Cultura
Maneras de mirar el barrio
Escribe José Ovejero sobre la película 'Surcos' y el cómic 'Vallecas, los años de barro', dos productos culturales que reflejan, de formas distintas, la vida en los barrios
Hace poco he visto Surcos, un clásico del cine español del que siempre había oído maravillas, pero, por el motivo que sea, no había encontrado o buscado la ocasión de verlo. Y eso a pesar de que tenía el incentivo adicional de estar rodado en Lavapiés a principios de los cincuenta, en una época en la que mi madre y mi abuela vivían allí, y donde yo viviría más tarde.
La película me dejó con un regusto agridulce. Por un lado, me parece una de las mejores películas españolas de aquellos años desde un punto de vista técnico y estético; por otro, la mirada sobre la pobreza urbana me resultaba despiadada, clasista, rezumaba el desprecio hacia la ciudad tan extendido entre los fascistas de entonces y de hoy. La familia protagonista de la película, recién emigrada a Madrid, se encuentra con un mundo corrupto y sin valores que convierte a los hombres en delincuentes, a las mujeres en fulanas, a los niños en alimañas feroces que se complacen en el mal ajeno; y el abuelo, el único honesto e ingenuo, se verá relegado a tareas «de mujeres», como fregar los cacharros. Al final, los que sobreviven regresan al campo, donde eran pobres, pero podían vivir de acuerdo con los valores tradicionales.
Un poco por casualidad -otro poco por la generosidad de María José, librera en Muga, que nos lo regaló-, cae en mis manos el relato gráfico Vallecas, los años de barro, con texto de Rodolfo Serrano e ilustración de Román López-Cabrera (Hoy es siempre ediciones, 2022). Su enfoque es completamente distinto. La narración, en buena medida construida a partir de recuerdos personales, se sitúa en el barrio de Palomeras Bajas (otra casualidad: a ese barrio se mudó mi madre tras casarse y allí nací yo). El libro nos cuenta la vida cotidiana en aquellas calles entonces de tierra, en las que las viviendas no tienen agua corriente y son de construcción ilegal -en una noche se levantaban las paredes y se ponía el forjado del techo porque entonces a la guardia civil no le estaba permitido derribarlas-, conseguir electricidad era una tarea que requería de las artes picarescas de los vecinos, y donde las lluvias, por la falta de alcantarillado suficiente, provocaban inundaciones que arrastraban los pocos enseres de los vecinos.
No hay idealización en estos relatos de vidas en la miseria: se nos muestra la violencia inevitable entre vecinos y la brutalidad de la represión policial -que se escamotea en Surcos-; y si en la película no había una mujer que no se llevase al menos unas bofetadas y que no fuese explotada de alguna forma, en el cómic se cuenta como un hombre se juega a su mujer a las cartas. No hay nada idílico en la pobreza extrema. Pero sí puede haber honestidad y dignidad.
Los recién llegados a los barrios pobres de la ciudad no solo buscaban vivir mejor -«solo»-, también escapar de aldeas y pequeñas ciudades en las que los vencedores no olvidan lo que hiciste durante la guerra y de qué bando estabas y te persiguen y acosan sin piedad si estabas del equivocado (otro tema que Surcos ignora, pero no el cómic). Hay mezquindades y hay solidaridad, hay egoísmo y hay actos generosos. Hay tristeza y hay diversión, hay lucha por mejorar la situación de las familias y contra la dictadura, hay derrotas -la mayoría- y alguna victoria.
Lo que me incomoda en Surcos no es que la película silencie detalles que de todas formas no habrían pasado la censura, sino su mirada, desde fuera y desde arriba, sobre la miseria urbana, desde el desprecio que quiere preservar la imagen idílica del campesino pobre pero puro, y difamar esos barrios obreros que se veían como nidos de rojos, de sinvergüenzas, de delincuentes y de mujeres inmorales.
