Cultura

Existir la abundancia: Notas sobre la última novela de Belén Gopegui

Belén Gopegui es la autora de 'Existiríamos el mar' (Random House, 2021), donde se narra la “peripecia sin incendios” de una desaparición austera

Detalle de la portada de 'Existiríamos el mar' (Random House, 2021), de Belén Gopegui

1. Desaparecer

Imaginamos la historia de una persona que un día desaparece de repente. Podría ser casi un género de historias, el de esas historias de personas que desaparecen de pronto. No dejan “señas”

Por supuesto, secuestros, suicidios, asesinatos y violencias diversas, para-policiales, machistas o de estado, vienen a la mente. Pero dejémoslas de lado, por un momento. Y pensemos en lo que podría ser casi un subgénero: el de esas historias de personas que más que haber sido desaparecidas por alguien, se han hecho desaparecer a sí mismas. Podríamos decir que de pronto “desocupan su lugar”. Un buen día “dejan su vida”.

Desaparecen de entre quienes les conocen, de entre quienes les rodean, de entre quienes les hacen ser lo que son porque “les ven”. Dejan un hueco, un agujero, a veces escandaloso

Pero a la vez, en otro lugar, donde nadie les conoce, quizás puedan empezar otra vida.

Estupenda premisa, maravilloso gancho: ya estamos deseando saber en qué va consistir esa nueva vida, que seguro que será mucho más interesante y llena de aventuras e intensidad que la anterior. 

Pero no. Dejemos eso de lado también, y vayamos a otro subgénero dentro del subgénero: pensemos en esas historias mucho más raras en las que lo importante no es tanto empezar otra vida, sino dejar la que se tiene. El propio “gesto”, podríamos decir. 

Me parece, propongo esa lectura entre otras posibles, que Existiríamos el mar (Random House, 2021), de Belén Gopegui, es una de estas –raras- historias. En ella se narra la “peripecia sin incendios” de una desaparición ciertamente austera, y sin duda, muy poco “glamurosa”. La historia de alguien que tenía una situación de vida aceptable, hasta cierto punto, en tanto que estaba arropada por un leal grupo de amigos/as y compañeros/as (no solo de piso, sino de vida), apoyada en la distancia por una madre comprensiva, y con los suficientes medios para ir tirando, aunque en el paro. Esta persona, Jara, parece lanzar por la borda todo eso para marcharse a un sitio cualquiera, (donde ella no es nada para nadie), y conseguir un trabajo cualquiera, es decir, tal como están las cosas, un trabajo temporal y extremadamente precario. Parece dejarlo todo por (casi) nada.

¿Puede una historia ser al mismo tiempo “común”, cotidiana, “sin incendios” y también radical? 

Me parece que sí, y que lo radical de esta historia es ese gesto de ponérselo difícil a una misma, de no aceptar la propia vida tal como es –y no tanto el de ir hacia la creación de otra vida. El “crear tu propia vida”, el “lanzarse hacia lo inesperado”, el “reinventarse” son a menudo formas de la sumisión, en el Imperio de lo que podríamos llamar el mercado existencial capitalista. En este mercado que parece inundarlo todo, constantemente se nos insta a que mejoremos nuestra “personalidad” individual con nuevos atributos, experiencias o contenidos. 

Jara hace otra cosa.

2. Ser devaluada

“Nos pasamos la vida persiguiendo la personalidad en las redes, en las stories, los vídeos, en la vigilia de nuestra esperanza”, dice Jara. “¿Por qué no nos basta con lo que hacemos?, pregunta su amigo Ramiro, “¿por qué la cabeza se nos llena de espías, de playas con palmeras, de secuestros y fugas?”. 

“Hay ratos en que me pongo estúpido y me pregunto qué pasaría si Jara fuera una agente de una organización mejor que la CIA, si encontrarla sirviera para, aún con riesgo de nuestras vidas, acabar con el apartheid, como en una novela”. 

Pero no. Jara se ha ido a Calatayud, está alquilando una buhardilla y currando de camarera. No les resulta muy difícil encontrarla. 

“El mundo de las historias que se cuentan no coincide con el mundo de las historias que suceden”. O también podríamos decir: nuestro mundo extiende cheques narrativos que nuestra experiencia no puede pagar. Nuestro mundo –el mundo del mercado existencial capitalista- cuenta muchas historias y esas historias prometen mucho, pero no arraigan en la experiencia. Juegan con “la promesa de que pase algo nuevo, un poco increíble y transformador”. De esta forma, las vidas quedan juzgadas por un rasero narrativo que no está hecho a su medida. Las vidas, la experiencia común, no puede pagar los cheques que extienden esas fantasías que nos llenan la cabeza. 

