rusa. Pero incluso ahora, cuando deberíamos afrontar quiénes son esos traficantes de armas, de drogas y de personas que tienen segundas residencias en la costa y que veranean en sus yates en Baleares, los representantes políticos se olvidan de las fosas comunes de Bucha y de las niñas arrastrando peluches en su éxodo. Hay muchos puestos de trabajo para los precarizados en juego.

La miopía selectiva también ha salido a relucir entre una parte de la izquierda autodenominada antiimperialista que sigue reproduciendo alineamientos de órdenes mundiales desfasados. Hay quienes se sienten en la obligación de posicionarse al lado de Putin por oposición a la OTAN, cuando defender los derechos humanos supone condenar a ambos. Por no hablar de que el presidente ruso lleva siendo el gran aliado de los líderes ultraderechistas de los países occidentales desde hace más de una década.

Mientras casi 6 millones de ucranianos y ucranianas abandonaban el país, más de 38 millones permanecen en él. Muchos de ellos son personas ancianas, con discapacidades, con problemas de movilidad o con falta de recursos que ni siquiera se pueden plantear huir del edificio en el que residen. Por ello, comunidades como el pueblo de Volosske, liderados por un cura y un payaso, se dedican a realizar evacuaciones en furgonetas y autobuses de personas atrapadas por los bombardeos rusos.

A su vez, un furor atlantista ha resurgido y unido a los gobiernos occidentales, precisamente cuando más falta hacía dar por finiquitada una institución antidemocrática y al servicio del neocolonialismo estadounidense. Por el contrario, han despreciado la diplomacia y el diálogo, cuando es la única vía posible para poner fin a la guerra y, por tanto, evitar un mayor número de muertes, la devastación de más ciudades y, por tanto, una más pronta reconstrucción del país y de su economía.

El furor belicista no se ha limitado a los discursos políticos sino que ha empapado parte de los relatos periodísticos, en los que siguen quedando reductos de una forma testosterónica de concebir el oficio en el que el periodista adquiere un protagonismo injustificable y en el que se presenta como un héroe por estar donde ha de realizar su trabajo. Que nadie se lleve a engaño: los periodistas no nos sacrificamos yendo a estos lugares por el bien de la humanidad, sino que algunos tenemos la suerte de poder documentar hechos de relevancia histórica, cumpliendo así con nuestra función social, y con la aspiración última de combatir la impunidad.

“No queda nada de nuestro apartamento”, explican Olga y su marido Dimitrii, ambos ingenieros de telecomunicaciones. Lo hacen junto al puente de Irpín, el mismo día en el que por primera vez, se podía cruzar después de que las tropas rusas se retirasen de esta ciudad colindante con Kiev. Bucha, Járkov, Mariúpol y la propia Irpín se han convertido en símbolos de la destrucción que conlleva toda guerra.  

Pero somos nosotros y nosotras las afortunadas, por poder ser testigo y canal de transmisión; jamás mártires ni héroes. Y repetir muchas veces que se escuchan cerca los bombardeos no contribuye a entender el contexto, ni contar cómo se intentó llegar sin éxito al frente resulta de valor informativo, ni contar que somos humanos y que, cuando podemos, ayudamos, es periodismo, solo espectáculo y exhibicionismo. Por mucho que sea en Kiev y no en un plató de Telecinco.

La guerra de Ucrania también ha dejado al descubierto la entrega desbocada con la que muchas de las repúblicas exsoviéticas han abrazado el neoliberalismo más desalmado. Como hemos contado en La Marea a lo largo de esta guerra, el negocio de los vientres de alquiler, la trata con fines de explotación sexual o la expansión de las criptomonedas, por no hablar de la corrupción sistémica y normalizada de todos los ámbitos de la vida pública o de la connivencia del tejido empresarial con la ultraderecha.