El cine y la literatura, aunque pretendan reflejar el mundo, acaban reflejando a quien lo cuenta. Aunque son evidentes las preocupaciones sociales del director de Surcos -el falangista Nieves Conde, como también provenían del falangismo Torrente Ballester, coguionista, y el creador del argumento, Eugenio Montes-, su deseo de preservar la España tradicional vuelve la película, que además debía ser un instrumento de propaganda para frenar el éxodo rural, mucho más inhumana de lo que se pretende. Vallecas, por el contrario, mira con dolor y con ternura aquellos barrios de aluvión en los que atracaron los pobres y los perseguidos de buena parte del país. Su ideología también es evidente, pero eso no mina su valor artístico, porque incluso los resistentes, los rebeldes, son mostrados con sus grietas y desconchones en esos recuerdos que son a la vez íntimos y sociales.
Exhumando la historia en clase
Historiadores e historiadoras alertan de la invisibilización y la tergiversación de la memoria histórica en los libros de texto. Reclaman para el alumnado, que sabe más del nazismo que del franquismo, un currículum estatal que incluya la represión del régimen o la lucha antifranquista.
Enrique Díez Gutiérrez, profesor titular de la Facultad de Educación en la Universidad de León, asegura que se quedó atónito cuando llevó a sus alumnos de primero de carrera a ver el documental El silencio de otros. Y no tanto por lo que en él se cuenta, una pieza que navega por las historias de represaliados y represaliadas del franquismo y la lucha de las familias en la búsqueda de la verdad, la justicia y la reparación, sino por los comentarios tras el visionado. “Nadie nos había explicado nada de esto”, le comentaron a este profesor, que, movido por esta frase y el déficit palpable sobre memoria histórica con el que el alumnado llega a la universidad, se ha dedicado a hacer un repaso de los libros de texto de Historia.
Y habla de un proceso de “desmemoria”, fraguado durante la Transición y plasmado en lo que se enseña en las aulas. “Un memoricidio”, remarca. “Lo que hemos comprobado es que los alumnos y alumnas saben más del nazismo que del franquismo; saben más del holocausto judío que del holocausto español. Carecen de una formación sólida sobre lo que supuso la dictadura y la lucha antifranquista y tenemos una deuda democrática con la Segunda República”, explica Díez a El Salto.
Este profesor, autor del libro La asignatura pendiente (Plaza y Valdés, 2020), resume que, en sus cinco años de análisis de libros de texto, en los que ha realizado 610 entrevistas a profesorado de Historia y 376 a alumnado, se ha dado cuenta de que hay un problema de invisibilización y de tergiversación de la memoria histórica. Así, por ejemplo, los materiales se centran en la guerra, mientras que la posguerra sigue en la sombra. “Además, los 44 años que transcurren entre la Segunda República, la guerra y el franquismo, que deberían ocupar cerca del 50% de los contenidos del siglo XX, por estricto tiempo cronológico, solo ocupan el 9%”, explica.
Por otro lado, y siempre según su investigación, ni la mitad de los libros de 4º de la ESO y pocos más en 2º de Bachillerato explican cómo el franquismo hacía leyes a su medida para llevar a cabo fusilamientos, coacciones, expolios… de los opositores y opositoras al régimen. Más allá de la violencia física de los “paseos” o los fusilamientos, no se explica nada sobre el exilio interior de los topos, el robo de bebés a mujeres humildes o los experimentos con las prisioneras para erradicarlas el llamado gen rojo. “Se dedica a los ‘paseos’ el mismo espacio que el dedicado a Mariquita Pérez, “el juguete más ansiado en los años 50”, ejemplifica.
En cuanto a la tergiversación, considera importante señalar el uso de palabras inadecuadas, como “alzamiento” en lugar de golpe de estado. Lo más grave, añade, es la teoría de la equidistancia. “Se insiste reiteradamente en que la guerra fue un enfrentamiento fratricida como si dos partes se hubieran enfrentado con las mismas condiciones, que todos fuimos culpables, una lucha entre hermanos, equiparando al torturador y a la víctima. Un torturador nunca es un bando”, concluye…
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