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Sulfuro: nombrar lo ausente
Anna María Iglesia reseña 'Sulfuro', la novela de la escritora y dramaturga argentina Fernanda García Lao
Tiene algo, tal vez mucho, de teatral Sulfuro, la novela de la escritora y dramaturga argentina Fernanda García Lao. Los personajes son cuerpos sin nombre que deambulan por un escenario poco concreto. Los espacios están apenas aludidos, porque lo que le interesa a García Lao no son tanto los lugares como las acciones, los movimientos repetitivos, automáticos, incluso inconscientes de unos cuerpos que viven atrapados en la rutina y en la reiteración de acciones y modos absolutamente automatizados.
Escrita en segunda persona, García Lao nos presenta a una mujer, cuya identidad desconocemos, que vive atormentada por el suicidio de su madre, cuya vida estuvo marcada por unos delirios suicidas que no tardaron en transformarse en realidad y por su interés por los santos y sus vidas, unos santos que, como ella misma le recordará a su hija, fueron seres ejemplares entre miles de tribulaciones, no como ellas, no como el resto de los individuos.
Porque en el mundo real el bien solo existe junto al mal, que adquiere muchas formas, desde la indiferencia de un padre hacia su hija hasta la violencia de género y entre ambas un abanico de matices. Maldades cotidianas son las que llenan las páginas de una novela en la que la protagonista, esta mujer sin nombre ni profesión -los hombres, por el contrario, carecen de nombre, pero se les conoce por sus oficios– tiene la capacidad de percibir lo no perceptible. “Ya empezaste a percibir el olor. Un barrio bien, con chalés y garitas, jardineros y servicio de limpieza, no puede apestar así”, leemos en la primera página, donde descubrimos que nadie percibe este olor más allá de ella: “¿Vendrá del cementerio? Parece que sos la única sensible a los efluvios que emanan de ese paredón, justo ahí, frente a ustedes”.
Y como casi todos los elementos que componen Sulfuro, este insoportable olor remite a algo más que a un mero pestilente efluvio: es la señal de una sociedad que se va pudriendo, una sociedad de clase acomodada y de moral aparentemente impoluta que, sin embargo, no es y nunca fue lo que aparenta. Ese olor es de la propia sociedad, de ese mundo en el que vive instalada la protagonista y que nadie nota, porque nadie es consciente de las violencias que le son intrínsecas, de esas violencias sistematizadas, naturalizadas, asumidas como inevitables.
Sulfuro es, precisamente, una novela que gira en torno a la violencia y la autopercepción: en torno a lo que percibimos y lo que, sin embargo, asumimos sin plena conciencia. De ahí que la protagonista resulte un sujeto de gran interés: su conexión con la muerte y sobre todo con los difuntos, su estar siempre en el filo, entre lo real y lo imaginado, entre lo real y lo alucinatorio, entre lo real y lo irreal choca con esa asunción acrítica de una cotidianidad y de unos modos de hacer que se reiteran sin más.
Por ello, resulta problemático hablar de Sulfuro en términos de literatura fantástica, porque, aunque la autora plantee imágenes, todas ellas cargadas de simbolismo, que pueden evocarnos dicho género, la novela tiene más de ese sinsentido kafkiano que te descoloca, que te hace imposible comprender por qué un día y sin explicación alguna detienen a Joseph. K. En la base de Sulfuro está este mismo sinsentido o, si se prefiere, esta ambigüedad que lleva al lector a no poseer una comprensión total -una literatura sin ambigüedad es una literatura que se agota en sí misma-, a permanecer como la propia protagonista en el límite entre dos espacios, dos mundos, dos percepciones. En otras palabras, a situarse en la ambivalencia.
“Exhumar suena a que definitivamente me voy de lo humano”, dice la protagonista que, a lo largo de estas páginas, está siempre tratando de huir: contrae matrimonio para salir de casa, se separa para escapar de su primer marido, se vuelve a casar y vuelve a desear huir. Y todas estas huidas tienen algo de rechazo hacia lo humano. Por esto, evoca a su madre, que con su suicidio también huyó, y recuerda las vidas de los santos, cuya lectura era también una forma de huida, una forma de exhumarse de lo humano, de trascender. Pero a la vez que se busca trascender en ese mundo de los muertos en que ella, la protagonista, se siente más cómoda, también hay un viaje hacia lo corpóreo, hacia lo físico.
La protagonista descubre su cuerpo. Pero todo elemento físico esconde lo intangible. El cuerpo viviente esconde la muerte, el cuerpo de una embarazada esconde los posibles abortos, ocultos también tras el recién nacido que sí logró nacer. Y la protagonista tiene tan presente a la madre suicida como los abortos, esos niños que nunca llegaron a nacer. Resulta aquí inevitable hacer una lectura política de esta figura de lo ausente: Argentina, el país de los desaparecidos. La autora, sin citarlo, parece aludir a ellos, a esos seres que desaparecieron, que dejaron de ser, que, incluso, perdieron su nombre, pero que, sin embargo, están ahí, aún más presentes que lo que es físicamente tangible. De la misma manera que, como diría Kant, no hay paz sin guerra, el bien no existe sin el mal, lo tangible es inseparable de lo intangible, lo trascendente existe solo a través de lo intrascendente, y lo que no tiene nombre -el desaparecido, aquel que no nació, la mujer que ni siquiera es reconocida por su profesión o por el papel que ejerce- solo es posible gracias a todo aquello que, con nombre, con reconocimiento, con identidad y con corporeidad lo desplaza. Y el gesto político de Sulfuro radica en esto, en nombrarlo, en citarlo, en mostrar su falta de nombre.
De dónde saca que Kant diría que no hay paz sin guerra?… veo que tiene un concepto binario, muy reduccionista, de la paz, solamente como lo opuesto a la guerra. Muy mal.