Internacional
De ‘huérfilos’ a buscadores de justicia: Memoria Viva Colombia
Las madres y padres de algunos jóvenes muertos en el conocido como 'paro nacional' de Colombia se han organizado para que sus asesinatos no queden impunes.
Hace un año, Cali era una ciudad paralizada por las protestas, lideradas por jóvenes, conocidas como ‘paro nacional’. Unos 80 manifestantes murieron durante los casi cuatro meses de movilizaciones, una parte sustancial por los disparos de policías y civiles armados, según organizaciones de derechos humanos colombianas e internacionales. Las madres y padres de algunos de ellos se han organizado para que sus asesinatos no queden impunes.
“A mi hijo le alumbraron la frente y le metieron una bala de 9 milímetros. Una bala que pagamos nosotros con nuestros impuestos. Estamos pagando a un Estado que sigue llamando a nuestros hijos vándalos, ladrones, terroristas, guerrilleros, un año después de haberles matado”. Laura Guerrero es la madre de Nicolás Guerrero, el grafitero cuyo rostro aparece pintado en numerosas paredes de Cali, epicentro de las protestas que tuvieron lugar hace un año y que se convirtieron en las más importantes vividas en Colombia en décadas. Entre el 28 de abril y el 27 de julio de 2021, la tercera ciudad por población del país latinoamericano se convirtió en el escenario de una rebelión liderada por los jóvenes más excluidos de la ciudad, pero a quienes inmediatamente se sumaron estudiantes, trabajadores y trabajadoras de clase baja y media, organizaciones indígenas, campesinas, afrodescendientes, sindicales y del movimiento de derechos humanos.
“Durante los meses previos, Cali estaba llena de los trapitos rojos que se ponían en las ventanas para alertar de que en ese hogar se estaba pasando hambre”, continúa Guerrero, una mujer de cuarenta años que durante el confinamiento decretado por el coronavirus se organizó con otras vecinas para repartir ayuda, exponiéndose a ser multadas o detenidas. “El Gobierno de Duque solo dictó medidas para favorecer a los más ricos mientras los trapos se volvían rosa por el paso del tiempo. Así que cuando anunció la reforma tributaria, nuestra juventud saltó porque ya no aguantaba más, porque querían oportunidades para ellos y sus hijos”, añade quien abraza a otra madre ya sin hijo, a otro padre al que también le mataron al suyo.
Estamos en una reunión de huérfilos, como se empieza a conocer esa pérdida sin nombre y que siempre se ha definido como el mayor dolor al que puede ser sometido un ser humano. Con un agravante: los presuntos homicidas de sus seres más queridos fueron policías, militares y civiles supuestamente apoyados por los dos cuerpos anteriores. Y por ello, se han tenido que unir y organizar para que sus muertes no queden en la impunidad. Para ayudarles a encauzar su duelo, la ONG caleña NOMADESC ha organizado este acto en memoria de uno de ellos, Michael Joan Vargas Lopez, asesinado presuntamente por el disparo de un policía antidisturbios el 17 de mayo en Yumbo, una población vecina de Cali.
Alrededor del porche en el que se celebra la ceremonia, que incluye un acto católico y otro siguiendo las tradiciones indígenas, decenas de carteles y pósters recuerdan las vidas de los 64 jóvenes que, según el registro de NOMADESC, perdieron la vida en los más de tres meses en los que se mantuvieron las protestas en esta ciudad. Según la contabilidad conjunta de Indepaz y la Asociación Temblores, en todo el país fueron 79 las personas fallecidas en el marco del paro en todo el país y 44 de manera evidente por la presunta autoría de la Fuerza Pública. Y aunque no hay acuerdo en el número de víctimas, sí lo hay en que la represión empleada contra los manifestantes implicó a todos sus cuerpos: la Policía, el Escuadrón Móvil Antidisturbios, el Grupo de Operaciones Especiales, la SIJIN –la encargada de los delitos organizados y transnacionales–, el Ejército y civiles a armados.
En julio, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió un informe que acusaba a la respuesta del Gobierno de un «uso desproporcionado de la fuerza, la violencia basada en género, la violencia étnico-racial, la violencia contra periodistas y contra misiones médicas, irregularidades en los traslados por protección, y denuncias de desaparición; así como el uso de la asistencia militar, de las facultades disciplinarias y de la jurisdicción penal militar». Inmediatamente, el Gobierno de Duque respondió cuestionando la legitimidad de la comisión y la veracidad del informe. «Nadie puede recomendarle a un país ser tolerante con actos de criminalidad», concluyó. Esa fue siempre la versión oficial: que los uniformados actuaban contra delincuentes que habían sembrado el caos en la ciudad.