Las vidas quedan así devaluadas.

Las encuestas dicen que para mucha gente estar bien significa “tener un trabajo con sentido en el que sientas que te valoran”. Pero “Jara preferiría que nadie valorase a nadie”. En todo caso, podríamos valorar lo que alguien hace, pero no a ese alguien. Pues, ¿quién puede arrogarse el derecho a decir lo que vale la vida de alguien? ¿Quién puede decir qué vidas merecen ser vividas y cuáles no?

Quizás si el mundo de las historias que se cuentan no coincide con el de las historias que suceden, es porque a menudo esas historias que se cuentan llevan implícita tal voluntad de valoración, tal voluntad de someter las vidas al juicio, de declararlas interesantes o no según sus atributos, según las aventuras, intensidades (o simplemente “valores” del tipo que sea) que esas vidas han logrado acumular. Pero las vidas (que además nunca son solo individuales) no se pueden medir, no se pueden cuantificar:

“Pero este fogonazo que es haber sido, estar aquí, dejar de estarlo un día para siempre. Eso no se mide. Ese fogonazo contiene también las relaciones, porque estáis en mi vida, porque estamos en nuestras vidas”, dice Jara.

Sobre el valor de la vida, sobre el “merecimiento”, dice la voz narrativa, a los seres humanos “solo les ha sido dado conocer” que “ninguna vida debería sostenerse en el daño de otras”. 

Otros han expresado algo parecido: ningún poder debería coartar la plural potencia de existir

3. Querer y no querer trabajar

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Jara? ¿No cae ella de bruces en la trampa del sometimiento al juicio sobre el valor de su vida? Al dejarlo todo para marcharse a un lugar nuevo, y desde allí aceptar un trabajo que sin duda la coacciona y la infravalora, ¿no se entrega de lleno a la lógica del “tanto tienes, tanto vales”? ¿No se somete sin más a la crueldad del trabajo asalariado y su cuantificación de lo humano?

Quizás la clave esté de nuevo en considerar no solo hacia dónde va, sino qué es lo que deja atrás. Jara estaba en paro. Con muchas dificultades para encontrar trabajo. Había llegado a un punto en el que seguramente no iba a poder pagar su parte del alquiler del piso compartido, y tendría que aceptar la ayuda económica de sus compañeros/as o de su madre. Entonces decide renunciar a ese colchón, no por orgullo, sino más bien, me parece, porque en su enfrentarse sola a la coacción del trabajo asalariado (la coacción del tener que ganar un salario para poder vivir) consigue alcanzar cierta claridad. De alguna manera, ese gesto que tiene algo de absurdo es liberador: Jara se revuelve contra su vida juzgada y explotada haciendo que ese juicio y esa explotación aparezcan en toda su injusta desnudez. 

No puedo dejar de acordarme de otra historia de una persona que quería trabajar, a toda costa. Me refiero a la historia de ese taxista que, según parece, se había quedado en el paro y no tenía dinero para un coche, y entonces “robaba” taxis para trabajar con ellos, en Barcelona, y después los devolvía (con un poco dinero en la guantera para gasolina o como agradecimiento). Hubo un grupo de personas que imaginaron esa historia dándole forma de película (El taxista ful, 2006), y al hacerlo decidieron no crear una épica con policías, víctimas y persecuciones, sino un relato lleno de “días comunes”. En ellos, el taxista se encuentra con un grupo político que se ha interesado por su “gesto”. Este grupo, formado por okupas y gentes que lanzan a las calles el grito “Dinero Gratis”, bebe de la tradición política del “rechazo al trabajo”. El taxista no podría estar más en desacuerdo: para él trabajar es lo que le confiere dignidad, por eso arriesgó tanto para hacerlo. Curiosamente, a pesar de diferencias y malentendidos, el taxista y los okupas acaban por entenderse y traban una amistad. 

Quizás rechazar el trabajo asalariado no es algo tan diferente a rechazar los mecanismos que disimulan su coacción (como el asistencialismo, la normalización del desempleo o la aceptación de que todo lo laboral debe estar privatizado y mercantilizado, incluidas las herramientas necesarias para trabajar).