Aspectos a los que no hemos prestado la suficiente atención en los últimos años porque, precisamente, han sido los gobiernos occidentales los que los han dejado crecer como laboratorio. Y cuando nos hemos topado con ellos en medio del conflicto y los hemos narrado, hay quien preferiría que lo hubiéramos ignorado. La razón: sigue prevaleciendo una cultura caritativa en lugar de democrática: para solidarizarse con la víctima hay que percibirla como inmaculada. Pero quienes realmente tienen interiorizada la cultura de derechos humanos saben bien que para defender lo obvio –es decir, que Rusia es el agresor y Ucrania la víctima–, no hace falta omitir las políticas autoritarias de ambos países.

Pero, más allá de todo ello, hay algo que ha desconcertado especialmente a la población europea. “¿Esto es posible?”, me preguntó, con verdadero interés, un hombre de mediana edad tras mi vuelta de Ucrania. No podía entender que no hubiera mecanismos para parar una guerra en Europa. No tenía en mente las de los Balcanes de los años 90 porque la Unión Europea no asumió la responsabilidad de convertirlas en un referente para la cultura de paz y de nuestra memoria democrática. Y, al mismo tiempo, hemos vuelto a constatar la inoperancia de las Naciones Unidas y de su Consejo de Seguridad, convertidos en cementerios de dinosaurios dedicados a teatralizar la retórica de la vacuidad.

Por el contrario, el silencio de China ante las peticiones de que rompa con la alianza bélica que mantiene con Rusia desde la guerra siria, donde le da soporte logístico en la base naval de Tartús, evidencia su firme determinación para socavar las democracias occidentales. China, la gran aliada comercial de las potencias occidentales y dueña de buena parte de la deuda pública de EEUU.

Cuando se declara una guerra, la población civil afectada se ve obligada a tomar una infinidad de decisiones en muy poco tiempo: quedarse en el país o exiliarse, permanecer en la residencia habitual o buscar un lugar más seguro, elegir qué llevarse además del animal de compañía, sacar el dinero del banco o dejarlo por si hay saqueos… Maryna Matvieieva, publicista de 30 años, tuvo que responder a todas estas preguntas en las siguientes horas a que el régimen de Putin invadiese Ucrania.

Y si mirásemos más de cerca, la invasión de Ucrania ha demostrado que no hay manera de que lo más evidente ocupe un espacio relevante en el debate público: la soberanía alimentaria, reclamada durante décadas por los movimientos de derechos humanos, debería ser ya un clamor popular en vista del impacto que ha tenido en los países más pobres el parón de las exportaciones de grano ucraniano; las energías renovables deberían impulsarse definitivamente ante la crisis energética provocada por el encarecimiento de los combustibles fósiles y del gas vivido en las últimas semanas. Pero nada de eso protagoniza las reuniones de dirigentes europeos, ni los consejos de ministros y ministras, ni las ruedas de prensa del Parlamento Europeo.

Solo a través de las propuestas ecofeministas y pacifistas podemos construir un mundo donde no duela tanto vivir. Y, por el contrario, vivimos regidos por los grandes embajadores del modelo ecocida y depredador de la guerra, el hambre y la desigualdad. Esta guerra ha demostrado, una vez más, que no elegimos gobernantes que persigan la paz por encima de todo, la hospitalidad de todos aquellos que requieren refugio, la justicia económica y social ni nuestras propias leyes y, ni siquiera, aquello que decimos defender como sociedad. Y si no les votamos, por algo será. 

Los hombres de entre 18 y 60 años están obligados a permanecer en Ucrania desde que comenzó la guerra. Aquellos que no quieren tomar las armas no se atreven a decirlo públicamente porque podrían ser acusados de deserción o, incluso, de colaboración con los rusos. Pero incluso soldados profesionales reconocen que el Gobierno de Zelensky no está haciendo públicas las verdaderas cifras de caídos en combate entre sus filas y que se dan ejecuciones extrajudiciales de enemigos capturados en el frente. “Los soldados rusos no son humanos: matan a civiles, a niños. Cuando los apresamos, se los entregamos a los Servicios secretos, no los matamos. Oficialmente”, reconocía a esta periodista un joven al que le acababan de dar el alta tras ser herido en Suma. 

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