El parque elegido para celebrar el homenaje, cerrado durante la última década, fue rehabilitado por los propios manifestantes del paro nacional, convirtiéndose en un símbolo del estallido social con el que fue contestada en las calles la reforma tributaria anunciada por el presidente Iván Duque en abril de 2021. La medida cargaba sobre las clases medias y bajas un aumento de los impuestos de 6.302 millones de dólares en el segundo país más desigual de América Latina, solo superado por Brasil. También se encuentra entre los cinco más desiguales del mundo en términos de concentración de la tierra, una de las claves de la guerra que lo azota desde hace más de 60 años.
Una respuesta bélica a un conflicto social
El 28 de abril, cientos de miles de personas salieron a las calles de las principales ciudades del país y así siguieron haciéndolo hasta que, cinco días después, el dos de mayo, el Gobierno anunció la retirada de la reforma y la elaboración de un nuevo borrador. Pero para entonces, solo en Cali, según organizaciones como NOMADESC, la fuerza pública ya había asesinado a más de 20 manifestantes, así como herido y detenido a otros cientos. Pero, sobre todo, el paro había tirado de la espita de la acumulación de malestares mucho más profundos.
“Los jóvenes no hablaban de neoliberalismo, de capitalismo ni de ir contra los ricos. Pedían cuatro derechos fundamentalmente: estudiar, tener un trabajo e ingresos, no pasar hambre y que no se roben más el país”, resume el periodista Alberto Tejada, director de Canal 2, el único que cubrió las protestas en directo cada día. Ahora, se presenta como candidato al Senado por Pacto Histórico, la coalición de izquierdas que lidera todas las encuestas.
El sociólogo Carlos Arbey González Quinteiro, profesor de la Universidad de Cali, define lo ocurrido como un “estallido que desafió los tres poderes”. Efectivamente, ante los rumores de un paro nacional, una magistrada del Alto Tribunal dictó tres días antes una sentencia por la que prohibió las protestas y las movilizaciones del 1 de mayo. Se amparaba en las consecuencias que podían tener en la economía y en el derecho a la movilidad. “La gente salió igualmente el 28 de abril y los siguientes meses”. Los Gobiernos nacional, regional y departamental decretaron toques de queda “que nadie atendió”, añade. Y finalmente, “la presión social fue tan grande que obligó a dar marcha atrás al poder legislativo y retirar la reforma”.
González Quinteiro, que se volcó en impartir clases en la calle a los manifestantes, mucho de los cuales no tenían educación secundaria, y a convivir con los que permanecían en las llamadas ‘primeras líneas’, las que tras las barricadas permanecieron semanas enfrentadas a la Policía y al Ejército, admite que esta revolución le hizo recuperar el entusiasmo. Líder sindical durante años en la Universidad de Cali, candidato del partido Polo a la Gobernación de Cali en 2012, “no había visto nada que pusiera en jaque a la institución, a los poderes». «Somos generaciones frustradas porque no pudimos hacer los cambios ni la revolución. Y ver a esta juventud empujando, con sus aciertos y errores, y su capacidad para cuestionar al establecimiento, me dio una inyección de vida”.
Pero el dolor también fue mucho. Tanto que se quiebra cuando recuerda cómo algunos de los muchachos a los que conoció bien en aquellos días perdieron la vida. «Tenían tantas ganas y convicción de cambiar las cosas. Estaban tan vivos…”, y no acaba la frase.
Según organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, la arremetida contra quienes cortaron las principales vías de la ciudad durante meses abarcó, según esta última, “abusos gravísimos en contra de manifestantes en su mayoría pacíficos durante las protestas que empezaron en abril de 2021”.
El mismo día 2 de mayo, cuando Duque anunciaba la retirada de la reforma tributaria, llegaba a la tercera ciudad más poblada del país el general Zapateiro, nombrado por él mismo para coordinar la respuesta institucional al estallido social. Declara que en menos de 24 horas habrá acabado con los más de 30 focos de la protesta, muchos de ellos convertidos en barricadas que mantuvo cortada la conexión con el aeropuerto y con el puerto de comercio internacional de Buenaventura, el más importante del país y uno de los más grandes de América Latina. Tres meses después, los puntos de resistencia, como se les conocía entre los manifestantes, se fueron desmontando por su propio agotamiento. La represión militar había fracasado y los muertos siguen esperando justicia.