Tanto Jara como el taxista piensan “que la vida no puede ser esto”. Y quieren existir. He ahí algo más que tienen en común con los “okupas”.

Jara “rechaza que alguien tenga el privilegio de poder darte o no trabajo, como quien te da o no permiso para vivir”.  Pero al mismo tiempo, dice: “yo quiero vivir de lo que hago”. No le importa ser esto o aquello (científica, camarera, peluquera…). Le importa el estar sosteniendo su propia vida. ¿Acaso no es ese sostener también “trabajo”? La vida humana necesita ciertas actividades para ser sostenida, sean o no por salario, hay que hacer ciertas cosas para que la vida pueda seguir adelante. ¿Acaso no es ese un trabajo necesario y digno?: 

“Hugo entiende a quienes defienden que la ética del trabajo no es el camino para el mundo que viene, y sin embargo: ¿no será que lo que no es una solución es la ética del trabajo por cuenta ajena? Porque muchas cosas tendrán que seguir haciéndose, tal vez incluso más que antes si empieza a fallar la energía, y entonces ¿cómo no va a ser un camino la voluntad de hacerlas bien y que eso sirva para vivir?”

Hacer ese “trabajo” bien, hacer lo que es necesario para sostener la vida, ¿en qué puede consistir eso? Sin duda: nutrición, cuidados, salud, ecología, y un enorme etcétera. Pero no olvidemos que la vida –algunos preferirían decir “la existencia”- no se puede medir, no se puede cuantificar. Que la vida no es simplemente la vida biológica de los cuerpos humanos individuales. La vida es un haz de relaciones, y un “fogonazo”. Es más, la vida, dice Jara, “no tiene función”. “No sabemos qué hacemos aquí”. Sostener la vida será entonces quizás hacer posible también ese no-saber, esa falta de función, esa apertura. “No resignarse a que te digan cómo ser”.

¿Sigue siendo eso un “trabajo”? Quizás podemos llamarlo así. Pero en cualquier caso, que el trabajo asalariado y ese mantener abierta la potencia de ser de la vida compartan la misma palabra, no puede dejar de causarnos cierta incomodidad. Quizás por eso Jara dice:

“Es como si el sentido de la vida no pudiera estar en trabajar pero tampoco pudiera estar en no trabajar”. 

4- Imaginar existir

Puesto que la vida no tiene una “función” ni una medida, sostenerla tal vez requiera entonces también imaginarla 

“Claro que se puede medir lo que necesita alguien para existir sin angustia económica”, pero “no se pueden pesar ni medir las diferencias cuando se trata de existir”, dice Jara. Hay algo entonces en la existencia, esa indeterminación, esa potencia de ser de múltiples maneras diferentes, que parece convocar a la imaginación. No podemos decir qué es la vida, no podemos decir qué vida merece ser vivida y qué vida no, no podemos comparar vidas, cuantificarlas, y eso es precisamente lo que nos dice que esta vida, la que estamos viviendo, no es la única posible. Que siempre es diferente. Que podemos imaginar otras existencias diferentes. Que la vida no puede ser solo esto. 

En medio de nuestras condiciones materiales de existencia, en medio de nuestra situación de tener que pagar el alquiler, tener que trabajar por un salario, estar recibiendo constantemente falsas promesas, lenguajes vacíos, mensajes que quieren que confundamos realidad con ficción, en medio de todo eso, aparece todavía un espacio para la palabra que imagina, que narra la vida de una forma diferente

Hugo está enamorado y “no quiere renunciar a las palabras. No renuncia a pensar que hay poder en nombrar, en imaginar, como imagina ahora, que no son solo náufragos, sino que pertenecen a un archipiélago de casas comunicadas entre sí por pasarelas con barandillas”. ¿Y si donde parecía reinar la soledad y el sálvese que pueda intentamos imaginar constelaciones de seres que ensayan existencias diferentes? Por supuesto, el riesgo de confundir realidad con ficción está ahí. Y aún peor, el riesgo de extender todavía más “cheques narrativos” que juzguen y desprecien lo cotidiano (es decir, la materialidad de nuestra existencia), está también ahí. 

Pero, como dice Hugo: “…tiene que haber un sitio donde las cosas se prueben sin hacerse. Pero eso no significa que la prueba no sirva para comprender”.

Probar. Ensayar. Responder a lo indeterminado y potencial de la existencia imaginando formas de vida diferentes. Probar algo en la ficción, en la narración. Ponerse por un momento en otro plano: “había una vez…”. Probar para comprender que la vida no tiene porqué ser como es. 

