Opinión

Una victoria feminista

"Se acabó ser las que solo ponen la mesa: es incuestionable que las trabajadoras de hogar se tienen que sentar en ella a negociar", analiza Laura Casielles.

Celebración ante la aprobación del convenio 189 de la OIT por parte de España. Foto: Oriol Daviu

Imagínate un trabajo que estuviera completamente fuera de las normas que rigen el empleo en términos generales. Un trabajo fuera del régimen general de la seguridad social; en el que el despido libre estuviera a la orden del día y en el que, después de ese despido, no existiera además derecho a paro. Un trabajo en el que la pensión tras una vida entera de curro superase apenas los 500 euros. Y en el que, en pleno 2022, las jornadas de más de 12 horas diarias fuesen habituales, y los contratos informales y los pagos en negro una constante. Un trabajo que llegase a ejercerse incluso viviendo en la casa del empleador, sin descanso, sin horarios, durmiendo en lugares no acondicionados.

Ese trabajo existe y lo hacen 600.000 personas en este país. Se trata del trabajo de hogar y de cuidados. Quienes afrontan esas condiciones son esas personas –en su inmensa mayoría mujeres– que se ocupan de los niños y los mayores de tantas familias; esas que alimentan, limpian, curan, acompañan, mantienen en pie tantas casas; esas que fueron llamadas “esenciales” tantas veces cuando las cosas se pusieron especialmente complicadas en estos años. En un sistema que ha trazado una frontera inexpugnable entre esos dos mundos que se han dado en llamar –respectivamente– trabajo productivo y trabajo reproductivo, todas esas tareas han quedado del lado de lo que no se valora, hasta el punto de no garantizar a quienes se ocupan de ellas los mismos derechos que al resto. 

Pero hoy, 9 de junio de 2022, tendría que ser marcado en grande en los calendarios como día en el que eso empieza a cambiar. Porque hoy se ratifica en el Congreso el marco legal que dice que todo eso es intolerable. Se trata del convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, formulado en 2011 para establecer sobre este asunto un mandato superior a los propios Estados, asumiendo quizá que las cámaras legislativas no iban con mucha prisa en abordar este tema si no se las obligaba a ello –al fin y al cabo, detrás de muchos representantes políticos ha habido siempre, y sigue habiendo, unas cuantas mujeres invisibles que se encargan de que su vida se sostenga–. 

España, sin embargo, se ha venido tomando con calma lo de hacerse cargo de ese mandato: once años ha tardado. Hoy que por fin llega el momento, lo que hay que decir no es ni mucho menos “gracias”. Lo que hay que decir es “lo conseguimos”. Esta es una victoria de las propias trabajadoras de hogar, y también del movimiento feminista. Durante los últimos años, este tema ha sido central en las asambleas, los argumentarios y las calles, y eso es significativo de cuál es el tipo de feminismo que hay detrás de las grandes movilizaciones de este tiempo y de la hegemonía de discurso que han conseguido. Un feminismo que sabe que no se trata de conseguir mejoras para algunas, sino derechos para todas; uno que sabe que la salud colectiva –en todos los sentidos– es la del eslabón más vulnerable; uno que suma de verdad, siendo y queriendo ser cada vez más diverso, y no al contrario. Uno que entiende que llegar a un lugar solo tiene sentido si es para abrir la puerta a que lleguen otras.

En los cuerpos y las vidas de quienes se dedican al trabajo de hogar se cruzan muchos de los grandes temas que tenemos por resolver. En la actualidad, un 90% de las personas que ejercen este trabajo son mujeres, y un 65% de ellas, migrantes. Un cuarto está en situación administrativa irregular; un tercio en condiciones de pobreza severa. Muchas han dejado a sus familias en otro país, y su camino vital traza el mapa de algo que hemos aprendido a pensar a su lado: eso que se llama “cadenas globales de cuidados”, y que muestra como pocas cosas lo mal que nos hemos montado el mundo.

Pero ojo, que estas historias que nos llegan a menudo con voces de otra parte no nos son nada ajenas. Resuenan a la memoria de esas abuelas, esas madres, esas hermanas, que pasaron y pasan también sus vidas con la espalda doblada sobre una escalera y las manos arrugadas de las horas fregando. En esta historia hay también mucho de memoria y mucho de reconocimiento.

Y mucho, mucho, mucho de camino compartido. Con las trabajadoras del hogar, las feministas no solo hemos aprendido a leer un poco mejor el mapa del mundo y el modo en que se articulan las falsas divisiones entre las tareas que importan y las que no, sino también un montón sobre activismo. Estas compañeras –cansadas, precarias, con miedo al despido, pendientes de mandar dinero a casa– han sido piezas clave de muchas de las movilizaciones de estos años. En algunos casos, reconvirtiendo a su nueva realidad largas trayectorias de pensamiento y acción política que se traían de sus lugares de origen. En otros, aprendiendo de la nada a “politizar las ollas y las sartenes”. Y a hacerlo cantando, bailando, poniéndose pelucas de colores. 

Ellas, que se reúnen los domingos si es que libran porque apapachar a una mujer que acaba de llegar a la ciudad es una cuestión literalmente vital. Ellas, cuya militancia tiene que ver a menudo con lo más básico –tal compañera se quedó en la calle, tal otra necesita un billete a alguna parte–; y que por el camino se inventan los conceptos más lúcidos –“querían brazos, llegamos personas”–. Ellas, que son capaces de idear una manifestación alternativa del primero de mayo, y luego escaparse de ahí para ir a llevar una escobilla de váter a quienes están en la cabecera de la oficial. Ellas, que ahora que las asambleas son por zoom, entran a veces con la cámara apagada porque están currando, y se la dejan puesta en manos libres para dar ideas sobre una campaña o una performance mientras se ocupan de la mierda ajena. 

En estos tiempos difíciles, el movimiento feminista estaba necesitando una victoria. Y es justo y es bello que sea esta. 

Pero el camino no ha terminado. Como toda regulación de este tipo, el Convenio 189 es solo el marco legal general, que cada país debe después desarrollar legislativamente. Y ahí se puede oscilar enormemente entre los mínimos y los máximos, en términos normativos y también presupuestarios. En los próximos meses, la batalla de las trabajadoras de hogar seguirá en dos sentidos. Por un lado, conseguir que en ese desarrollo –que atañe a los Ministerios de Trabajo, Hacienda e Interior– se adopten todas sus reivindicaciones. Por otro –y quizá sobre todo– que se haga contando con ellas. Se acabó ser las que solo ponen la mesa: es incuestionable que las trabajadoras de hogar se tienen que sentar en ella a negociar. 

Cuidar de que así sea es algo que nos atañe a todas y todos. No solo por el debido apoyo a quienes luchan, que también, sino porque en este tema se están cruzando preguntas clave. Hablar de trabajo de hogar es hablar de cómo se organizan los cuidados, es hablar de ley de extranjería, es hablar de las políticas públicas necesarias para atender a quienes están en situación de dependencia. Hablar, en definitiva, de cómo se calibra la delicada balanza entre la productividad y la vida habitable. Esa pregunta que está en el corazón de lo que nos pasa, y que necesitamos urgentemente ir arrimando cada vez más hacia el lado de nuestras victorias. 

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