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“De pequeño, mi hijo quería ser coronel, general, pero después desistió porque se dio cuenta de que en este país un negro no llegaría a ese grado. Estamos en el siglo XXI y todavía nos señalan por ser negros”, explica Sandra Moreno Valdés, con la voz quebrada y la sonrisa desplegada como muro de contención de las lágrimas. Su hijo Santiago Moreno, de 23 años, fue asesinado por un disparo en la manifestación del 1 de mayo, en la que marcharon más de 1,2 millones de personas por la ciudad según los convocantes. Aquel día, al menos otros dos jóvenes fallecieron presuntamente bajo la Policía, pero también de civiles armados. “Al mediodía, el sector estaba lleno de uniformados. Al marcharse ellos se quedaron los de civil. Se les reconoce porque tienen el mismo corte de pelo, de cuerpo y las mismas expresiones. Hay muchos testigos a los que les da miedo hablar. Por eso esta es la lucha nuestra, de las madres de buscar la verdad. La Fiscalía dice que no había Fuerza Pública allí, por eso no les admiten en la macrocausa”, concluye, mientras otras madres y padres recogen los pósters, las flores, los altavoces. La guerra son padres y madres buscando la única pregunta que no tiene respuesta: “por qué mataron a mi hijo, a mi hija”. Así es en Colombia, en México, en Ucrania, en Irak; así fue en España, en Francia, en Alemania; en Polonia.
Alejado unos pasos observa todo con atención un hombre de pelo blanco, apoyado en un bastón. Viste camisa y pantalón de pinzas. “Soy el abuelo del muchacho, de Michael. Ellas son mis hijas, ella su madre”, se limita a decir, como si poniendo palabras a su árbol genealógico pudiese llegar hasta su nieto y traerle de vuelta. “Vivimos aquí al lado. Yo me asomaba a ver cómo iban los muchachos en la protesta”, y vuelve la mirada al párroco, a la foto de Michael, a sus hijas. En el duelo de los abuelos por los nietos no hay posibilidad de recuperación, de vuelta al reino de los vivos, de reencontrarse con algo que encienda la posibilidad de, algún día, sentir la llama de la sorpresa o la ilusión. Según el listado de Indepaz, de los manifestantes asesinados en el marco del paro con edades identificadas, más del 75% tenían menos de 26 años.
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“En lugar de establecer un diálogo con las demandas de los jóvenes, el Gobierno estableció un una orden de mando con un modus operandi que se repitió en las tres grandes masacres, la de Siloé, la de Yumbo y la de El Paso del Comercio”, expone Berenice Celeyta Alayón, presidenta de NOMADESC. “Cuando llegaba la noche, apagaban el tendido eléctrico público, alumbraban con helicópteros, el Escuadrón Móvil Antidisturbios disparaba bombas aturdidoras para sembrar el caos y después gases lacrimógenos directamente contra el cuerpo de las personas. Entonces, el Grupo de Operaciones Especiales disparaba con armas de fusil”, explica quien, junto a otras compañeras de su organización, apoyan a algunas familias de las víctimas que se han constituido como la asociación Memoria Viva Colombia y acompañan el proceso judicial que, por ahora, se ha materializado en una macrocausa en la que se han aceptado la investigación de 14 asesinatos. NOMADESC sigue intentado que se reconozca la pertinencia de incorporar otros.
“Nosotros vivimos en la comuna 20, donde hay muchos jóvenes sin empleo ni oportunidades para estudiar, así que hay mucha violencia, mucha droga, mucha prostitución porque ahí el Estado no ha hecho ninguna inversión. Pero aun así, yo vivía en una burbuja. Cuando veía las noticias de asesinatos, pensaba: ‘Por algo lo mataron’. Pero no, cuando a uno le toca la violencia del Estado se da cuenta de que no es así, de que la fuerza pública siempre ha asesinado a muchas personas aquí en Colombia”, explica Abelardo Aranda Velasco, un mecánico de profesión que, tras la pérdida de su hijo quiere convertirse en líder social. Así su mujer le diga que eso, aquí, significa que te pueden matar en cualquier instante. “El Estado llama a nuestros hijos terroristas, guerrilleros, cuando Michael hizo su servicio militar y ha sido asesinado por el mismo Estado. Yo quiero luchar por lo que él defendió para él y pasa su hija de 3 años todos los días en el paro”.
Y ahora es como si la determinación de los jóvenes que seguían exigiendo condiciones de dignidad mientras iban cayendo bajo las balas hubieran sido asumidas como razón de ser por sus padres y madres. Así se sientan muertos en vida, nunca estuvieron más activos ni implicados en la lucha social. “Poder escucharnos los unos a los otros es lo que más nos está ayudando a salir adelante”, explica Abelardo, que se entrega con una esperanza desesperada a la ceremonia de homenaje, a la entrevista, al recorrido por los lugares en los que sus hijos fueron asesinados. Su esposa, lo intenta, él la abraza, se dan la paz en la misa y se sonríen con la tristeza más amorosa, ella se sienta, él participa en el rito indígena, ella se pierde en algún sitio muy lejano. Él la trae de vuelta sentándose a su lado.