Sí, eso: lo que hacen constantemente los y las niñas. 

Jara y sus amigues se debaten a menudo entre las dos opciones de un dilema que nos es bien conocido: ¿tiene sentido seguir luchando cada día para evitar un despido, un desahucio, un oleoducto, o eso es solo “arañar la superficie”, y deberíamos entonces concentrarnos en encontrar la manera de “mejorar las condiciones de todas las personas en situación difícil”? Lo “micro” y lo “macro”. Muchos han dicho: ¿por qué no los dos a la vez? Sí, por supuesto. Pero, además: ¿no hay también un tercer planteamiento? Imaginar gestos como el de Jara, imaginar formas de existencia que desbordan o al menos interrumpen la lógica de la explotación y la cuantificación de la vida ¿no es tan necesario como impedir el daño en lo micro y en lo macro? 

Cuando era adolescente, leí libros como En el camino o Ponche de ácido lisérgico que hablaban de fugas colectivas respecto al orden establecido, a lo que pasaba por ser la realidad en ciertos momentos y lugares. Me entusiasmaban, pero al mismo tiempo sentía ya que mi generación llegaba tarde a todo eso, que no nos servía. El orden en el que vivíamos se había construido en torno a la noción de la liberación del deseo individual. La cárcel ahora no era la sociedad autoritaria, sino el Yo. 

Son otras, pues, las fugas que tenemos que inventar ahora. 

Quizás más austeras. Quizás algo así como “suscitar un desierto en nosotrxs”.

Pero, en cualquier caso: ¿no podrían hoy esas invenciones de otras fugas tener un lugar tan importante respecto a la aparición de nuevas formas de existencia como lo tuvieron esos libros, y los múltiples relatos que acompañaron a la llamada “contracultura” de los años 60 y 70? 

No hablo (solo) de novelas, sino de la capacidad colectiva de imaginar y verbalizar otras formas de vida: ¿no son esos “ensayos en el lenguaje” ya una parte fundamental de la creación de otros mundos? 

¿No es posible que gestos imaginados, existencias otras ensayadas en la ficción, se acaben por contagiar de alguna manera al mundo de lo cotidiano y lo común?

5- Abundar

Termino en breve.

Hace ya unos años imaginé y escribí la historia de una persona que un buen día desaparece sin más, sin dejar señas. 

Nadie sabe nada. Pero en el querer saber, se acaba descubriendo que otras personas están desapareciendo también. Y que a menudo estas personas están muy delgadas, y que vomitan. 

En ese mundo, en ese “había una vez…” hay grandes corporaciones que se dedican a crear y distribuir constantemente nuevas historias, pequeñas narraciones. Todo el mundo ha llegado a creer que necesita más y más historias para vivir, como nosotros hemos llegado a creer que sin un flujo constante de dinero no podríamos vivir. Igual que nosotros tenemos que “ganarnos la vida” con dinero, ellos tienen que “hacerse una vida” con historias (o, cómo se dice en inglés coloquial, “they have to get a life”).

Nadan en la abundancia de la imaginación, de la palabra, del sentido, y al mismo tiempo nunca tienen suficiente.

La fuga de la persona que desaparece en esta novela, que he titulado La gran abundancia (La Oveja Roja, 2022), no sirve para ir hacia una vida más intensa y llena de aventuras, hacia un paraíso en el que se puedan por fin separar la abundancia y la escasez. En todo caso, arroja, como la de Jara, algo de claridad sobre la situación en la que está la gente de ese mundo imaginado, y quizás también nosotrxs. 

Situación que se muestra justamente a través de esa ambigüedad: vivimos en una gran abundancia de relatos, palabras, narraciones, pero esa abundancia puede ser al mismo tiempo la del “nunca es suficiente” y la del “podemos siempre imaginar otra cosa”. 

La abundancia infinita del lenguaje y la imaginación se usa, tanto en el mundo de La gran abundancia como en el nuestro, para disfrazar la miseria de una existencia devaluada, cuantificada, explotada y solitaria. 

Pero, al mismo tiempo, ¿cómo íbamos a  poder salir de ese tipo de existencia sino es imaginando y ensayando otras posibles en el lenguaje?

Pienso ahora que, a lo mejor, simplemente he intentado decir que “es como si el sentido de la vida no pudiera estar en narrar/imaginar pero tampoco pudiera estar en no narrar/imaginar”.

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