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El 3 de mayo, Harold Mellizo le pidió a su madre 10.000 pesos, poco más de dos euros, para comprarse una salchipapa. Hacía tres meses que había terminado el servicio militar obligatorio que el Gobierno había extendido de los 18 meses estipulados a 22 durante la pandemia. Jenny, su madre, vendedora de repuestos para motos de segunda mano, cuenta que Harold hacía bromas sobre los jóvenes que participaban en el paro. No le veía sentido a tanta exposición si nunca cambiaba nada.
Aquella noche, mientras los muchachos celebraban una velada en su barrio, en Siloé, en memoria de Nicolás Guerrero, asesinado la noche anterior, él se dirigía a cenar con su mejor amigo. Un láser alumbró su rostro y una bala entró en su cráneo. Según datos de Amnistía Internacional, esa noche asesinaron a otros dos jóvenes en esa misma zona, Kevin Anthony Agudelo y José Emilson Ambuila, cientos fueron heridos, y un número indefinido, detenidas de manera arbitraria. Se trata de la Operación Siloé, en la que según la misma ONG, que ha entrevistado a cientos de manifestantes, testigos, miembros de organizaciones de derechos humanos locales, periodistas y portavoces de instituciones, esa noche hubo “una incursión de agentes de Policía Nacional en conjunto con agentes del ESMAD y del Grupo de Operaciones Especiales de la Policía Nacional de Colombia (GOES), que usaron armas letales como fusiles Tavor 5.56 mm contra manifestantes pacíficos”.
Fue la primera de las masacres de las tres que tuvieron lugar en esta ciudad. Laura y Abelardo arropan a Jenny mientras se esfuerzo por continuar con su relato: “Cuando llegué al hospital de Siloé, aquello era un contínuo tránsito de niños y jóvenes heridos. La doctora que atendió a mi hijo dijo que la policía amenazó a los vigilantes para que les dejaran entrar y le obligaron a entregar los historiales médicos de los manifestantes. Le tocó salir del país porque la amenazaron”, relata Jenny, con el rostro de su hijo uniformado en la camiseta. “Cinco días después, fueron a mi casa unos oficiales de la CTI (un cuerpo de la Fiscalía) y le preguntaron a mi hijo quién había asesinado a Harold. A los ocho días me llaman de Fiscalía para tomar declaración y cuando les digo que ya habían venido, me dicen que ellos no les habían enviado. Desde entonces es habitual que por mi casa pasen furgonetas con hombres tomando fotos. Yo les tomo también y se van”.
Un año después de que el Gobierno colombiano aplacara las protestas sociales según investigaciones internacionales, como la publicada por Human Rights Watch, mediante “muertes cometidas directamente por policías, así como violentas golpizas, abusos sexuales y detenciones arbitrarias de manifestantes y transeúntes” ni siquiera se ha juzgado un caso ni condenado a un responsable. En Cali, se han aceptado catorce asesinatos como una macrocausa cuyo juicio no termina de arrancar. Hasta en seis ocasiones los policías y militares llamados a prestar declaración han esgrimido problemas de salud que han sido aceptados por el juez, dilatando el inicio de la investigación. “Detrás de todo esto hay un responsable último y no solo los imputados por la Fiscalía, que son comandantes y operativos en el lugar. La pregunta que nos hacemos las organizaciones de derechos humanos y las familias es ¿quién dio la orden?”, espeta Berenice Celyta.
“Había muchos chicos de los que se acercaban a los puestos de resistencia de las protestas que nos decían que preferían morir de un balazo, pero comer tres veces al día. Porque con las ollas comunitarias que preparaban las manifestantes había para que todo el mundo comiera, al menos, tres veces al día”, explica Laura Guerero, mientras contempla cómo los rostros de algunos de los chicos asesinados durante el paro han sido borrados con pintura gris del centro de la ciudad. “Los pintaron los amigos de mi hijo para que no se olvidara lo que había ocurrido. La Alcaldía ordenó borrarlos porque había una visita del presidente Iván Duque”, explica con asombro ante tanto odio.
El paro ahondó y evidenció las fracturas étnicas, de clase social e ideológicas que atraviesan Cali, una ciudad en la que miembros de la clase alta se armaron para atacar a las comunidades indígenas que el 9 de mayo se sumaron al paro. El canal Caracol TV rotuló la noticia con un “Ciudadanos e indígenas se enfrentaron”. Esta concepción sobre quiénes son los ciudadanos explica, en parte, por qué padres y madres de jóvenes asesinados se han tenido que convertir en investigadores y activistas para que no queden en la impunidad a la que están condenados los “vándalos”.
* Este reportaje es parte de una cobertura del conflicto colombiano impulsada por Brigadas Internacionales de Paz (PBI) e Iniciativas de Cooperación Internacional para el Desarrollo (ICID)